Once Minutos
Traducción: Ana Belén Costa
Ó2003,
Paulo Coelho
Digitalizador: @
Hernán (Rosario, Arg.)
L63 – 14/08/03
CONTRAPORTADA:
María es de un
pueblo del norte de Brasil. Todavía adolescente, viaja a Río de Janeiro, donde
conoce a un empresario que le ofrece un buen trabajo en Ginebra. Allí, María
sueña con encontrar fama y fortuna pero acabará ejerciendo la prostitución. El
aprendizaje que extraerá de sus duras experiencias modificará para siempre su
actitud ante sí misma y ante la vida. Once Minutos es una novela que
habla del amor, esa palabra tan gastada, cuya esencia es maltratada
cotidianamente por las acciones humanas.
Es un libro que
explora la naturaleza del sexo y del amor, la intensa y difícil relación entre
cuerpo y alma, y cómo alcanzar la perfecta unión entre ambos. Once Minutos
ofrece al lector una experiencia inigualable de lectura y reflexión.
Paulo Coelho (Río de Janeiro, 1947) se inició en el
mundo de las letras como autor teatral. Después de trabajar como letrista para
los grandes nombres de la canción popular brasileña, se dedicó al periodismo y
a escribir guiones para la televisión. Con la publicación de sus primeros
libros, El Peregrina
(Diario de un mago) (198 7) y El Alquimista (1988), Paulo
Coelho inició un camino lleno de éxitos que lo ha consagrado como uno de los
grandes escritores de nuestro tiempo.
Publicadas en más
de ciento cincuenta países, las obras de Paulo Coelho han sido traducidas a
cincuenta y seis idiomas, con más de cuarenta y tres millones de libros
vendidos. Además de recibir destacados premios y menciones internacionales, en 1996 el
ministro de Cultura francés lo nombró Caballero de las Artes y las Letras. Es
consejero especial de la Unesco para el programa de convergencia espiritual y
diálogos interculturales. En 1999
recibió el Premio Crystal Award que concede el Foro Económico Mundial,
la prestigiosa distinción Chevalier de l'Ordre National de la Légion d'Honneur
del gobierno francés y la Medalla de Oro de Galicia. Su obra literaria es
lectura recomendada en varias universidades y desde octubre de 2002 es miembro
de la Academia Brasileña de las Letras.
Oh, María, sin pecado concebida, rogad por nosotros, que recurrimos a
Vos. Amén.
El día de 29 de mayo de 2002, horas antes de ponerle el punto final a
este libro, fui hasta la gruta de Lourdes, en Francia, para llenar algunas
botellas de agua milagrosa en la fuente que hay allí. Ya dentro del recinto de
la catedral, un señor de aproximadamente setenta años me dijo: «Sabe que se
parece usted a Paulo Coelho? ». Le respondí que era yo. Me abrazó, me presentó
a su esposa y a su nieta. Me habló de la importancia de mis libros en su vida,
y concluyó: «Me hacen soñar». Ya había oído esta frase varias veces antes, y
siempre me alegraba. En aquel momento, sin embargo, me asusté mucho, porque
sabía que Once minutos hablaba
de un asunto delicado, contundente, conflictivo. Caminé hasta la fuente, llené
las botellas, volví, le pregunté dónde vivía (en el norte de Francia, cerca de
Bélgica) y anoté su nombre.
Este libro está dedicado a usted, Maurice Gravelines. Tengo una
obligación para con usted, con su mujer, con su nieta, y para conmigo: hablar
de aquello que me preocupa, y no de lo que a todos les gustaría escuchar.
Algunos libros nos hacen soñar, otros nos acercan a la realidad, pero ninguno
puede huir de aquello que es más importante para un autor: la honestidad para
con lo que escribe.
2
Porque soy la primera y la última,
yo soy la venerada y la despreciada,
yo soy la prostituta y la santa,
yo soy la esposa y la virgen,
yo soy la madre y la hija,
yo soy los brazos de mi madre,
yo soy la estéril y numerosos son mis hijos,
yo soy la bien casada y la soltera,
yo soy la que da a luz y la que jamás procreó,
yo soy el consuelo de los dolores del parto,
yo soy la esposa y el esposo,
y fue mi hombre quien me creó,
yo soy la madre de mi padre,
soy la hermana de mi marido,
y él es mi hijo rechazado.
Respetadme siempre,
porque yo soy la escandalosa y la magnífica.
Himno a Isis, s. III o IV (?),
descubierto en Nag Hammadi
3
Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la
ciudad, la cual, sabiendo que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, tornó
un frasco de alabastro de ungüento, se puso detrás de él, junto a sus pies,
llorando, y comenzó a lavárselos con lágrimas en los ojos; le enjugaba los pies
con los cabellos de su cabeza, los besaba y los ungía con el ungüento. Viendo
esto, el fariseo que lo había invitado dijo para sí: «Si éste fuera profeta,
conocería quién es la mujer que lo toca, porque es una pecadora». Tomando Jesús
la palabra, le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él dijo: «Maestro,
habla». « Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios;
el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, le condonó la deuda a
ambos. ¿Quién, pues, lo amará más?», y Simón respondió: «Supongo que aquel a
quien condonó más». Dijo: «Bien has respondido. -Y señalando a la mujer, le
dijo a Simón:- ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua en los
pies; mas ella los ha regado con sus lágrimas y los ha enjugado con sus
cabellos. No me diste el ósculo; pero ella, desde que entré, no ha cesado de
besarme los pies. No ungiste mi cabeza con óleo, pero ella ha ungido mis pies
con ungüento. Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados,
porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona poco ama».
LUCAS,
7, 37-47
Érase
una vez una prostituta llamada María.
Un
momento. «Érase una vez» es la mejor manera de comenzar una historia para
niños, mientras que «prostituta» es una palabra propia del mundo de los
adultos. ¿Cómo puedo escribir un libro con esta aparente contradicción inicial?
Pero, en fin, como en cada momento de nuestras vidas tenemos un pie en el
cuento de hadas y otro en el abismo, vamos a mantener este comienzo:
Érase
una vez una prostituta llamada María.
Como
todas las prostitutas, había nacido virgen e inocente, y durante su
adolescencia había soñado con encontrar al hombre de su vida (rico, guapo,
inteligente), casarse (vestida de novia), tener dos hijos (que serían famosos
cuando creciesen) y vivir en una bonita casa (con vista al mar). Su padre era
vendedor ambulante; su madre, costurera, su ciudad en el interior del Brasil
tenía un solo cine, una discoteca, una sucursal bancaria, por eso María no
dejaba de esperar el día en que su príncipe encantado llegara sin avisar,
arrebatara su corazón, y partiera con él a conquistar el mundo.
Mientras
el príncipe encantado no aparecía, lo que le quedaba era soñar. Se enamoró por
primera vez a los once años, mientras iba a pie desde su casa hasta la escuela
primaria local. El primer día de clase descubrió que no estaba sola en su
trayecto: junto a ella caminaba un chico que vivía en el vecindario y que
asistía a clases en el mismo horario. Nunca intercambiaron ni una sola palabra,
pero María empezó a notar que la parte que más le agradaba del día eran
aquellos momentos en la carretera llena de polvo, la sed, el cansancio; el sol
en el cenit, el niño andando de prisa, mientras ella se agotaba en el esfuerzo
por seguirle el paso.
La
escena se repitió durante varios meses; María, que detestaba estudiar y no
tenía otra distracción en la vida que la televisión, empezó a desear que el día
pasase rápido, esperando con ansiedad volver al colegio y, al contrario que el
resto de las niñas de su edad, pensando que los fines de semana eran aburridísimos.
Como las horas de un pequeño son mucho más largas que las de un adulto, ella
sufría mucho, los días se le hacían demasiado largos porque solamente pasaba
diez minutos con el amor de su vida, y miles de horas pensando en él,
imaginando lo maravilloso que sería si pudiesen charlar.
Entonces
sucedió.
Una
mañana, el chico se acercó hasta ella para pedirle un lápiz prestado. María no
respondió, mostró un cierto aire de irritación por aquel abordaje inesperado,
y apresuró el paso. Se había quedado petrificada de miedo al verlo andar hacia
ella, sentía pavor de que supiese cuánto lo amaba, cuánto lo esperaba, cómo soñaba
con tomar su mano, pasar por delante del portal de la escuela y seguir la
carretera hasta el final, donde, según decían, había una gran ciudad,
personajes de la tele, artistas, coches, muchos cines y un sinfín de cosas
buenas que hacer.
Durante
el resto del día no consiguió concentrarse en la clase, sufriendo por su
comportamiento absurdo, pero al mismo tiempo aliviada, porque sabía que él
también se había fijado en ella y que el lápiz no era más que un pretexto para
iniciar una conversación, pues cuando se acercó ella notó que llevaba un
bolígrafo en el bolsillo. Esperó a la próxima vez y durante aquella noche, y
las noches siguientes, empezó a imaginar las muchas respuestas que le daría,
hasta encontrar la manera oportuna de comenzar una historia que no terminase
jamás.
4
Pero
no hubo próxima vez; aunque seguían yendo juntos al colegio, algunas veces
María unos pasos por delante con un lápiz en la mano derecha; otras, andando
detrás para poder contemplarlo con ternura, él no volvió a dirigirle la
palabra, y ella tuvo que contentarse con amar y sufrir en silencio hasta el
final del curso.
Durante
las interminables vacaciones que siguieron, María se despertó una mañana con
las piernas bañadas en sangre y pensó que iba a morir. Decidió dejarle una
carta diciéndole que él había sido el gran amor de su vida y planeó internarse
en la selva para ser devorada por alguno de los dos animales salvajes que
atemorizaban a los campesinos de la región: el hombre lobo o la mula sin cabeza[1].
Así, sus padres no sufrirían con su muerte, pues los pobres mantienen siempre
la esperanza, independientemente de las tragedias que siempre les suceden.
Pensarían que había sido raptada por una familia rica y sin hijos, pero que
tal vez volvería un día, en el futuro, llena de gloria y de dinero; mientras,
el actual (y eterno) amor de su vida se acordaría de ella para siempre,
sufriendo todas las mañanas por no haber vuelto a dirigirle la palabra.
No llegó a escribir
la carta, porque su madre entró en el cuarto, vio las sábanas rojas, sonrió y
dijo: «Ya eres una mujer, hija mía». María quiso saber qué relación había entre
ser mujer y el hecho de sangrar, pero su madre no supo explicárselo,
simplemente afirmó que era normal y que de ahora en adelante tendría que usar
una especie de almohada de muñeca entre las piernas, durante cuatro o cinco
días al mes. Luego preguntó si los hombres usaban algún tubo para evitar que la
sangre les corriese por los pantalones, pero se enteró de que eso sólo les
ocurría a las mujeres. María se quejó a Dios, pero acabó acostumbrándose a la
menstruación. Sin embargo, no conseguía acostumbrarse a la ausencia del niño y
no dejaba de recriminarse por la actitud estúpida de huir de aquello que más
deseaba. Un día, antes de empezar las clases, fue hasta la única iglesia de su
ciudad y juró ante la imagen de San Antonio que tomaría la iniciativa de hablar
con él.
Al día siguiente,
se arregló de la mejor manera posible, poniéndose un vestido que su madre
había hecho especialmente para la ocasión, y salió, agradeciéndole a Dios que
por fin las vacaciones hubiesen terminado. Pero el niño no apareció. Y así pasó
otra angustiosa semana, hasta que supo, por algunos amigos, que se había
mudado de ciudad. «Se fue lejos», dijo alguien.
En ese momento,
María aprendió que ciertas cosas se pierden para siempre. Aprendió también que
había un lugar llamado «lejos», que el mundo era vasto, su aldea, pequeña, y
que la gente interesante siempre acababa marchándose. A ella también le habría
gustado irse, pero todavía era demasiado joven; aun así, mirando las calles
polvorientas de la pequeña ciudad en la que vivía, decidió que algún día
seguiría los pasos del niño. Los nueve viernes siguientes, conforme a una
costumbre de su religión, comulgó y le pidió a la Virgen María que algún día la
sacase de allí.
También sufrió
durante algún tiempo, intentando inútilmente encontrar la pista del chico, pero
nadie sabía adónde se habían mudado sus padres. María empezó a creer entonces
que el mundo era demasiado grande, el amor, algo muy peligroso, y la Virgen,
una santa que vivía en un cielo distante y que no escuchaba lo que los niños
pedían.
Pasaron
tres años, María aprendió geografía y matemáticas, empezó a seguir las
telenovelas, leyó en el colegio sus primeras revistas eróticas, comenzó a
escribir un diario en el que hablaba de su monótona vida y de las ganas que
tenía de conocer aquello que le enseñaban en clase: océano, nieve, hombres con
turbante, mujeres elegantes y llenas de joyas... Pero como nadie puede vivir
de deseos imposibles, sobre todo cuando la madre es costurera y el padre no
para en casa, en seguida entendió que debía prestar más atención a lo que
pasaba a su alrededor. Estudiaba para superarse, al mismo tiempo que buscaba a
alguien con quien poder compartir sus sueños de aventuras.
A
los quince años se enamoró de un chico que había conocido en una procesión de
Semana Santa. No repitió el error de la infancia: charlaron, se hicieron amigos
y empezaron a ir al cine y a las fiestas juntos. También se dio cuenta de que,
tal como había sucedido con el niño, el amor estaba más asociado a la ausencia
que a la presencia de la persona: vivía echándolo de menos, pasaba horas
imaginando lo que iba a decirle en la próxima cita y recordaba cada segundo
que habían estado juntos, intentando descubrir lo que había hecho bien y en
qué había errado. Le gustaba verse a sí misma como a una chica experimentada
que ya había dejado escapar un gran amor; sabía el dolor que eso causaba. Ahora
estaba dispuesta a luchar con todas sus fuerzas por este hombre, por el
matrimonio, porque éste era el adecuado para el matrimonio, los hijos, la casa
junto al mar. Fue a hablar con su madre, que imploró:
-Aún
es muy pronto, hija mía.
-Pero
tú te casaste con papá cuando tenías dieciséis años. La madre no quería
explicarle que había sido a causa de un embarazo inesperado, de modo que usó el
argumento «eran otros tiempos», para zanjar así la cuestión.
5
Al
día siguiente fueron a caminar por los alrededores de la ciudad. Charlaron un
poco, María le preguntó si no le apetecía viajar, pero, en vez de responder,
él la agarró entre sus brazos y le dio un beso.
¡El
primer beso de su vida! ¡Cómo había soñado con aquel momento! Y el paisaje era
especial, las garzas volando, la puesta de sol, la región semiárida con su
belleza agresiva, el sonido de una música a lo lejos. María fingió reaccionar
contra el impulso, pero después lo abrazó y repitió aquello que había visto
tantas veces en el cine, en las revistas y en la tele: restregó con violencia
sus labios contra los de él, moviendo la cabeza de un lado a otro, en un
movimiento medio rítmico, medio descontrolado. Notó que, de vez en cuando, la
lengua del chico tocaba sus dientes, y lo encontró delicioso.
Pero
él dejó de besarla de repente. -¿No quieres? -preguntó.
¿Qué
debía responder?, ¿que quería? ¡Claro que quería! Pero una mujer no debe
comportarse de esa manera, sobre todo ante su futuro marido, o se pasará el
resto de la vida desconfiado porque ella lo acepta todo con mucha facilidad.
Prefirió no decir nada.
Él la abrazó de
nuevo, repitiendo el gesto, esta vez con menos entusiasmo. Volvió a parar,
sorprendido, y María sabía que algo iba muy mal, pero tenía miedo de preguntar.
Lo tomó de la mano y caminaron hasta la ciudad, charlando sobre otros asuntos,
como si nada hubiese pasado.
Aquella noche,
escogiendo algunas palabras difíciles -porque creía que todo lo que escribiese
sería leído algún día- y segura de que algo muy grave había ocurrido, anotó en
su diario:
Cuando conocemos a alguien y nos enamoramos, tenemos
la impresión de que todo el universo está de acuerdo; hoy sucedió en la puesta
de sol. ¡Sin embargo, aunque algo salga mal, no sobra nada! Ni las garzas, ni
la música a lo lejos, ni el sabor de sus labios. ¿Cómo puede desaparecer tan de
prisa la belleza que allí había hace unos pocos minutos?
La vida es muy rápida; hace que la gente pase del
cielo al infierno en cuestión de segundos.
Al día siguiente
fue a hablar con sus amigas. Todas la habían visto salir a pasear con su futuro
«novio»; después de todo, no es suficiente tener un gran amor, también es
necesario hacer que todos sepan que eres una persona muy deseada. Sentían
muchísima curiosidad por saber qué había pasado, y María, muy orgullosa, dijo
que la mejor parte había sido cuando su lengua le tocaba los dientes. Una de
las chicas se rió.
-¿No abriste la
boca?
De repente, todo
estaba claro, la pregunta, la decepción.
-¿Para qué?
-Para dejar que la
lengua entrase.
-¿Y cuál es la
diferencia?
-No tiene
explicación. Se besa así.
Risitas escondidas,
aires de supuesta compasión, venganza conmemorada entre las chicas que jamás
habían tenido un pretendiente. María fingió que no le daba importancia,
también rió, aunque su alma llorase. Secretamente blasfemó contra el cine,
donde había aprendido a cerrar los ojos, a agarrar la cabeza del otro con la
mano, a mover la cara un poco hacia la izquierda, un poco hacia la derecha,
pero que no mostraba lo esencial, lo más importante. Elaboró una explicación
perfecta («no me quise entregar ya, porque no estaba convencida, pero ahora he
descubierto que tú eres el hombre de mi vida») y aguardó a la próxima oportunidad.
Pero no vio al
chico hasta tres días después, en una fiesta en el club de la ciudad, tomado de
la mano de una de sus amigas, la misma que le había preguntado sobre el beso.
María de nuevo fingió que no tenía importancia, aguantó hasta el final de la
noche charlando con sus compañeras sobre artistas y otros chicos de la ciudad,
fingiendo ignorar algunas miradas compasivas que de vez en cuando una de ellas
le lanzaba. Al llegar a casa, sin embargo, dejó que su universo se derrumbase,
lloró toda la noche, sufrió durante ocho meses seguidos, y concluyó que el amor
no estaba hecho para ella, ni ella para el amor. A partir de ahí, empezó a
considerar la posibilidad de hacerse monja y dedicar el resto de su vida a un
tipo de amor que no hiere ni deja marcas dolorosas en el corazón, el amor a
Jesús. En el colegio hablaban de misioneros que se iban a África, y ella
decidió que allí estaba la solución a su vida vacía de emociones. Hizo planes
para entrar en el convento, aprendió primeros auxilios (ya que, según algunos
profesores, moría mucha gente en África), se dedicó con más ahínco a las clases
de religión, y comenzó a imaginarse como santa de los tiempos modernos, salvando
vidas y conociendo la selva donde vivían tigres y leones.
Pero
aquel año, el de su decimoquinto aniversario, no sólo le había reservado el
descubrimiento de que el beso se da con la boca abierta, o que el amor es
sobre todo una fuente de sufrimiento. Descubrió una tercera cosa: la
masturbación. Fue casi por casualidad, jugando con su sexo mientras esperaba
que su madre volviese a casa. Acostumbraba a hacerlo cuando era niña, y le
gustaba mucho lo que sentía, hasta que un día el padre la vio y le dio una
paliza, sin explicarle el motivo. Jamás lo olvidó: aprendió que no debía
tocarse delante de los demás. Como no podía hacerlo en medio de la calle, y
como en su casa no tenía una habitación para ella sola, se olvidó de esa
sensación agradable.
Hasta
aquella tarde, casi seis meses después de aquel beso. Su madre tardaba, ella no
tenía nada que hacer, el padre acababa de salir con un amigo, y a falta de un
programa interesante en la tele, comenzó a examinar su cuerpo con la esperanza
de encontrar algún pelo no deseado, que en seguida sería arrancado con una
pinza. Para su sorpresa, notó una pequeña pepita en la parte superior de su
vagina; se puso a juguetear con ella y ya no pudo parar; la sensación era cada
vez más placentera, más intensa, y todo
su cuerpo, sobre todo la parte que estaba tocando, se estaba poniendo rígido. Poco a poco fue entrando en una especie de paraíso, la sensación fue aumentando de intensidad, notó que ya no veía ni oía bien, todo parecía haberse vuelto amarillo, hasta que gimió de placer y tuvo su primer orgasmo.
6
su cuerpo, sobre todo la parte que estaba tocando, se estaba poniendo rígido. Poco a poco fue entrando en una especie de paraíso, la sensación fue aumentando de intensidad, notó que ya no veía ni oía bien, todo parecía haberse vuelto amarillo, hasta que gimió de placer y tuvo su primer orgasmo.
¡Orgasmo!
¡Gozo!
Fue
como si hubiese subido hasta el cielo, y ahora bajase en paracaídas,
lentamente, a la tierra. Su cuerpo estaba bañado en sudor, pero ella se sentía
completa, realizada, llena de energía. Entonces, ¡el sexo era aquello! ¡Qué
maravilla! Nada de revistas pornográficas, en las que todo el mundo hablaba de
placer pero ponía cara de dolor. Nada de necesitar hombres, a los que les
gustaba el cuerpo pero despreciaban el corazón de una mujer. ¡Podía hacerlo
todo solita! Repitió una segunda vez, ahora imaginando que era un actor famoso
el que la tocaba, y de nuevo fue hasta el paraíso y bajó en paracaídas,
todavía más llena de energía. Cuando iba a comenzar por tercera vez, su madre
llegó.
María
fue a hablar con sus amigas sobre su nuevo descubrimiento, esta vez evitando
decir que había probado por primera vez hacía pocas horas. Todas, excepto dos,
sabían de qué se trataba, pero ninguna de ellas había osado tocar el tema. En
ese momento, María se sintió revolucionaria, líder del grupo, e inventando un
absurdo «juego de confesiones secretas», le pidió a cada una de ellas que
contase su manera preferida de masturbarse. Aprendió varias técnicas, como
hacerlo debajo de las mantas en pleno verano (porque, decía una de ellas, el
sudor ayudaba), usar una pluma de ganso para tocarse en ese sitio (ella no sabía
el nombre de ese sitio), dejar que un chico lo hiciese (a María eso le parecía
innecesario), usar la ducha del bidet (en su casa no tenían, pero en cuanto
visitase a una de sus amigas ricas, probaría).
En
cualquier caso, al descubrir la masturbación, y después de usar algunas de las
técnicas sugeridas por sus amigas, desistió para siempre de la vida religiosa.
Aquello le daba mucho placer, y por lo que insinuaban en la iglesia, el sexo
era el mayor de los pecados. Se enteró de algunas leyendas al respecto por sus
propias amigas: la masturbación llenaba la cara de espinillas, y podía conducir
a la locura o al embarazo. Aun así, corriendo todos esos riesgos, continuó
dándose placer al menos una vez a la semana, generalmente los miércoles,
cuando su padre salía a jugar a las cartas con los amigos.
Al
mismo tiempo, se sentía cada vez más insegura en su relación con los hombres,
y más ansiosa por marcharse del lugar en el que vivía. Se enamoró una tercera
vez, y una cuarta, ya sabía besar, tocaba y se dejaba tocar
cuando estaba a solas con sus novios, pero siempre sucedía algo, y la relación
terminaba justo en el momento en que por fin estaba convencida de haber hallado
a la persona adecuada para pasar con ella el resto de su vida. Después de
mucho tiempo, terminó concluyendo que los hombres sólo aportaban dolor,
frustración, sufrimiento, y con la sensación de que los días se arrastraban.
Una tarde, mientras observaba en el parque a una madre jugando con su hijo de
dos años, decidió que podía llegar a pensar en marido, hijos y en la casa con
vista al mar, pero que jamás volvería a enamorarse de nuevo, porque la pasión
lo estropeaba todo.
Y
así pasaron los años de la adolescencia de María. Se fue poniendo cada vez más
atractiva, con su aire misterioso y triste, y la pretendieron muchos hombres.
Salió con uno, con otro, soñó y sufrió, a pesar de la promesa que había hecho
de no volver a enamorarse. En una de esas citas perdió la virginidad en el
asiento trasero de un coche; ella y su novio se estaban tocando con más ardor
que de costumbre, el chico se entusiasmó, y ella, cansada de ser la última
virgen de su grupo de amigas, permitió que él la penetrase. Contrariamente a
la masturbación, que la llevaba al cielo, aquello sólo la dejó dolorida, con
un hilo de sangre que manchó la falda y que le costó limpiar. No tuvo la
sensación mágica del primer beso, las garzas volando, la puesta de sol, la
música... no, no quería acordarse más de aquello.
Hizo
el amor con el mismo chico algunas veces más, después de amenazarlo, diciendo
que su padre sería capaz de matarlo si descubría que habían violentado a su
hija. Lo convirtió en un instrumento de aprendizaje, intentando entender a
toda costa dónde estaba el placer del sexo con una pareja.
No
lo entendió; la masturbación daba mucho menos trabajo, y muchas más
recompensas. Pero todas las revistas, programas de televisión,
libros, amigas, todo, ABSOLUTAMENTE TODO, decía
que un hombre era importante. María empezó a creer que debía de tener algún
problema sexual inconfesable, se concentró aún más en los estudios y olvidó por
algún tiempo esa cosa maravillosa y asesina llamada Amor.
Del
diario de María, cuando tenía diecisiete años:
Mi objetivo es comprender el
amor. Sé que estaba viva cuando amé, y sé que todo lo que tengo ahora, por más
interesante que pueda parecer, no me entusiasma.
Pero el amor es terrible: he
visto a mis amigas sufrir, y no quiero que eso me suceda a mí. Ellas, que antes
se reían de mí y de mi inocencia, ahora me preguntan cómo consigo dominar a
los hombres tan bien. Sonrío y callo, porque sé que el remedio es peor que el
propio dolor: simplemente no me enamoro. Cada día que pasa veo con más claridad
qué frágiles son los hombres, inconstantes, inseguros, sorprendentes... algunos
padres de
estas amigas llegaron a hacerme proposiciones, yo las rechacé. Antes me sorprendía; ahora creo que forma parte de la naturaleza masculina.
7
estas amigas llegaron a hacerme proposiciones, yo las rechacé. Antes me sorprendía; ahora creo que forma parte de la naturaleza masculina.
Aunque mi objetivo sea
comprender el amor, y aunque sufra por culpa de los hombres a los que entregué
mi corazón, veo que aquellos que tocaron mi alma no consiguieron despertar mi
cuerpo, y quienes tocaron mi cuerpo no consiguieron llegar a mi alma.
§
Cumplió
diecinueve años, terminó la escuela secundaria, encontró un empleo en una
tienda de tejidos y su jefe se enamoró de ella; pero María a esas alturas ya
sabía cómo usar a un hombre sin ser usada por él. Jamás dejó que la tocase,
aunque siempre se mostraba insinuante, conocedora del poder de su belleza.
El
poder de la belleza: ¿y cómo sería el mundo para las feas? Tenía algunas amigas
en las que nadie se fijaba en las fiestas, nadie les decía: «¿Cómo estás?».
Por increíble que parezca, esas chicas valoraban mucho más el poco amor que
recibían, sufrían en silencio cuando eran rechazadas, e intentaban enfrentarse
al futuro buscando otras cosas además de arreglarse para alguien. Eran más
independientes, más dedicadas a sí mismas, aunque María imaginaba que el mundo
debía de parecerles insoportable.
Ella,
sin embargo, era consciente de su propia belleza. Aunque casi siempre olvidaba
los consejos de su madre, había por lo menos uno que no se iba de su cabeza:
«Hija mía, la belleza no dura». Por eso, continuó manteniendo una relación ni
cercana ni distante con su jefe, lo que se tradujo en un considerable aumento
de sueldo (no sabía hasta cuándo conseguiría mantenerlo con la simple
esperanza de llevársela un día a la cama, pero mientras tanto ganaba bastante),
además de la comisión por trabajar horas extras (al fin y al cabo, a él le
gustaba tenerla cerca, temiendo tal vez que, si salía por la noche, encontrara
un gran amor). Trabajó veinticuatro meses sin parar, pudo darles un mes de
sueldo a sus padres, y ¡finalmente lo consiguió! Ahorró dinero suficiente para
pasar una semana de vacaciones en la ciudad de sus sueños, el lugar de los
artistas, la postal de su país: ¡Río de Janeiro!
El
jefe se ofreció a acompañarla y a pagar todos sus gastos, pero María mintió,
diciéndole que la única condición que su madre le había impuesto era dormir en
casa de un primo suyo que practicaba jiu-jitsu, ya que iba a uno de los
lugares más peligrosos del mundo.
-Además
-continuó-, no puede usted dejar la tienda así, sin una persona de confianza a
cargo.
-No
me trates de usted -dijo él, y María notó en sus ojos aquello que ya conocía:
el fuego de la pasión. Eso la sorprendió, porque creía que aquel hombre sólo
estaba interesado en el sexo; sin embargo, su mirada decía exactamente lo
contrario: «Puedo darte una casa, una familia, y algún dinero para tus padres».
Pensando en el futuro, resolvió alimentar la hoguera.
Dijo
que iba a echar mucho de menos aquel empleo que tanto le gustaba, a la gente
con la que adoraba convivir (evitó mencionar a nadie en particular, dejando el
misterio en el aire: «la gente», ¿lo incluiría a él?), y prometió tener mucho
cuidado con su cartera y con su integridad. La verdad era otra: no quería que
nadie, absolutamente nadie, estropease aquella primera semana de libertad
total. Le gustaría hacer de todo, bañarse en el mar, hablar con extraños, ver
las vidrieras de las tiendas, y estar disponible para que un príncipe
encantado apareciese y la raptase para siempre.
-¿Qué
es una semana, al fin y al cabo? -dijo con una sonrisa seductora,
deseando estar equivocada-. Pasa de prisa, y pronto estaré de vuelta, atendiendo
mis responsabilidades.
El
jefe, desconsolado, resistió un poco pero acabó aceptando, pues para entonces
ya estaba haciendo planes secretos para pedirle matrimonio en cuanto volviese
y no quería precipitarse demasiado y estropearlo todo.
María
viajó cuarenta y ocho horas en autobús, se hospedó en un hotel de quinta
categoría de Copacabana (¡ah, Copacabana! Esa playa, ese cielo...), e incluso
antes de deshacer las maletas, cogió un biquini que se había comprado, se lo
puso, y aun con el cielo nublado, se fue a la playa. Miró el mar, sintió
pavor, pero al final entró en sus aguas, muriéndose de vergüenza.
Nadie
en la playa notó que aquella chica estaba teniendo su primer contacto con el
océano, la diosa Iémanja[2],
las corrientes marítimas, la espuma de las olas, y la costa de África con sus
leones, al otro lado del Atlántico. Cuando salió del agua, fue abordada por una
mujer que intentaba vender sandwiches naturales, por un guapo negro que le
preguntó si estaba libre para salir aquella noche, y por un hombre que no
hablaba ni una palabra de portugués, pero que hacía gestos y la invitaba a
tomar agua de coco con él.
María
compró el sándwich porque tuvo vergüenza de decir «no», pero evitó hablar con
los otros dos extraños. Y súbitamente se sintió triste, ahora que finalmente
tenía la posibilidad de hacer todo lo que quería, ¡.por qué reaccionaba de
manera tan absolutamente reprobable? A falta de una buena explicación,
se sentó a esperar a que el sol saliese de detrás de las nubes, todavía sorprendida por su propio coraje, y por la temperatura del agua, tan fría en pleno verano.
8
se sentó a esperar a que el sol saliese de detrás de las nubes, todavía sorprendida por su propio coraje, y por la temperatura del agua, tan fría en pleno verano.
El
hombre que no hablaba portugués, sin embargo, apareció a su lado con un coco y
se lo ofreció. Contenta de no verse obligada a hablar con él, María bebió el
agua de coco, sonrió y él le devolvió la sonrisa. Durante un rato permanecieron
en esa cómoda comunicación que no quiere decir nada, sonrisa por aquí, sonrisa
por allá, hasta que él sacó un pequeño diccionario de tapas rojas del bolsillo
y dijo, con un acento extraño: «bonita». Ella volvió a sonreír; claro que le
gustaría encontrar a su príncipe encantado, pero al menos debía hablar su
lengua y ser un poco más joven.
El
hombre insistió, hojeando el pequeño libro: -Cenar hoy?
Y
después comentó: -¡Suiza!
Y
completó la frase con palabras que suenan a paraíso en cualquier lengua en que
sean pronunciadas:
-¡Empleo!
¡Dólar!
María
no conocía el restaurante Suiza, pero ¡.acaso eran las cosas tan fáciles y los
sueños se realizaban tan de prisa? Mejor desconfiar: «Muy agradecida por la
invitación, estoy ocupada, y tampoco estoy interesada en comprar dólares».
El
hombre, que no entendió una sola palabra de su respuesta, empezaba a
desesperarse; después de muchas sonrisas por aquí, sonrisas por allá, la dejó
durante algunos minutos, y volvió después con un intérprete. A través de él le
explicó que era de Suiza (no era un restaurante, era el país), y que le
gustaría cenar con ella, pues tenía una oferta de empleo. El intérprete, que se
presentó como asesor del extranjero y agente de seguridad del hotel en el que
éste se hospedaba, añadió por su cuenta:
-Si
yo fuera tú, aceptaría. Este hombre es un importante empresario
artístico, y ha venido a descubrir nuevos talentos para trabajar en Europa. Si
quieres, puedo presentarte a otras personas que aceptaron la invitación, se
hicieron ricas, y hoy están casadas y con hijos que no tienen que sufrir
asaltos ni problemas de desempleo.
Y,
completó, intentando impresionarla con su cultura internacional:
-Además,
en Suiza hacen excelentes chocolates y relojes. La única experiencia artística
de María se reducía a haber interpretado a una vendedora de agua, que entraba
muda y salía callada, en la obra sobre la Pasión de Cristo que el ayuntamiento
representaba durante Semana Santa. No había conseguido dormir bien en el
autobús, pero estaba entusiasmada con el mar, cansada de comer sandwiches
naturales y antinaturales, y confusa porque no conocía a nadie y necesitaba
hacer un amigo en seguida. Ya había pasado por este tipo de situaciones antes,
cuando un hombre lo promete todo y no cumple nada, de modo que esa historia de
ser actriz no era más que una manera de intentar interesarla en algo que
fingía no querer.
Pero,
segura de que la Virgen le había dado aquella oportunidad, convencida de que
tenía que aprovechar cada segundo de su semana de vacaciones, y conocer un buen
restaurante significaba tener algo muy importante que contar cuando volviese a
su tierra, resolvió aceptar la invitación, siempre que el intérprete la acompañase,
pues ya se estaba cansando de sonreír y de fingir que entendía lo que el
extranjero decía.
El
único problema era, sin embargo, su mayor problema: no tenía ropa adecuada. Una
mujer jamás confiesa estas intimidades (es más fácil aceptar que su marido la
ha traicionado que confesar el estado de su armario), pero como no conocía a
aquellos hombres, y tal vez jamás volviese a verlos de nuevo, resolvió que no
tenía nada que perder.
-Acabo
de llegar del nordeste, no tengo ropa para ir a un restaurante.
El
hombre, a través del intérprete, le dijo que no se preocupase, y le pidió la
dirección de su hotel. Aquella tarde, María recibió un vestido como jamás había
visto en toda su vida, acompañado de un par de zapatos que debían de haber
costado tanto como lo que ella ganaba durante un año.
Sintió
que allí comenzaba el camino que tanto había ansiado durante su infancia y su
adolescencia en la selva brasileña, conviviendo con la sequía, los chicos sin
futuro, la ciudad honesta pero pobre, la vida repetitiva y sin interés: ¡estaba
a punto de transformarse en la princesa del universo! ¡Un hombre le había
ofrecido trabajo, dólares, un par de zapatos carísimos y un vestido de cuento
de hadas! Le faltaba el maquillaje, pero la recepcionista de su hotel,
solidaria, la ayudó, no sin antes prevenirla de que ni todos los extranjeros
son buenos, ni todos los cariocas son delincuentes.
María
ignoró la advertencia, se vistió con aquel regalo del cielo, se pasó horas
delante del espejo, arrepentida de no haber llevado consigo una simple cámara
de fotos para registrar el momento, hasta que finalmente se dio cuenta de que
ya llegaba con retraso a su cita. Salió corriendo, cual Cenicienta, y fue hasta
el hotel donde estaba el suizo.
Para
su sorpresa, el intérprete dijo que no iba a acompañarlos y se fue:
-No
te preocupes por el idioma, lo importante es que él se sienta bien a tu lado.
-Pero
cómo, si no va a entender nada de lo que digo. -Justamente por eso. No tienen
que hablar, es una cuestión de energía.
María
no sabía qué significaba eso de «una cuestión de energía». En su tierra, la
gente necesitaba intercambiar palabras, frases, preguntas, respuestas, siempre
que se veían. Pero Maílson, que así se
llamaba el intérprete/agente de seguridad, le garantizó que en Río de Janeiro, y en el resto del mundo, las cosas eran diferentes.
9
llamaba el intérprete/agente de seguridad, le garantizó que en Río de Janeiro, y en el resto del mundo, las cosas eran diferentes.
-No
tiene que entender, simplemente haz que se sienta bien. Es viudo, sin hijos,
dueño de una discoteca, y está buscando brasileñas que quieran presentarse en
el extranjero. Yo le dije que tú no dabas la talla, pero él insistió, diciendo
que se había enamorado en cuanto te vio salir del agua. También dijo que tu
biquini era bonito.
Hizo
una pausa.
-Sinceramente,
si quieres encontrar un novio aquí, tendrás que cambiar de modelo de biquini;
aparte de este suizo, creo que a nadie más en el mundo le va a gustar; es muy
anticuado.
María
fingió que no lo escuchaba. Maílson continuó.
-Creo
que no desea una simple aventura contigo; cree que tienes talento suficiente
como para convertirte en la principal atracción de su discoteca. Claro que no
te ha visto cantar, ni bailar, pero eso se puede aprender, mientras que la
belleza es algo con lo que se nace. Los europeos son así: llegan aquí, creen
que todas las brasileñas son sensuales y que saben bailar samba. Si es serio
en sus intenciones, te aconsejo que le pidas un contrato firmado, con firma
reconocida en el consulado suizo, antes de salir del país. Mañana estaré en la
playa, frente al hotel, búscame si tienes alguna duda.
El
suizo, sonriendo, la tomó del brazo y le mostró el taxi que los esperaba.
-Sin
embargo, si su intención es otra, y la tuya también, el precio normal de una
noche es de trescientos dólares. No lo dejes en menos.
Antes
de que pudiese responder, ya estaba camino del restaurante con el suizo, que ensayaba
las palabras que deseaba decir. La conversación fue muy simple:
-¿Trabajar?
¿Dólar? ¿Estrella brasileña?
María,
sin embargo, todavía pensaba en el comentario del agente de seguridad
/intérprete: ¡trescientos dólares por una noche! ¡Qué fortuna! No tenía que
sufrir por amor, podía seducirlo como había hecho con el dueño de la tienda de
tejidos, casarse, tener hijos, y dar una vida cómoda a sus padres. ¿Qué tenía
que perder? Él era viejo, tal vez no tardase mucho en morir, y ella sería
rica; a fin de cuentas, parecía que los suizos tenían mucho dinero y pocas
mujeres en su tierra.
Cenaron
sin hablar demasiado; sonrisa por aquí, sonrisa por allá, María fue entendiendo
poco a poco qué era «energía». Él le enseñó un álbum con varias cosas escritas
en una lengua que no conocía; fotos de mujeres en biquini (sin duda, mejores y
más atrevidos que el que ella se había puesto por la tarde), recortes de periódicos,
folletos chillones en los que lo único que entendía era la palabra «Brazil»,
mal escrita (¿acaso no le habían enseñado en el colegio que se escribía con
«s»?). Bebió mucho, por miedo a que el suizo le hiciese una proposición
(después de todo, aunque jamás lo hubiese hecho en su vida, nadie puede
despreciar trescientos dólares, y con un poco de alcohol las cosas son mucho
más simples, sobre todo si no hay nadie de tu ciudad cerca). Pero él se
comportó como un caballero, incluso apartó la silla cuando ella se sentó y se
levantó. Al final, dijo que estaba cansada, y concertó una cita en la playa para
el día siguiente (señalar el reloj, enseñar la hora, hacer con la mano el
movimiento de las olas del mar, decir, «ma-ña-na» muy despacio).
Él
pareció satisfecho, miró también su reloj (posiblemente suizo), y estuvo de
acuerdo con la hora.
No
durmió bien. Soñó que todo era un sueño. Despertó y vio que no lo era: había un
vestido en la silla de la modesta habitación, un hermoso par de zapatos y una
cita en la playa.
Del
diario de María, el día en que conoció al suizo:
Todo me dice que estoy a punto de tomar una decisión
equivocada, pero los errores son una manera de reaccionar. ¿Qué es lo que el
mundo quiere de mí? ¿Que no corra riesgos? ¿Que vuelva al lugar del que vengo,
sin valor para decirle «sí» a la vida?
Ya reaccioné equivocadamente cuando tenía once años
y un niño me pidió un lápiz prestado; desde entonces, entendí que a veces no
hay una segunda oportunidad, que es mejor aceptar los regalos que el mundo nos
ofrece. Claro que es arriesgado, pero ¿será el riesgo mayor que un accidente
del autobús que tardó cuarenta y ocho horas en traerme hasta aquí? Si tengo
que ser fiel a alguien o a algo, en primer lugar tengo que ser fiel a mí misma.
Si busco el amor verdadero, antes tengo que cansarme de los amores mediocres
que encuentre. La poca experiencia de vida que tengo me ha enseñado que nadie
es dueño de nada, todo es una ilusión, y eso incluye tanto los bienes
materiales como los bienes espirituales. Aquel que ya perdió algo que daba por
hecho (algo que ya me ocurrió tantas veces) al final aprende que nada le
pertenece.
Y si nada me pertenece, tampoco tengo que perder mi
tiempo cuidando cosas que no son mías; mejor vivir como si hoy fuese el primer
(o el último) día de mi vida.
10
§
Al
día siguiente, junto con Maílson, el intérprete/agente de seguridad, que ahora
decía ser su representante, dijo que aceptaba la invitación, siempre que
tuviese un documento expedido por el consulado suizo. El extranjero, que
parecía acostumbrado a ese tipo de exigencias, afirmó que no sólo era un deseo
de ella, sino también suyo, ya que para trabajar en su tierra era necesario tener
un papel que probase que nadie allí podría hacer aquello para lo que ella se
estaba ofreciendo, y no sería difícil conseguirlo, pues las suizas no tenían
grandes aptitudes para la samba. Fueron juntos hasta el centro de la ciudad, el
agente de seguridad/intérprete/representante exigió un adelanto en dinero
efectivo en cuanto firmaron el contrato, y se quedó con un treinta por ciento
de los quinientos dólares recibidos.
-Esto
es una semana de adelanto. Una semana, ¿entiendes? ¡Ganarás quinientos dólares
por semana, y sin comisión, porque sólo me quedo con una parte del primer pago!
Hasta
aquel momento, los viajes, la idea de marcharse lejos, todo parecía un sueño,
y soñar es muy cómodo, siempre que no nos veamos obligados a hacer aquello que
planeamos. Así, no corremos riesgos, ni sufrimos frustraciones, momentos
difíciles, y cuando seamos viejos, siempre podremos culpar a los demás, a
nuestros padres preferentemente, o a nuestros maridos, o a nuestros hijos, por no haber realizado aquello que deseábamos.
¡De
repente, allí estaba la oportunidad que tanto esperaba, pero que deseaba que
no llegase nunca! ¿Cómo enfrentarse a los desafíos y a los peligros de una
vida que ella no conocía? ¿Cómo abandonar todo aquello a lo que estaba
acostumbrada? ¿Por qué la Virgen había decidido ir tan lejos?
María
se consoló con el hecho de que podía cambiar de idea en cualquier momento,
aquello no era más que un juego irresponsable, algo diferente que contar
cuando volviese a su tierra. A fin de cuentas, vivía a más de mil kilómetros de
allí, ahora tenía trescientos cincuenta dólares en su cartera, y si mañana
decidía hacer las maletas y huir, ellos jamás conseguirían saber dónde se había
escondido.
La
tarde en la que fueron al consulado, María decidió pasear sola por la orilla
del mar, mirando a los niños, a los jugadores de vóleibol, a los mendigos, a
los borrachos, a los vendedores de artesanía típica brasileña (fabricada en
China), a los que corrían y hacían ejercicio para ahuyentar la vejez, a los
turistas extranjeros, a las madres con sus hijos, a los jubilados que jugaban a
las cartas al final de la playa. Había ido a Río de Janeiro, había conocido
un restaurante de primerísima clase, un consulado, a un extranjero, había
tenido un representante, le habían regalado un vestido y un par de zapatos que
nadie, absolutamente nadie en su tierra podría comprar.
¿Y
ahora?
Miró
hacia el otro lado del mar: su libro de geografía afirmaba que, si seguía en
línea recta, llegaría a África, con sus leones y sus selvas llenas de gorilas.
Sin embargo, si andaba un poco hacia el norte, acabaría con sus pies en el
reino encantado de Europa, donde estaba la torre Eiffel, la Disneylandia
europea y la torre inclinada de Pisa. ¿Qué tenía que perder? Como cualquier
brasileña, había aprendido a bailar samba incluso antes de decir «mamá»;
podía volver si no le gustaba, y había aprendido que las oportunidades están
hechas para aprovecharlas.
Había
pasado gran parte de su tiempo diciendo «no» a cosas a las que le habría
gustado decir «sí», decidida a vivir sólo las experiencias que podía
controlar, como ciertas aventuras con hombres, por ejemplo. Ahora estaba ante
lo desconocido, tan desconocido como ese mar lo había sido un día para los
navegantes que lo cruzaban, así se lo habían enseñado en la clase de historia.
Podría decir siempre «no», pero ¿se pasaría el resto de su vida lamentándose,
como todavía hacía con la imagen del niño que una vez le había pedido un lápiz,
y había desaparecido con su primer amor? Siempre podría decir «no», pero ¿por
qué no ensayar un «sí» esta vez?
Por
una razón muy simple: era una chica de pueblo, sin ninguna experiencia en la
vida aparte de un buen colegio, una gran cultura de las telenovelas y la
certeza de que era bella. Eso no bastaba para enfrentarse al mundo.
Vio
a un grupo de personas riendo y mirando al mar, con miedo de acercarse. Dos
días antes ella había sentido lo mismo, pero ahora no tenía miedo, entraba en
el agua siempre que lo deseaba, como si hubiese nacido allí. ¿No podía
ocurrirle lo mismo en Europa?
Rezó
una oración en silencio, pidió de nuevo consejo a la Virgen María y, segundos
después, parecía de acuerdo con la decisión de seguir adelante, porque se
sentía protegida. Siempre podría volver, pero no siempre tendría la
oportunidad de ir tan lejos. Valía la pena correr el riesgo, siempre que el
sueño resistiese las cuarenta y ocho horas de vuelta en autobús sin aire
acondicionado, y siempre que el suizo no cambiase de idea.
Estaba
tan animada que, cuando él la invitó a cenar de nuevo, quiso ensayar un aire
sensual, y tomó su mano, pero él la retiró en seguida; María entendió, con
cierto miedo, y con un cierto alivio, que realmente hablaba en serio.
-¡Estrella
samba! -decía-. ¡Linda estrella samba brasileño! ¡Viaje próxima semana!
Todo
era una maravilla, pero «viaje próxima semana» estaba absolutamente fuera de
toda previsión. María le explicó que no podía tomar una decisión sin consultar
a su familia. El suizo, furioso, le mostró una copia del documento firmado, y
por primera vez sintió miedo.
-¡Contrato!
-decía él.
11
Incluso
decidida a viajar, resolvió consultarlo con Maílson, su representante; después
de todo, le pagaba para que la asesorase. Maílson, sin embargo, ahora parecía
estar más preocupado por seducir a una turista alemana que acababa de llegar al
hotel, y que hacía topless en la arena (sin darse cuenta de que era la única
persona con los pechos al aire, y sin notar que todos los demás miraban con
cierto desagrado), segura de que Brasil es el lugar más liberal del mundo. Fue
difícil conseguir que prestase atención a lo que estaba diciendo.
-¿Y
si cambio de idea?-insistía María.
-No
sé qué pone en el contrato, pero tal vez él te denuncie. -¡No me encontrará
nunca!
-Tienes
razón. Así que no te preocupes.
El
suizo, sin embargo, que ya se había gastado quinientos dólares, había comprado
un par de zapatos, un vestido, había pagado dos cenas y los gastos notariales
del consulado, empezaba a preocuparse, de modo que, como María insistía en la
necesidad de hablar con su familia, resolvió comprar dos pasajes de avión y acompañarla
hasta el lugar en el que había nacido, siempre que todo se resolviese en
cuarenta y ocho horas, y pudiesen viajar la semana próxima, conforme lo
acordado. Con sonrisas por aquí, sonrisas por allá, ella empezaba a entender
que eso constaba en el documento, y que no se debe jugar mucho con la
seducción, ni con los sentimientos... ni con los contratos.
Fue
una sorpresa, y un orgullo para la pequeña ciudad, ver a su bella hija María
llegar acompañada de un extranjero que quería invitarla a ser una gran
estrella en Europa. Se enteró todo el vecindario, y sus amigas del colegio
preguntaban: «¿Pero cómo fue?». «Tengo suerte. »
Ellas
querían saber si eso siempre sucedía en Río de Janeiro, porque habían visto
telenovelas con episodios semejantes. María no dijo ni sí ni no, para
engrandecer su experiencia y convencer a sus amigas de que ella era una persona
especial.
Fueron
hasta su casa, él mostró de nuevo los folletos, el Brazil (con «z»), el
contrato, mientras María explicaba que ahora tenía un representante, y
pretendía seguir una carrera artística. La madre, viendo el tamaño del biquini
de las chicas en las fotos que el extranjero le enseñaba, se las devolvió
inmediatamente y no quiso hacer preguntas, todo lo que le importaba era que su
hija fuese feliz y rica, o infeliz, pero rica.
-¿Cuál
es su nombre? -Roger.
-¡Rogelio!
¡Yo tenía un primo que se llamaba así!
El
hombre sonrió, aplaudió, y todos se dieron cuenta de que no había entendido
nada. El padre comentó con María:
-Pero
si tiene mi edad.
La
madre le pidió que no interfiriese en la felicidad de su hija. Como todas las
costureras hablan mucho con sus clientas y acaban teniendo una gran
experiencia en materia de matrimonio y amor, ella le aconsejó:
-Querida,
es mejor ser infeliz con un hombre rico que ser feliz con un hombre pobre, y
allí tienes muchas más posibilidades de ser una rica infeliz. Además, si no
sale bien, tomas un autobús y vuelves para casa.
María,
una chica de pueblo pero con más inteligencia que la que su madre o su futuro
marido imaginaban, insistió simplemente para provocar:
-Mamá,
no hay autobús de Europa a Brasil. Además, quiero seguir una carrera artística,
no busco marido.
La
madre miró a su hija con un aire casi desesperado:
-Si
llegas hasta allí, también podrás volver. Las carreras artísticas son muy
buenas para las chicas jóvenes, pero sólo duran mientras seas bella, y eso se
acaba más o menos a los treinta años. Así que aprovecha, encuentra a alguien
que sea honesto, apasionado y, por favor, cásate. No tienes que pensar mucho
en el amor, al principio yo tampoco amaba a tu padre, pero el dinero lo compra
todo, hasta el amor verdadero. ¡Y mira que tu padre ni siquiera es rico!
Era
un pésimo consejo de amiga, pero un excelente consejo de madre. Cuarenta y ocho
horas después, María estaba de vuelta en Río, no sin antes haber pasado, ella
sola, por su antiguo empleo a presentar su dimisión, y a escuchar del dueño de
la tienda de tejidos: -Me he enterado de que un gran empresario francés ha decidido
llevarte a París. No puedo impedir que persigas tu felicidad, pero quiero que,
antes de irte, sepas una cosa.
Sacó
del bolsillo una cadena con una medalla.
-Se
trata de la medalla milagrosa de Nuestra Señora de las Gracias. Su iglesia está
en París, de modo que vete hasta allí y pídele protección. Mira lo que tiene
escrito.
María
vio que, alrededor de la Virgen, había algunas palabras:
«Oh,
María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos. Amén».
-No
dejes de decir esta frase al menos una vez al día. Y... Él dudó, pero ahora era
tarde.
-...
si algún día vuelves, que sepas que te estaré esperando. Dejé pasar la
oportunidad de decirte algo tan simple: «Te amo». Tal vez sea tarde, pero me
gustaría que lo supieses.
«Dejar
pasar una oportunidad», ella había aprendido muy pronto lo que eso significaba.
«Te amo», sin embargo, era una frase que había oído muchas veces a lo largo de
sus veintidós años, y parecía que ya no tenía ningún sentido, porque nunca
había resultado ser nada serio, profundo, que se tradujese en
una relación duradera. María agradeció las palabras, las anotó en su subconsciente (nunca se sabe lo que la vida nos depara, y siempre está bien saber dónde se encuentra la salida de emergencia), le dio un beso en la mejilla, y partió sin mirar atrás.
12
una relación duradera. María agradeció las palabras, las anotó en su subconsciente (nunca se sabe lo que la vida nos depara, y siempre está bien saber dónde se encuentra la salida de emergencia), le dio un beso en la mejilla, y partió sin mirar atrás.
Volvieron
a Río, en sólo un día ella consiguió el pasaporte (Brasil realmente ha
cambiado, había comentado Roger con algunas palabras de portugués y muchas
señas, que María tradujo como «antiguamente tardaban mucho»). Poco a poco, con
la ayuda de Maílson, el agente de seguridad/intérprete/representante, hicieron
el resto de los preparativos (ropa, zapatos, maquillaje, todo lo que una mujer
como ella podía soñar). Roger la vio bailar en una discoteca que visitaron la
víspera del viaje a Europa y quedó entusiasmado con su elección; realmente estaba
ante una gran estrella para el cabaret Cologny, la hermosa morena de ojos
claros y cabellos negros como el ala del coco negro (un pájaro brasileño con
el que los escritores suelen comparar los cabellos de ese color). El permiso
de trabajo del consulado suizo estaba listo, hicieron las maletas, y al día
siguiente viajaban hacia la tierra del chocolate, el queso y los relojes, mientras
María planeaba en secreto hacer que aquel hombre se enamorase de ella; al fin
y al cabo, no era ni viejo, ni feo, ni pobre. ¿Qué más se podía desear?
§
Llegó
exhausta y, todavía en el aeropuerto, su corazón se encogió de miedo:
descubrió que era totalmente dependiente de aquel hombre, que no conocía el
país, ni la lengua, ni el frío. El comportamiento de Roger iba cambiando a
medida que pasaban las horas; ya no intentaba ser agradable, y aunque jamás
intentase besarla ni tocar sus pechos, su mirada se había vuelto lo más
distante posible. La instaló en un pequeño hotel y se la presentó a otra
brasileña, una mujer joven y triste llamada Vivian, que se encargaría de
prepararla para el trabajo.
Vivian
la miró de arriba abajo, sin la menor ceremonia ni el menor cariño por quien
tiene su primera experiencia en el extranjero. Y en vez de preguntarle cómo
estaba, fue directa al grano:
-No
te hagas ilusiones. Él va a Brasil siempre que una de sus bailarinas se casa, y
por lo visto eso sucede con mucha frecuencia. Él sabe lo que quiere, y creo
que tú también lo sabes: debes de haber venido en busca de una de las tres
cosas: aventura, dinero o marido.
¿Cómo
podía saberlo? ¿Acaso todo el mundo buscaba lo mismo? ¿O acaso Vivian podía
leer los pensamientos ajenos? -Todas las chicas aquí buscan una de esas tres
cosas -continuó Vivian, y María se convenció de que estaba leyendo su pensamiento-.
En cuanto a la aventura, hace mucho frío para hacer nada, además, el dinero no
sobra para viajes. En cuanto al dinero, tendrás que trabajar casi un año para
pagar tu pasaje de vuelta, aparte de los descuentos del hospedaje y la comida.
-Pero...
-Ya
sé: eso no fue lo acordado. La verdad es que fuiste tú la que olvidó preguntar,
como todo el mundo. Si hubieses tenido más cuidado, si hubieras leído el
contrato que firmaste, sabrías exactamente dónde te has metido, porque los
suizos no mienten, aunque se sirven del silencio para beneficiarse.
El
suelo escapaba bajo los pies de María.
-Finalmente,
en cuanto al marido, cada chica que se casa significa un gran perjuicio
económico para Roger, de modo que nos está prohibido hablar con los clientes.
En este sentido, si quieres algo, tendrás que correr grandes riesgos. Esto no
es un lugar donde la gente se conoce, como en la rue de Berne.
¿Rue
de Berne?
-Los
hombres vienen aquí con sus mujeres, y los pocos turistas, en cuanto se dan
cuenta del ambiente familiar, van en busca de mujeres a otros lugares. Debes
bailar; si sabes, también cantar, tu salario aumentará, y la envidia de las
demás también. De modo que, aunque seas la mejor voz del Brasil, sugiero que
lo olvides y que no intentes cantar.
»Sobre
todo, no uses el teléfono. Gastarás todo lo que aún no has ganado, que será muy
poco.
-¡Pero
él me prometió quinientos dólares a la semana! -Tú verás.
Del diario de
María, en su segunda semana en Suiza:
Fui hasta la discoteca, me
encontré con un «director de bailes» de un país llamado Marruecos, y tuve que
aprender cada paso de aquello que él, que jamás había pisado Brasil, creía que
era «samba». No he tenido tiempo todavía de descansar del largo viaje de
avión, todo ha sido sonreír y bailar, ya desde la primera noche. Somos seis
chicas, ninguna de ellas es feliz, y ninguna sabe qué hace aquí. Los clientes
beben y aplauden, lanzan besos y hacen gestos obscenos a escondidas, pero no
pasan de ahí.
Nos pagaron el sueldo ayer, sólo
una décima parte de lo que habíamos acordado, el resto, según el contrato, se
usará para pagar mi viaje y mi estancia. Según los cálculos de Vivian, eso debe
de tardar un año, o sea que durante ese período no tengo adónde huir. ¿Acaso
vale la pena huir? Acabo de llegar, aún no conozco nada. ¿Cuál es el problema
de bailar siete noches a la semana? Antes lo hacía por placer, ahora lo hago
por dinero y por fama, mis piernas no se quejan, lo único difícil es mantener
la sonrisa en los labios. Puedo
escoger entre ser unta víctima del mundo o una aventurera en busca de su tesoro. Todo es cuestión de cómo ver la vida.
13
escoger entre ser unta víctima del mundo o una aventurera en busca de su tesoro. Todo es cuestión de cómo ver la vida.
María finalmente
escogió ser una aventurera en busca del tesoro; dejó de lado sus sentimientos,
dejó de llorar todas las noches, se olvidó de quién era; descubrió que tenía
fuerza de voluntad suficiente para fingir que acababa de nacer y que, por
tanto, no necesitaba sentir nostalgia por nadie. Los sentimientos podían
esperar; ahora había que ganar dinero, conocer el país y volver victoriosa a su
tierra.
Por lo demás, todo
a su alrededor parecía Brasil en general, y su ciudad en particular: las
mujeres hablaban portugués, se quejaban de los hombres, hablaban alto,
protestaban por los horarios, llegaban con retraso a la discoteca, desafiaban
al jefe, se creían las más bellas del mundo y contaban historias de sus príncipes
encantados, que generalmente estaban muy lejos, o estaban casados, o no tenían
dinero y vivían del trabajo de ellas. El ambiente, al contrario de lo que
había imaginado al ver los folletos de propaganda que Roger llevaba consigo,
era exactamente como Vivian lo había descrito: familiar. Las chicas no podían
aceptar invitaciones ni salir con los clientes, porque estaban registradas
como «bailarinas de samba» en sus respectivos permisos de trabajo. Si se las
pillaba recibiendo un papel con un teléfono, se quedaban quince días sin trabajar. María, que esperaba algo más movido y
emocionante, fue dejándose dominar poco a poco por la tristeza y por el tedio.
Los
primeros quince días, salió poco de la pensión en la que vivía, principalmente
cuando descubrió que nadie hablaba su lengua, aunque ella pronunciase DES-PA-CIO cada frase. También la sorprendió saber que, al
contrario de lo que sucedía en su país, la ciudad en la que estaba ahora tenía
dos nombres diferentes: Genéve para los que vivían allí, y Ginebra para las
brasileñas.
Finalmente,
durante las largas horas de tedio en su pequeño cuarto sin televisión, María
concluyó:
a) Nunca
llegaría a encontrar lo que estaba buscando, si no sabía decir lo que pensaba.
Para eso necesitaba aprender la lengua local.
b) Como
todas sus compañeras también estaban buscando lo mismo, ella necesitaba ser
diferente. Para eso aún no tenía una solución ni un método.
Del
diario de María, cuatro semanas después de desembarcar en Genéve/Ginebra:
Hace una eternidad que estoy
aquí, no hablo la lengua, me paso el día escuchando música en la radio, mirando
el cuarto, pensando en Brasil, deseando que llegue la hora de trabajar, y
cuando estoy trabajando, deseando que llegue la hora de volver a la pensión. O
sea, vivo el futuro en vez del presente.
Un día, en un futuro lejano,
tendré mi pasaje, podré volver a Brasil, casarme con el dueño de la tienda de
tejidos y escuchar los comentarios maliciosos de mis amigas que nunca se han
arriesgado y por eso lo único que ven es la derrota de los demás. No, no puedo
volver así, prefiero tirarme del avión cuando esté cruzando el océano.
Como las ventanas del avión no
se abren (por cierto, nunca lo habría imaginado; ¡qué pena no poder sentir el
aire puro!), me muero aquí mismo. Pero antes de morir, quiero luchar por la
vida. Si consigo andar sola, llegaré hasta donde quiera.
§
Al
día siguiente se matriculó inmediatamente en un curso matutino de francés,
donde conoció a gente de todos los credos, creencias y edades, hombres con
ropas de colores y muchas pulseras de oro en los brazos, mujeres con la cabeza
siempre cubierta por un pañuelo, niños que aprendían más de prisa que los adultos,
cuando justamente debía ser al contrario, ya que los adultos tienen más
experiencia. Se sentía orgullosa al saber que todos conocían su país, el
carnaval, la samba, el fútbol, y a la persona más famosa del mundo, llamada
Pele. Al principio quiso ser simpática y corregir la pronunciación (¡es Pelé!
¡Pelééé!), pero después de algún tiempo desistió, ya que también la llamaban
Mariá, esa manía que tienen los extranjeros de cambiar todos los nombres y encima
creen que siempre tienen razón.
Durante
la tarde, para practicar el idioma, ensayó sus primeros pasos por aquella
ciudad de dos nombres, descubrió un chocolate delicioso, un queso que jamás había
comido, una gigantesca fuente en medio del lago, la nieve que los pies de
ninguno de los habitantes de su ciudad habían tocado, las cigüeñas, los restaurantes
con chimenea (jamás había entrado en ninguno, pero veía el fuego en su
interior, y aquello le daba una agradable sensación de bienestar). También se
sorprendió al descubrir que no en todos los letreros había publicidad de
relojes, también la había de bancos, aunque no conseguía entender por qué había
tantos bancos para tan pocos habitantes cuando raramente había alguien dentro
de las sucursales, pero resolvió no preguntar nada.
Después
de tres meses de autocontrol en su trabajo, su sangre brasileña, sensual y
sexual como todo el mundo pensaba, habló más alto; se enamoró de un árabe que
estudiaba francés en su mismo curso.
La historia duró tres semanas hasta que, una noche, María decidió dejarlo todo de lado e irse a visitar una montaña cerca de Genéve. Cuando llegó al trabajo la tarde siguiente, Roger le pidió que fuese a su despacho.
14
La historia duró tres semanas hasta que, una noche, María decidió dejarlo todo de lado e irse a visitar una montaña cerca de Genéve. Cuando llegó al trabajo la tarde siguiente, Roger le pidió que fuese a su despacho.
En
cuanto abrió la puerta, fue sumariamente despedida, por dar mal ejemplo a las
otras chicas que allí trabajaban. Roger, histérico, dijo que una vez más
estaba decepcionado, que las mujeres brasileñas no eran de confianza (ah, Dios
mío, esa manía de generalizarlo todo). De nada sirvió afirmar que todo se había
debido a una fiebre muy alta por culpa de la diferencia del clima, él no se
convenció, y encima se quejó porque tenía que volver de nuevo a Brasil para
conseguir una sustituta, y que mejor habría sido hacer un espectáculo con
música y bailarinas yugoslavas, que eran mucho más bonitas y más responsables.
María,
aunque todavía joven, no tenía nada de boba, principalmente después de que su
amante árabe le dijo que en Suiza el estatuto de los trabajadores es muy
severo, y que podía alegar que estaba realizando un trabajo esclavo, ya que la
discoteca se quedaba con gran parte de su salario.
Volvió
al despacho de Roger, esta vez hablando un francés razonable, que incluía en
su vocabulario la palabra «abogado». Salió de allí con algunos insultos, y
cinco mil dólares de indemnización, un dinero con el que jamás había soñado, y
todo gracias a aquella palabra mágica, «abogado». Ahora podía salir libremente con
el árabe, comprar algunos regalos, sacar unas fotos en la nieve, y volver a
casa con la victoria tan soñada.
Lo
primero que hizo fue telefonear a una vecina de su madre y decir que era feliz,
que tenía una prometedora carrera por delante, que nadie en casa debía
preocuparse. Después, como tenía un plazo para dejar el cuarto de la pensión
que Roger le había alquilado, no le quedaba otra alternativa que ir a ver al
árabe, jurarle amor eterno, convertirse a su religión, casarse con él, incluso
aunque la obligasen a usar uno de aquellos pañuelos extraños en la cabeza; al
fin y al cabo, todos allí sabían que los árabes eran muy ricos y eso era
suficiente.
Pero
el árabe, a esas alturas, ya estaba lejos, posiblemente en Arabia, un país que
María no conocía; en el fondo, ella dio gracias a la Virgen María por no verse
obligada a traicionar su religión. Ahora que ya hablaba suficiente francés,
que tenía dinero para el pasaje de vuelta, permiso de trabajo que la
clasificaba como «bailarina de samba», un visado que aún tenía validez, y sabiendo
que en último caso podía casarse con un comerciante de tejidos, María resolvió
hacer lo que sabía que era capaz: ganar dinero con su belleza.
Cuando
estaba todavía en Brasil, había leído un libro sobre un pastor que, en busca de
su tesoro, encuentra varias dificultades, y esas dificultades lo ayudan a
conseguir lo que desea; ése era exactamente su caso. Ahora era plenamente
consciente de que había sido despedida para encontrarse con su verdadero
destino: modelo y maniquí.
Alquiló
un pequeño cuarto (que no tenía televisión, ya que era preciso ahorrar al
máximo, hasta que realmente consiguiese ganar mucho dinero), y al día
siguiente comenzó a visitar agencias. En todas había que dejar fotos
profesionales, pero al fin y al cabo era una inversión en su carrera, todo
sueño cuesta caro. Gastó una considerable parte del dinero en un excelente
fotógrafo, que hablaba poco y exigía mucho: tenía un gigantesco guardarropa en
su estudio, y ella posó con varios vestidos sobrios, extravagantes, e incluso
con un biquini del que su único conocido en Río de Janeiro, el agente de
seguridad/intérprete y ex representante Maílson, se moriría de envidia. Pidió
una serie de copias extra, escribió una carta contando que era feliz en Suiza y
la envió a su familia. Creerían que era rica, que tenía un guardarropa
envidiable, y que se había convertido en la hija más ilustre de su pequeña
ciudad. Si todo salía bien como pensaba (y ya había leído muchos libros de
«pensamiento positivo» que no dejaban la menor duda de su victoria), sería
recibida con una banda de música a su vuelta, y hallaría el modo de convencer
al alcalde para que inaugurase una plaza con su nombre.
Compró
un teléfono móvil, de los de tarjeta (ya que no tenía domicilio fijo), y los
días siguientes esperó las ofertas de trabajo. Comía en restaurantes chinos
(los más baratos) y, para pasar el tiempo, estudiaba como una loca.
Pero
el tiempo tardaba en pasar, y el teléfono no sonaba. Para su sorpresa, nadie
se metía con ella cuando paseaba por la orilla del lago, salvo algunos traficantes
de droga que se ponían siempre en el mismo lugar, debajo de uno de los puentes
que unían el bello jardín con la parte más nueva de la ciudad. Empezó a dudar
de su belleza, hasta que una de las ex compañeras de trabajo, con quien se
encontró por casualidad en un café, le dijo que no era culpa suya, sino de los
suizos, a los que no les gusta molestar a nadie, y de los extranjeros, que
tienen miedo de ser encarcelados por «acoso sexual», algo que habían inventado
para hacer que las mujeres de todo el mundo se sientan mal.
Del
diario de María, una noche en la que no tenía valor ni para salir, ni para
vivir, ni para seguir esperando esa llamada que no llegaba:
Hoy pasé por delante de un
parque de atracciones. Como no puedo gastar dinero a lo loco, pensé que era
mejor observar a la gente. Estuve mucho rato ante la montaña rusa: veía que la
mayoría de las personas entraban allí en busca de emoción, pero
cuando ésta se ponía en marcha, se morían de miedo y pedían que parasen los vagones.
15
cuando ésta se ponía en marcha, se morían de miedo y pedían que parasen los vagones.
¿Qué es lo que quieren? Si
escogieron la aventura, ¿izo deberían estar preparadas para ir hasta el final?
¿O creen que sería más inteligente no pasar por estos sube y baja, y montarse
todo el tiempo en un tiovivo, girando en el mismo sitio?
Por el momento estoy demasiado
sola como para pensar en el amor, pero necesito convencerme de que va a pasar,
conseguiré un empleo, y estoy aquí porque he escogido este destino. La montaña
rusa es mi vida, la vida es un juego fuerte y alucinante, la vida es lanzarse
en paracaídas, es arriesgarse, caer y volver a levantarse, es alpinismo, es
querer subir a lo alto de uno mismo, y sentirse insatisfecho y angustiado
cuando no se consigue.
No es fácil estar lejos de mi
familia, de la lengua en la que puedo expresar todas mis emociones y sentimientos,
pero a partir de hoy, cuando me deprima, recordaré aquel parque de
atracciones. Si me hubiese dormido y hubiese despertado de repente en una
montaña rusa, ¿qué sentiría?
Bien, la primera sensación es la
de estar prisionera, sentir pavor en las curvas, querer vomitar y salir de
allí. Sin embargo, si confío en que los raíles son mi destino, en que Dios
guía la máquina, esta pesadilla se transforma en excitación. Pasa a ser
exactamente lo que es, una montaña rusa, un juego seguro y fiable, que va a
llegar hasta el final, pero mientras dura el viaje, tengo que ver el paisaje
alrededor, gritar de excitación.
§
Aun
siendo capaz de escribir cosas que juzgaba muy sabias, no lograba seguir sus
propios consejos; los momentos de depresión fueron cada vez más frecuentes, y
el teléfono seguía sin sonar. María, para distraerse y ejercitar la lengua en
las horas vagas, empezó a comprar revistas de famosos, pero en seguida
descubrió que gastaba mucho dinero en eso, y buscó la biblioteca más próxima.
La encargada dijo que allí no se prestaban revistas, pero que podía sugerirle
algunos títulos que la ayudarían a dominar el francés cada vez más.
-No
tengo tiempo para leer libros.
-¿Cómo
que no tienes tiempo? ¿Qué haces? -Muchas cosas: estudio francés, escribo un
diario y... -¿Y qué?
Iba
a decir «espero a que suene el teléfono», pero pensó que era mejor callarse.
-Hija
mía, eres joven, tienes toda la vida por delante. Lee. Olvida lo que te hayan
dicho sobre los libros, y lee.
-Ya
he leído mucho.
De
repente, María se acordó de aquello que el agente de seguridad Maílson había
descrito una vez como «energía». La bibliotecaria le parecía alguien sensible,
dulce, alguien que podría ayudarla si todo lo demás fallaba. Tenía que
conquistarla, su intuición le decía que allí podía estar una posible amiga.
Rápidamente cambió de opinión:
-Pero
quiero leer más. Por favor, ayúdeme a escoger los libros. La mujer trajo El Principito. Aquella
noche, María empezó a hojearlo, vio los dibujos del principio, donde aparecía
un sombrero, pero el autor decía que, en realidad, para los niños, aquello
era una culebra con un elefante dentro. «Creo que nunca he sido niña -pensó-.
Para mí, eso se parece más a un sombrero.» A falta de televisión, María empezó
a acompañar al Principito en sus viajes, aunque se ponía triste siempre que el
tema «amor» aparecía; se había prohibido a sí misma pensar en el asunto, o se
arriesgaba a cometer suicidio. Aparte de las dolorosas escenas románticas
entre un príncipe, un zorro y una rosa, el libro era muy interesante, y no
estaba cada cinco minutos comprobando si la batería del móvil estaba cargada
(se moría de miedo al pensar en dejar pasar su mejor oportunidad por culpa de
un descuido).
María
empezó a frecuentar la biblioteca, a hablar con la mujer que parecía tan sola
como ella, a pedirle sugerencias, a comentar la vida de los autores, hasta que
el dinero llegó casi a su fin; dos semanas más y ya no tendría ni para comprar
el pasaje de vuelta.
Y
como la vida siempre espera situaciones críticas para mostrar su lado
brillante, finalmente el teléfono sonó.
Tres
meses después de haber descubierto la palabra «abogado», y dos meses después
de estar viviendo de la indemnización recibida, una agencia de modelos preguntó
si la señora María todavía se encontraba en aquel
número. La respuesta fue un «sí» frío, ensayado durante mucho tiempo para no
mostrar ansiedad. Supo entonces que a un árabe, profesional de la moda en su
país, le habían gustado mucho sus fotos, y quería invitarla a participar en un
desfile. María recordó la reciente decepción, pero también pensó en el dinero
que necesitaba desesperadamente.
16
Quedaron
en un restaurante muy chic. Se encontró con un señor elegante, más atractivo y
maduro que su experiencia anterior, que preguntaba:
-¿Sabes
de quién es ese cuadro de allí? De Joan Miró. ¿Sabes quién es Joan Miró?
María
permanecía callada, como si estuviese concentrada en la comida, bastante
diferente de los restaurantes chinos. Por otro lado, hacía anotaciones
mentales: debía pedir un libro sobre Miró, en su próxima visita a la
biblioteca.
Pero
el árabe insistía:
-Esa
mesa de ahí era la preferida de Federico Fellini. ¿Qué te parecen las películas
de Fellini?
Ella
respondió que le encantaban. El árabe quiso entrar en detalles, y María, percatándose
de que su cultura no pasaría el test, resolvió ir directamente al grano:
-No
he venido aquí a actuar para usted. Todo lo que sé es la diferencia entre una
Coca-Cola y una Pepsi. ¿No quería usted hablar sobre un desfile de moda?
La
franqueza de la chica pareció impresionarlo bastante. -Hablaremos cuando
vayamos a tomar una copa, después de cenar.
Hubo
una pausa, mientras ambos se miraban e imaginaban lo que el otro estaba
pensando.
-Eres
muy guapa -insistió el árabe-. Si te decides a tomar una copa conmigo en mi
hotel, te doy mil francos.
María
entendió inmediatamente. ¿Era culpa de la agencia de modelos? ¿Era culpa suya,
que debería haber preguntado mejor respecto de la cena? No era culpa de la
agencia, ni suya, ni del árabe: era así como funcionaban las cosas. De repente
sintió que tenía necesidad de la selva, de Brasil, del regazo de su madre. Se
acordó de Maílson, en la playa, hablándole de trescientos dólares; en aquella
época le había parecido divertido, aparte de lo que esperaba recibir por una
noche con un hombre. Sin embargo, en ese momento, se dio cuenta de que ya no
tenía a nadie, absolutamente nadie en el mundo con quien poder hablar; estaba
sola, en una ciudad extraña, con veintidós años relativamente bien vividos, pero
inútiles para ayudarla a decidir cuál sería la mejor respuesta. -Sírvame más
vino, por favor.
El
árabe echó más vino en su vaso, mientras su pensamiento viajaba más de prisa
que el Principito en su paseo por diversos planetas. Había ido allí en busca de
aventura, dinero, y tal vez un marido, sabía que acabaría recibiendo
proposiciones como ésa, porque no era inocente y ya se había acostumbrado al
comportamiento de los hombres. Aún creía en agencias de modelos, estrellato,
un marido rico, familia, hijos, nietos, ropa, retorno victorioso a la ciudad
donde nació. Soñaba con superar todas las dificultades sólo con su
inteligencia, su encanto y su fuerza de voluntad.
Pero
la realidad acababa de desmoronarse en su cabeza. Para sorpresa del árabe,
María se puso a llorar. El hombre, dividido entre el miedo al escándalo y el
instinto masculino de proteger a la chica, no sabía qué hacer. Hizo una seña al
camarero para pedir la cuenta, pero ella lo interrumpió:
-No
haga eso. Sírvame más vino y déjeme llorar un poco.
Y
María pensó en el niño que le había pedido un lápiz, en el chico al que había
besado con la boca cerrada, en la alegría de conocer Río de Janeiro, en los
hombres que la habían usado sin dar nada a cambio, en las pasiones y en los
amores perdidos a lo largo de todo su camino. Su vida, a
pesar de la aparente libertad, era un sinfín de horas esperando el milagro, un
amor verdadero, una aventura con el mismo final romántico que siempre había
visto en las películas y había leído en los libros. Un autor había escrito que el
tiempo no transforma al hombre, que la sabiduría no transforma al hombre; lo
único que puede hacer que alguien cambie de idea es el amor. ¡Qué locura! El
que lo escribió sólo conocía una cara de la moneda.
Realmente,
el amor era la primera de las cosas capaces de cambiar totalmente la vida de
una persona, de un momento a otro. Pero existía la otra cara de la moneda, la
segunda cosa que hacía al ser humano tomar una dirección totalmente distinta de
la que había planeado: se llamaba desesperación. Sí, tal vez el amor fuese
capaz de transformar a alguien, pero la desesperación transforma más de prisa.
¿Y ahora, María? ¿Debía salir corriendo, volver a Brasil, convertirse en
profesora de francés, casarse con el dueño de la tienda de tejidos? ¿Debía
llegar un poco más lejos, una única noche, en una ciudad donde no conocía a
nadie ni nadie la conocía a ella? ¿Acaso una única noche y el dinero fácil la
harían seguir adelante, hasta un punto del camino de donde ya no podría
volver? ¿Qué estaba sucediendo en aquel minuto: una gran oportunidad o una
prueba de la Virgen María?
Los
ojos del árabe se paseaban por el cuadro de Joan Miró, por el lugar en el que
comía Fellini, por la chica que guardaba los abrigos, por los clientes que
entraban y salían.
-¿No
lo sabías?
-Más
vino, por favor -fue la respuesta de María, aún entre lágrimas.
Rezaba
para que el camarero no se acercase y descubriese lo que estaba pasando, y el
camarero, que asistía a todo a distancia con el rabillo del ojo, rezaba para
que el hombre con la chica pagase ya la cuenta, porque el restaurante estaba
lleno y había gente esperando.
Finalmente,
después de lo que pareció ser una eternidad, ella habló:
-¿Ha
dicho usted una copa por mil francos? La propia María se extrañó del tono de su
voz.
-Sí
-respondió el árabe, ya arrepentido de haber hecho la proposición-. Pero no
quiero de ninguna manera...
17
-Pague
la cuenta y vayamos a tomar esa copa a su hotel.
De
nuevo, se extrañó de sí misma. Hasta entonces era una joven amable, educada,
alegre, y jamás habría usado ese tono de voz con un extraño. Pero parecía que
aquella joven había muerto para siempre: ante ella estaba otra existencia, en
la que las copas costaban mil francos o, en una moneda más universal, en torno
a los seiscientos dólares.
Y
todo ocurrió exactamente según lo esperado: se fue al hotel con el árabe, bebió
champán, se embriagó casi completamente, abrió las piernas, esperó a que él
tuviese un orgasmo (no se le ocurrió fingir que ella también tenía uno), se
lavó en el bidet de mármol, tomó el dinero y se dio el lujo de pagar un taxi
hasta casa. Se tumbó en la cama y durmió una noche sin sueños.
Del
diario de María, al día siguiente:
Me acuerdo de todo, menos del
momento en el que tomé la decisión. Curiosamente, no tengo ningún sentimiento
de culpa. Antes acostumbraba a ver a las chicas que aceptaban irse a la cama
con alguien por dinero como gente a la que la vida no le había dejado otra
elección, y ahora veo que no es así. Yo podía decir «sí» o «no», nadie me
estaba forzando a aceptar nada.
Ando por las calles, veo a las
personas, ¿habrán escogido sus propias vidas? c0 habrán sido, como yo,
«escogidas» por el destino? El ama de casa que soñaba con ser modelo, el
ejecutivo de banca que pensó en ser músico, el dentista que tenía un libro
escondido, y al que le gustaría dedicarse a la literatura, la chica a la que le
encantaría trabajar en televisión, pero todo lo que encontró fue un empleo de
cajera en un supermercado.
No siento la menor pena por mí
misma. Sigo sin ser una víctima, porque podría haber salido del restaurante
con mi dignidad intacta y con mi cartera vacía. Podría haberle dado lecciones
de moral a aquel hombre, o haber intentado hacerle ver que ante sus ojos estaba
una princesa, que era mejor conquistarla que comprarla. Podría haber adoptado
un sinfín de actitudes, y sin embargo, como la mayoría de los seres humanos,
dejé que el destino escogiese qué rumbo tomar.
No soy la única, aunque parezca
que mi destino es más ilegal y marginal que el de los demás. Pero, en la búsqueda
de la felicidad, estamos todos suspensos: el ejecutivo/músico, el
dentista/escritor, la cajera/actriz, el ama de casa/modelo, ninguno de nosotros
es feliz.
§
¿Entonces
era eso? ¿Era así de fácil? Estaba en una ciudad extraña, no conocía a nadie,
lo que ayer era un suplicio hoy le daba una inmensa sensación de libertad, no
tenía que darle explicaciones a nadie.
Decidió
que, por primera vez en muchos años, iba a dedicar el día entero a pensar en sí
misma. Hasta entonces vivía siempre preocupada por los demás: su madre, los
compañeros del colegio, su padre, los funcionarios de la agencia de modelos, el
profesor de francés, el camarero, la bibliotecaria, por lo que las personas de
la calle, que nunca había visto, pensaban. En verdad, nadie pensaba nada, y
mucho menos en ella, una pobre extranjera, que si desapareciese mañana no se
iba a enterar ni la policía.
Ya
era suficiente. Salió temprano, desayunó en el lugar de siempre, caminó un poco
por el lago, vio una manifestación de exiliados. Una mujer, con un pequeño
cachorro, comentó que eran kurdos, y una vez más, en vez de fingir que sabía la
respuesta para demostrar que era más culta e inteligente de lo que pensaban,
María preguntó:
-¿De
dónde vienen los kurdos?
La
mujer, para su sorpresa, no supo responder. Todo el mundo es así: hablan como
si lo supiesen todo, y si osas preguntar, no saben nada. Entró en un cibercafé,
y descubrió que los kurdos venían del Kurdistán, un país que ya no existe, hoy
dividido entre Turquía e Irak. Volvió al lugar en el que estaba, intentando
encontrar a la mujer con el cachorro, pero ya se había ido, tal vez porque el
animal no había aguantado allí media hora observando un desfile de seres
humanos con fajas, pañuelos, música y gritos extraños.
«Eso
soy yo, o mejor dicho, eso era yo: una persona que fingía saberlo todo,
escondida en mi silencio, hasta que aquel árabe me irritó tanto que tuve el
coraje de decir que sólo sabía la diferencia entre dos gaseosas. ¿Se quedó
extrañado? ¿Cambió de idea con respecto a mí? ¡Nada! Debió de pensar que mi
espontaneidad era fantástica. Siempre he salido perdiendo cuando he querido
parecer más lista de lo que soy: ¡ya basta!»
Se
acordó de la agencia de modelos. ¿Sabrían lo que quería el árabe, en cuyo caso
María, una vez más, había pecado de ingenua, o realmente pensaban que él podía
conseguirle un trabajo en su país?
18
Fuese
lo que fuese, María se sentía menos sola en aquella mañana cenicienta de
Genéve, con la temperatura casi a cero, mientras los kurdos manifestaban, los
tranvías llegaban a tiempo a cada parada, las tiendas exhibían joyas en las
vidrieras, los bancos abrían, los mendigos dormían, los suizos iban al trabajo.
Estaba menos sola porque a su lado había otra mujer, tal vez invisible para
los que pasaban. Jamás había notado su presencia, pero ella estaba allí.
Sonrió
a la mujer invisible que estaba a su lado, que se parecía a la Virgen María,
la madre de Jesús. La mujer le devolvió la sonrisa y le dijo que tuviese
cuidado, ya que las cosas no eran tan simples como ella pensaba. María no le
dio importancia al consejo, respondió que era una persona adulta, responsable
de sus decisiones, y que no podía creer que había una conspiración cósmica
contra ella.. Había aprendido que existe gente dispuesta a pagar mil francos
suizos por una noche, por media hora entre sus piernas, y todo lo que tenía que
decidir, en los próximos días, era si tomaba los mil francos suizos que ahora
tenía en casa, compraba un pasaje de avión y volvía a la ciudad en la que
había nacido, o si se quedaba un poco más, lo suficiente para comprar una casa
para sus padres, bonitos vestidos y pasajes a lugares que había soñado visitar
algún día.
La
mujer invisible que estaba a su lado volvió a insistir en que las cosas no eran
así de simples, pero María, aunque contenta con la compañía inesperada, le
pidió que no interrumpiese sus pensamientos, que tenía que tomar decisiones
importantes.
Volvió
a analizar, esta vez con más cuidado, la posibilidad de volver a Brasil. Sus
amigas del colegio, que nunca habían salido del pueblo, comentarían que había
sido despedida muy pronto de su empleo, que jamás había tenido talento para ser
una estrella internacional. Su madre se pondría triste porque nunca había recibido
el dinero prometido, aunque María, en sus cartas, afirmase que lo robaban los
de correos. Su padre la miraría el resto de su vida con aquella expresión de
«yo ya lo sabía», ella volvería a trabajar en la tienda de tejidos, se casaría
con el dueño, después de haber viajado en avión, de comer queso suizo en Suiza,
de aprender francés y de pisar la nieve.
Por
otro lado, estaban las copas a mil francos. Tal vez no durase mucho tiempo, la
belleza cambia rápido como el viento, pero podía trabajar duro, y en poco
tiempo tener dinero para recuperarlo todo y volver al mundo, esta vez dictando
ella las reglas. Su único problema concreto era que no sabía qué hacer, cómo
empezar. Recordó que en su época en la discoteca familiar una chica había
mencionado un lugar llamado rue de Berne, de hecho había sido uno de sus
primeros comentarios, incluso antes de enseñarle dónde debía dejar las maletas.
Se
dirigió hasta uno de los grandes paneles que había en varios sitios de Géneve,
aquella ciudad tan amable con los turistas, que no toleraba verlos perdidos.
Para evitarlo, estos paneles tenían anuncios por un lado y mapas por el otro.
Había
un hombre allí, y María le preguntó si sabía dónde estaba la rue de Berne. Él
la miró intrigado, le preguntó si era eso exactamente lo que buscaba, o si
quería saber dónde se encontraba la carretera que iba hasta Berna, la capital
de Suiza. «No -respondió María-, quiero esa calle que queda aquí mismo. El hombre la miró de arriba abajo y se apartó
sin decir una palabra, seguro de que tal vez lo estaban filmando para uno de
esos programas de la tele, en los que la gran alegría del público es hacer que
todos parezcan ridículos. María estuvo allí quince minutos, después de todo,
la ciudad era pequeña y acabó encontrando el sitio.
Su
amiga invisible, que había permanecido callada mientras ella se concentraba en
el mapa, ahora intentaba argumentar; no era una cuestión de moral, sino de
entrar en un camino sin retorno.
María
respondió que, si era capaz de tener dinero para irse de Suiza, era capaz de
salir de cualquier situación. Además, ninguna de aquellas personas con las qué
se cruzaba en su paseo había escogido lo que deseaba hacer. Ésa era la
realidad de la vida.
«Estamos
en un valle de lágrimas -le dijo a la amiga invisible-. Podemos tener muchos
sueños, pero la vida es dura, implacable, triste. ¿Qué intentas decirme, que
me condenarán? Nadie lo sabrá, sólo es un período de mi vida.»
Con
una sonrisa dulce pero triste, la amiga invisible desapareció.
Fue
hasta el parque de atracciones, compró una entrada para la montaña rusa, gritó
como todos los demás, pero entendiendo que no había peligro, que era
simplemente un juego. Comió en un restaurante japonés, aunque sin saber muy
bien qué comía, sólo que era muy caro, y ahora estaba dispuesta a darse todos
los lujos. Estaba contenta, no tenía que esperar una llamada de teléfono, ni
contar los centavos que gastaba.
Al
final del día, llamó a la agencia, dijo que la cita había ido muy bien y que
estaba agradecida. Si eran serios, preguntarían sobre las fotos. Si eran de
otra clase, le conseguirían más citas.
Atravesó
el puente, volvió al pequeño cuarto y decidió que no compraría una televisión
de ninguna manera, incluso teniendo dinero y muchos planes por delante:
necesitaba pensar, usar todo su tiempo para pensar.
Del
diario de María aquella noche (con una nota al margen que decía: «No estoy muy
convencida»).
He descubierto por qué un hombre
paga por una mujer: quiere ser feliz.
19
No va a pagar mil francos sólo
por tener un orgasmo; quiere ser feliz. Yo también quiero, todo el mundo quiere,
y nadie lo consigue. ¿Qué puedo perder si decido convertirme por algún tiempo
en una... la palabra es difícil de pensar y de escribir... pero, en fin... qué
puedo perder si decido ser una prostituta durante algún tiempo?
El honor. La dignidad. El
respeto por mí misma. Pensándolo bien, nunca he tenido ninguna de las tres
cosas. No pedí nacer, no he conseguido a nadie que me amase, siempre he tomado
las decisiones equivocadas, ahora dejo que la vida elija por mí.
§
La
agencia telefoneó al día siguiente, preguntó sobre las fotos, y para cuándo
sería el desfile, ya que ganaban una comisión por cada trabajo. María dijo que
el árabe se pondría en contacto con ellos, y dedujo inmediatamente que no
sabían nada.
Fue
hasta la biblioteca y pidió libros sobre sexo. Estaba considerando seriamente
la posibilidad de trabajar -sólo por un año, se había prometido a sí misma- en
algo que no conocía; lo primero que tenía que aprender era cómo comportarse,
cómo dar placer y cómo recibir dinero a cambio.
Para
su decepción, la bibliotecaria le dijo que solamente tenían unos pocos tratados
técnicos, ya que aquello era una institución del gobierno. María leyó el índice
de uno de los tratados técnicos y se lo devolvió: no entendían nada de la
felicidad, sólo hablaban de erección, penetración, impotencia, precauciones,
cosas sin el menor sabor. Por un momento, llegó a considerar seriamente la
posibilidad de llevarse Consideraciones
psicológicas sobre la frigidez de la mujer, ya que, en su
caso, sólo conseguía tener orgasmos a través de la masturbación, aunque fuese
muy agradable ser poseída y penetrada por un hombre.
Pero
no estaba allí en busca de placer, sino de trabajo. Dio las gracias a la
bibliotecaria, pasó por una tienda e hizo su primera inversión en la posible
carrera que se delineaba en el horizonte: ropa que consideraba lo
suficientemente sexy para despertar todo tipo de deseo. Después, fue al lugar
que había descubierto en el mapa. La rue de Berne comenzaba en una iglesia
(¡coincidencia, cerca del restaurante japonés donde había estado el día
anterior!) y se transformaba en escaparates de relojes baratos, hasta el final,
donde estaban las discotecas de las que había oído hablar, todas cerradas a
aquella hora del día. Volvió a pasear alrededor del lago, compró, sin ningún
reparo, cinco revistas pornográficas para estudiar lo que eventualmente debería
hacer, esperó a la noche, y se dirigió de nuevo al lugar. Allí, escogió al azar
un bar con el sugestivo nombre brasileño de Copacabana.
No
había decidido nada, se decía a sí misma. Era simplemente una experiencia.
Nunca se había sentido tan bien y tan libre en todo el tiempo que había pasado
en Suiza.
-Estás
buscando empleo -dijo el dueño, que fregaba vasos detrás de una barra, sin
poner siquiera un tono de interrogación en la frase. El lugar se componía de
una serie de mesas, una esquina con una especie de pista de baile y algunos
sofás arrimados a las paredes-. Nada sofisticado. Para trabajar aquí, ya que
obedecemos la ley, es preciso tener por lo menos un permiso de trabajo.
María
mostró el suyo, y el hombre pareció mejorar su mal humor.
-¿Tienes
experiencia?
Ella
no sabía qué decir: si decía que sí, él le preguntaría dónde había trabajado
antes. Si decía que no, él podía rechazarla.
-Estoy
escribiendo un libro.
La
idea había salido de la nada, como si una voz invisible la ayudase
en aquel momento. Notó que el hombre sabía que era mentira pero fingía que le
creía.
-Antes
de tomar ninguna decisión, habla con alguna de las chicas. Tenemos por lo menos
seis brasileñas todas las noches, y podrás saber todo lo que te espera.
María
quiso decir que no necesitaba consejos de nadie, que tampoco había tomado una
decisión, pero el hombre ya se había ido al otro lado del bar, dejándola sola,
sin ni siquiera un vaso de agua para beber.
Las
chicas fueron llegando, el dueño identificó a algunas brasileñas y les pidió
que hablasen con la recién llegada. Ninguna de ellas parecía dispuesta a
obedecer; María dedujo que tenían miedo de la competencia. Conectaron el
sonido de la discoteca, sonaron algunas canciones brasileñas (después de todo,
el sitio se llamaba Copacabana), entraron chicas con rasgos asiáticos, otras
que parecían haber salido de las montañas nevadas y románticas de los
alrededores de Géneve. Finalmente, después de casi dos horas de espera, mucha
sed, algunos cigarrillos, una sensación cada vez más profunda de que estaba
tomando una decisión equivocada, una repetición mental infinita de la frase
«¿qué hago aquí?», e irritada por la total falta de interés tanto del
propietario como de las chicas, una de las brasileñas acabó por acercarse.
-¿Por
qué has escogido este lugar?
María
podía volver a la historia del libro, o hacer lo que había hecho con respecto a
los kurdos y a Joan Miró: decir la verdad. -Por el nombre. No sé por dónde
empezar,
y tampoco sé si quiero empezar.
20
y tampoco sé si quiero empezar.
La
chica pareció sorprenderse con el comentario directo y franco. Bebió un trago
de algo que parecía whisky, escuchó la música brasileña que sonaba, hizo
comentarios sobre la nostalgia de su tierra y señaló que iba a haber poco
movimiento aquella noche, porque habían cancelado un gran congreso internacional
que había cerca de Géneve. Al final, al ver que María no se iba, dijo:
-Es
muy simple, tienes que obedecer tres reglas. La primera: no te enamores de
nadie con quien trabajas o haces el amor. La segunda: no creas en las promesas
y cobra siempre por adelantado. La tercera: no tomes drogas.
Hizo
una pausa.
-Y
empieza ya. Si vuelves hoy para casa sin haber conseguido un hombre, lo
pensarás dos veces y no tendrás valor para volver.
María
sólo había ido preparada para una consulta, una información sobre sus
posibilidades en un trabajo provisional. Pero notó que estaba ante aquel
sentimiento que hace que las personas tomen una decisión rápidamente:
¡desesperación!
-Está
bien. Empiezo hoy.
No
confesó que había empezado el día anterior. La mujer se dirigió al dueño del
bar, a quien llamó Milan, y éste fue a hablar con María.
-¿Llevas
ropa interior bonita?
Nadie
jamás le había hecho esa pregunta. Ni sus novios, ni el árabe, ni sus amigas, y
mucho menos un extraño. Pero la vida era así en aquel lugar: directo al grano.
-Llevo
una bombachita azul claro. Y sin sostén -añadió, provocativa. Pero todo lo que
consiguió fue una reprimenda:
-Mañana,
ponte bombacha negra, sostén y medias panty. Forma parte del ritual quitarse
el máximo de ropa posible.
Sin
perder más tiempo, y con la certeza de que estaba ante una novata, Milan le
enseñó el resto del ritual: el Copacabana debía ser un lugar agradable, y no un
prostíbulo. Los hombres entraban en aquella discoteca queriendo creer que iban
a encontrar a una mujer sin compañía, sola. Si alguien se acercaba a su mesa, y
no era interrumpido en el transcurso (porque, además, existía el concepto
de «cliente exclusivo de ciertas chicas»), con toda seguridad la invitaría:
«¿Quieres tomar algo?».
A
lo que María podría responder sí o no. Era libre para decidir su compañía,
aunque no era aconsejable decir «no» más de una vez por noche. En caso de
responder afirmativamente, pediría un cóctel de frutas, que (casualmente) era
la bebida más cara de la lista. Nada de alcohol, nada de dejar que el cliente
escogiese por ella.
Después,
debía aceptar una eventual invitación para bailar. La mayoría de los que
frecuentaban el local eran conocidos y, a excepción de los «clientes
exclusivos», sobre los que no entró en detalles, nadie representaba ningún
riesgo. La policía y el Ministerio de Sanidad exigían análisis de sangre
mensuales, para ver si no eran portadoras de enfermedades de transmisión sexual.
El uso del preservativo era obligatorio, aunque no tenían ningún modo de
vigilar si esta norma se cumplía o no. No debían armar un escándalo jamás,
Milan estaba casado, era padre de familia, preocupado por su reputación y el
buen nombre de su discoteca.
Continuó
explicando el ritual: después de bailar volvían a la mesa, y el cliente, como
quien dice algo inesperado, la invitaba a ir a un hotel con él. El precio
habitual era de trescientos cincuenta francos, de los cuales cincuenta se los
quedaría Milan, en concepto de alquiler de la mesa (un artificio legal para
evitar, en el futuro, complicaciones jurídicas y la acusación de explotar el
sexo con fines lucrativos).
María
todavía intentó argumentar: -Pero yo gané mil francos por...
El
dueño hizo ademán de marcharse, pero la brasileña, que asistía a la
conversación, intervino:
-Está
de broma.
Y
girándose hacia María, dijo en buen y sonoro portugués:
-Éste
es el lugar más caro de Géneve. -Allí la ciudad se llamaba Géneve, y no Ginebra.-
No vuelvas a repetirlo. Él conoce el precio del mercado, y sabe que nadie paga
mil francos por ir a la cama, excepto los «clientes especiales», si tienes
suerte y eres competente.
Los
ojos de Milan, que más tarde María descubriría que era un yugoslavo que vivía
allí hacía veinte años, no dejaban lugar a la menor duda:
-El
precio es trescientos cincuenta francos.
-Sí,
ése es el precio -repitió una humillada María.
Primero,
le pregunta el color de su ropa interior. Acto seguido, decide el precio de su
cuerpo.
Pero
no tenía tiempo para pensar, él continuaba dando instrucciones: no debía
aceptar invitaciones para ir a casas o a hoteles que no fuesen de cinco
estrellas. Si el cliente no tenía adónde llevarla, irían a un hotel situado a
cinco manzanas de allí, pero siempre en taxi, para evitar que otras mujeres de
otras discotecas de la rue de Berne se acostumbrasen a su cara; María no lo
creyó, pensó que la verdadera razón era el riesgo de recibir una invitación
para trabajar en mejores condiciones, en otra discoteca. Pero se guardó sus
pensamientos para sí, ya había tenido bastante con la discusión sobre el
precio.
21
-Repito
una vez más: como los policías en las películas, nunca bebas mientras
trabajas. Te dejo, el movimiento empieza dentro de un rato.
-Dale
las gracias -dijo, en portugués, la brasileña.
María
se lo agradeció. Él sonrió, pero todavía no había terminado su lista de
recomendaciones:
-He
olvidado algo: el tiempo desde que pides la bebida hasta el momento de salir no
debe sobrepasar, de ninguna manera, los cuarenta y cinco minutos, y en Suiza,
con relojes por todos lados, hasta los yugoslavos y los brasileños aprenden a respetar
el horario. Recuerda que yo alimento a mis hijos con tu comisión.
Estaba
recordado.
Le
sirvió un vaso de agua mineral con gas y limón, que fácilmente podía pasar por
un gin-tonic, y le pidió que esperase. Poco a poco, la discoteca empezó a
llenarse: los hombres entraban, miraban a su alrededor, se sentaban solos, y
en seguida aparecía alguien de la casa, como si fuese una fiesta, donde todos
se conocían desde hacía mucho tiempo, y ahora estuviesen aprovechando para
divertirse un poco después de un largo día de trabajo. Cada vez que un hombre
encontraba compañía, María suspiraba, aliviada, aunque ya empezaba a sentirse
mejor. Tal vez porque era Suiza, tal vez porque, tarde o temprano, encontraría
aventura, dinero, o un marido como siempre había soñado. Tal vez porque, ahora
se daba cuenta, era la primera vez en muchas semanas que salía de noche e iba a
un lugar donde ponían música y donde, de vez en cuando, podía oír a alguien
hablando en portugués. Se divertía con las chicas a su alrededor, riendo,
tomando cócteles de frutas, charlando alegremente.
Ninguna
de ellas se había acercado a saludarla ni a desearle éxito en su nueva
profesión, pero eso era normal, a fin de cuentas era la competencia, una
adversaria que se disputaba el mismo trofeo. En vez de deprimirse, sintió
orgullo, estaba luchando, combatiendo, no era una persona desamparada. En
cuanto quisiese, podía abrir la puerta y marcharse, pero siempre recordaría que
había tenido el coraje de llegar hasta allí, negociar y discutir cosas sobre
las que, en ningún momento de su vida, había osado pensar. No era una víctima
del destino, se repetía cada minuto: estaba corriendo sus riesgos, yendo más
allá de sus límites, viviendo cosas que un día, en el silencio de su corazón,
en los momentos llenos de tedio de la vejez, podría recordar con una cierta
dosis de nostalgia, por más absurdo que eso pudiese parecer.
Tenía
la certeza de que nadie se iba a acercar a ella, y mañana todo sería como una
especie de sueño loco, que ella jamás osaría repetir, porque acababa de darse
cuenta de que mil francos por una sola noche sólo ocurre una vez; era más
seguro comprar el billete de avión para Brasil. Para que el tiempo pasase más
de prisa, se puso a calcular cuánto ganaba cada una de aquellas chicas: si
salían tres veces al día, conseguían, por cada cuatro horas de trabajo, el
equivalente a dos meses de su trabajo en la tienda de tejidos.
En
un día, el equivalente a dos meses de su salario en la tienda de tejidos.
¿Tanto?
Bueno, ella había ganado mil francos en una noche, pero quizá hubiese sido
suerte de principiante. En cualquier caso, lo que ganaba una prostituta normal era
más, mucho más de lo que podría conseguir dando clases de francés en su tierra.
Todo eso, siendo el único esfuerzo estar en un bar durante un rato, bailar,
abrirse de piernas y punto. Ni siquiera era necesario hablar.
El
dinero podía ser una razón, continuó pensando. ¿Pero lo era todo? ¿O la gente
que estaba allí, clientes y mujeres, se divertían en cierto modo? ¿Acaso el
mundo era muy diferente de lo que le habían contado en el colegio? Si usaba
preservativo, no había ningún riesgo, ni siquiera el de ser reconocida por
alguien de su tierra. Nadie visita Géneve, excepto (como le habían dicho una
vez en clase) aquellos a los que les gusta frecuentar los bancos. Pero a los
brasileños, en su gran mayoría, lo que les gusta es frecuentar tiendas,
preferentemente de Miami o de París. Novecientos francos suizos por día, cinco
días por semana.
¡Una
fortuna! ¿Qué seguían haciendo allí aquellas chicas, si en un mes tenían el
dinero suficiente para volver y comprarles una casa a sus madres? ¿Acaso
llevaban poco tiempo trabajando?
O
-y María tuvo miedo de la propia pregunta-, ¿o acaso les gustaba?
De
nuevo sintió ganas de beber, el champán le había ayudado mucho la noche
anterior.
-¿Aceptas
una copa?
Ante
ella, un hombre de aproximadamente treinta años, con el uniforme de una
compañía aérea.
El
mundo entró en cámara lenta y María experimentó la sensación de salir de su
cuerpo y observarse desde el lado de fuera. Muriéndose de vergüenza, pero
luchando para controlar el rubor de su cara, asintió con la cabeza, sonrió, y
entendió que a partir de aquel minuto su vida cambiaría para siempre.
Cóctel
de frutas, conversación, ¿qué haces aquí, hace frío, verdad? Me gusta esta
música, pues yo prefiero a Abba, los suizos son fríos, ¿eres de Brasil? Háblame
de tu tierra. Tienen carnaval. Las brasileñas son atractivas, ¿lo sabías?
Sonreír
y aceptar el elogio, mostrar tal vez un aire de timidez. Bailar otra vez, pero
prestando atención a la mirada de Milan, que a veces se rasca la cabeza y
señala el reloj de su muñeca. Olor a perfume de él, entiende rápido que tiene
que acostumbrarse a los olores. Por lo menos éste es de perfume. Bailan
agarrados. Otro cóctel de frutas más, el tiempo pasa, ¿no había dicho que eran
cuarenta y cinco minutos? Mira el reloj, él pregunta si está esperando a
alguien, ella dice que dentro de una hora vendrán
algunos amigos, él la invita a salir. Hotel, trescientos cincuenta francos, ducha después del sexo (el hombre comenta, intrigado, que nadie había hecho eso antes). No es María, es otra persona que está en su cuerpo, que no siente nada, simplemente cumple mecánicamente una especie de ritual. Es una actriz. Milan se lo había enseñado todo, menos cómo despedirse del cliente, ella le da las gracias, él tampoco sabe qué hacer, y tiene sueño.
22
algunos amigos, él la invita a salir. Hotel, trescientos cincuenta francos, ducha después del sexo (el hombre comenta, intrigado, que nadie había hecho eso antes). No es María, es otra persona que está en su cuerpo, que no siente nada, simplemente cumple mecánicamente una especie de ritual. Es una actriz. Milan se lo había enseñado todo, menos cómo despedirse del cliente, ella le da las gracias, él tampoco sabe qué hacer, y tiene sueño.
Resiste,
quiere volver a casa, pero debe ir a la discoteca a entregar los cincuenta
francos, y entonces otro hombre, otro cóctel de frutas, preguntas sobre Brasil,
hotel, otra ducha (esta vez sin comentarios), vuelve al bar, el dueño recoge su
comisión, le dice que ya puede irse, que no hay mucho movimiento ese día. No toma
un taxi, cruza toda la rue de Berne a pie, mirando las otras discotecas, los
escaparates con relojes, la iglesia de la esquina (cerrada, siempre
cerrada...). Nadie le devuelve la mirada, como siempre.
Camina
por el frío. No siente la temperatura, no llora, no piensa en el dinero que ha
ganado, está en una especie de trance. Alguna gente nace para encarar la vida
sola; eso no es bueno ni malo, simplemente es la vida. María es una de esas
personas.
Comienza
a esforzarse para reflexionar sobre lo sucedido, ha empezado hoy y, sin
embargo, ya se considera una profesional, parece que fue hace mucho tiempo,
que lo ha hecho toda su vida. Siente un extraño amor por sí misma, está
contenta por no haber huido. Ahora tiene que decidir si va seguir adelante. Si
sigue, será la mejor, cosa que nunca ha sido, en ningún momento.
Pero
la vida le está enseñando, muy de prisa, que sólo los fuertes sobreviven. Para
ser fuerte, tiene que ser de verdad la mejor, no hay alternativa.
Del
diario de María, una semana después:
Yo no soy un cuerpo que tiene un
alma, soy un alma que tiene una parte visible, llamada cuerpo. Durante todos
estos días, al contrario de lo que podía imaginar, esta alma estuvo mucho más presente.
No me decía nada, no me criticaba, no sentía pena de mí: sólo me observaba.
Hoy me he dado cuenta de por qué
sucedía eso: hace mucho tiempo que no pienso en algo llamado amor. Parece que
huye de mí, como si ya no fuese importante, y no se sintiese bienvenido. Pero,
si no pienso en el amor, no seré nada.
Cuando volví al Copacabana, el
segundo día, ya me miraban con mucho más respeto; por lo que entendí, muchas
chicas aparecen una noche y no son capaces de seguir. La que sigue adelante
pasa a ser una especie de aliada, de compañera, porque puede entender las dificultades
y las razones o, mejor dicho, la ausencia de razones para haber escogido este
tipo de vida.
Todas sueñan con alguien que
llegue y las descubra como verdadera mujer, compañera, sensual, amiga. Pero
todas saben, desde el primer minuto de una nueva cita, que nada de eso
sucederá.
Necesito escribir sobre el amor.
Necesito pensar, pensar, escribir y escribir sobre el amor, o mi alma no resistirá.
§
A
pesar de que creía que el amor era algo tan importante, María no olvidó el
consejo que había recibido la primera noche, y procuró vivirlo sólo en las
páginas de su diario. Por lo demás, buscaba desesperadamente un modo de ser la
mejor, de conseguir mucho dinero en poco tiempo, no pensar mucho, y encontrar
una buena razón para aquello que hacía.
Ésa
era la parte más difícil: ¿cuál era la verdadera razón? Hacía aquello porque lo
necesitaba. No era exactamente así; todo el mundo necesita ganar dinero, y no
todos escogen vivir completamente al margen de la sociedad. Lo hacía porque
quería tener una experiencia nueva. ¿De verdad? La ciudad estaba llena de
experiencias nuevas, como esquiar o pasear en barco por el lago, por ejemplo,
pero ella jamás había sentido curiosidad al respecto. Lo hacía porque ya no
tenía nada más que perder, su vida era una frustración diaria y constante.
No,
ninguna de las respuestas era verdadera, mejor olvidar el asunto y simplemente
seguir viviendo lo que estaba en su camino. Tenía muchas cosas en común con las
demás prostitutas, y con el resto de las mujeres que había conocido en su vida:
casarse y tener una vida segura era el más común de todos los sueños. Las que no pensaban en eso,
tenían marido (casi un tercio de sus compañeras estaban casadas) o venían de
una experiencia reciente de divorcio. Por eso, para entenderse a sí misma,
intentó, con mucho cuidado, entender por qué sus compañeras habían escogido
aquella profesión.
No oyó ninguna
novedad, e hizo una lista con las respuestas:
23
a)
Decían que tenían que ayudar a su marido en casa (¿Y
los celos? ¿Y si aparecía un amigo del marido? Pero no tuvo el coraje de ir
tan lejos);
b)
Comprar una casa para su madre (misma disculpa que
la suya, que parecía noble, pero era la más común);
c)
Conseguir dinero para el pasaje de vuelta (a las
colombianas, las tailandesas y las brasileñas les encantaba este motivo, aunque
ya hubiesen ganado muchas veces el dinero, y después se hubiesen deshecho de
él, por miedo a realizar su sueño);
d)
Placer (no encajaba mucho con el ambiente, sonaba a
falso); e) No habían conseguido hacer nada más (tampoco era una buena razón,
Suiza estaba llena de empleos como mujer de la limpieza, chofer, cocinera).
En fin, no
descubrió ningún buen motivo, y dejó de intentar explicar el universo a su alrededor.
Vio que el
propietario, Milan, tenía razón: nadie le había ofrecido nunca más mil francos
suizos por pasar algunas horas con ella. Por otro lado, nadie protestaba cuando
pedía trescientos cincuenta francos, como si ya lo supiesen, y simplemente
preguntasen para humillar, o para no tener sorpresas desagradables.
Una de las chicas
comentó:
-La prostitución es
un negocio diferente de los demás: la que empieza gana más, la que tiene
experiencia gana menos. Finge siempre que eres una novata.
Aún no sabía qué
eran los «clientes especiales», tema que había sido mencionado sólo en la
primera noche; nadie tocaba el terna. Poco a poco, fue aprendiendo algunos de
los trucos más importantes de la profesión, como no preguntar nunca por la
vida personal, sonreír y hablar lo mínimo posible, y no concertar citas fuera
de la discoteca. El consejo más importante fue el de una filipina llamada
Nyah:
-Debes gemir en el
momento del orgasmo. Eso hace que el cliente te siga siendo fiel.
-Pero ¿por qué?
Ellos pagan por satisfacerse.
-Te equivocas. Un
hombre no demuestra que es un macho cuando tiene una erección. Es un macho si
es capaz de dar placer a una mujer. Si es capaz de dar placer a una prostituta,
entonces se creerá el mejor de todos.
§
Y
así pasaron seis meses: María aprendió todas las lecciones que necesitaba,
como, por ejemplo, el funcionamiento del Copacabana. Como era uno de los
lugares más caros de la rue de Berne, la clientela se componía
mayoritariamente de ejecutivos, que tenían permiso para llegar tarde a casa,
ya que estaban «cenando con unos clientes», pero el límite para esas «cenas» no
debía sobrepasar las once de la noche. La mayoría de las prostitutas tenía
entre dieciocho y veintidós años, permanecían una media de dos años en la casa
y después eran sustituidas por otras recién llegadas. Entonces se iban al Neón,
luego al Xenium, y a medida que la edad aumentaba, el precio bajaba y las horas
de trabajo se evaporaban. Casi todas acababan en el Tropical Extasy, en donde
aceptaban a mujeres de más de treinta años. Una vez allí, sin embargo, la única
salida para sustentarse era conseguir lo suficiente para la comida y el
alquiler con uno o dos estudiantes por día (media de precio por servicio: lo
suficiente para comprar una botella de vino barato).
María
se acostó con muchos hombres. Jamás le importaba la edad, ni la ropa que
usaban, el «sí» o «no» dependía del olor que despedían. No tenía nada en contra
del tabaco, pero detestaba los perfumes baratos, a los que no se lavaban, y a
los que tenían la ropa impregnada de bebida. El Copacabana era un
lugar tranquilo, y Suiza tal vez fuese el mejor país del mundo para trabajar
como prostituta, siempre que se tuviese permiso de residencia y de trabajo,
los papeles al día, y se pagase la seguridad social religiosamente: Milan vivía
repitiendo que no deseaba que sus hijos lo viesen en las páginas de los
periódicos sensacionalistas, y llegaba a ser más rígido que un policía cuando
se trataba de verificar la situación de sus contratadas.
En
fin, una vez superada la barrera de la primera o de la segunda noche, era una
profesión como cualquier otra, en la que había que trabajar duro, luchar
contra la competencia, esforzarse por mantener un patrón de calidad, cumplir
los horarios, un poco de estrés, quejas del movimiento y descanso los domingos.
La mayor parte de las prostitutas tenían algún tipo de fe, y frecuentaban sus
cultos, sus misas, sus oraciones, sus encuentros con Dios.
María,
sin embargo, luchaba con las páginas de su diario para no perder su alma.
Descubrió, para su sorpresa, que uno de cada cinco clientes no estaba allí para
hacer el amor, sino para charlar un poco. Pagaban el precio
de la tarifa, el hotel, pero a la hora de quitarse la ropa decían que no era
necesario. Querían hablar de las presiones del trabajo, de la esposa que los
engañaba con alguien, del hecho de sentirse solos, sin tener con quien hablar
(ella conocía bien esa situación).
24
Al
principio, le pareció extraño. Hasta que un día, cuando se dirigía al hotel con
un importante francés, encargado de buscar talentos para altos cargos
ejecutivos -él lo explicaba como si fuese la cosa más interesante del mundo-,
oyó de su cliente el siguiente comentario:
-¿Sabes
quién es la persona más solitaria del mundo? Es el ejecutivo que tiene una
carrera de éxito, gana un enorme sueldo, recibe la
confianza de quien está por encima y por debajo de él, tiene una familia con la
que pasa las vacaciones, hijos a los que ayuda con los deberes del cole y, un
buen día, se le aparece un tipo como yo con la siguiente proposición:
«¿Quieres cambiar de trabajo, y ganar el doble?».
»Ese
hombre, que lo tiene todo para sentirse deseado y feliz, se vuelve la persona
más miserable del planeta. ¿Por qué? Porque no tiene con quién hablar. Está
tentado de aceptar mi proposición, pero no puede comentarlo con los colegas
del trabajo, pues harían de todo para convencerlo de que se quedase donde está.
No puede hablar con su mujer, que durante años ha acompañado su carrera
victoriosa, entiende mucho de seguridad, pero no entiende de riesgos. No puede
hablar con nadie, y se encuentra ante la gran decisión de su vida. ¿Puedes
imaginar lo que siente ese hombre?
No,
no era ésa la persona más solitaria del mundo, porque María conocía a la
persona más sola de la faz de la Tierra: ella misma. Aun así, estuvo de
acuerdo con su cliente, con la esperanza de recibir una buena propina, lo que
terminó sucediendo. Y a partir de aquel comentario, entendió que tenía que
descubrir algo para liberar a sus clientes de la enorme presión que parecían
soportar; eso significaría una mejora en la calidad de sus servicios y una
posibilidad de obtener algún dinero extra.
Cuando
entendió que liberar la tensión del alma era tanto o más lucrativo que liberar
la tensión del cuerpo, volvió a frecuentar la biblioteca. Empezó a pedir
libros sobre problemas conyugales, psicología, política; la bibliotecaria
estaba encantada, porque la joven por la que sentía tanto cariño había
desistido del sexo y ahora se concentraba en cosas más importantes. Empezó a
leer regularmente los periódicos, incluyendo, siempre que le era posible, las
páginas de economía, ya que la mayor parte de sus clientes eran ejecutivos.
Pidió libros de autoayuda, pues casi todos le pedían consejos. Estudió tratados
sobre la emoción humana, ya que todos sufrían por una razón o por otra. María
era una prostituta respetable, diferente, y al final de seis meses de trabajo
tenía una clientela selecta, grande y fiel, y despertaba por ello la envidia,
los celos, pero también la admiración de sus compañeras.
En
cuanto al sexo, hasta aquel momento en nada había mejorado su vida: era
abrirse de piernas, exigir al cliente que se pusiese un preservativo, gemir un
poco para aumentar la posibilidad de una propina -gracias a la filipina Nyah,
ella había descubierto que los gemidos podían rendir cincuenta francos más-, y
darse una ducha después de la relación, para que el agua lavase un poco su
alma. Nada de variaciones. Nada de besos. El beso, para una prostituta, era más
sagrado que cualquier otra cosa. Nyah le había enseñado que debía guardar el
beso para el amor de su vida, igual que el cuento de La bella durmiente; un
beso que la haría despertar del sueño y volver al mundo de cuento de hadas, en
el cual Suiza se transformaba de nuevo en el país del chocolate, de las vacas y
de los relojes.
Tampoco
nada de orgasmos, placer o cosas excitantes. En su búsqueda para ser la mejor
de todas, María asistió a algunas sesiones de cine porno, esperando aprender
algo que pudiese usar en su trabajo. Había visto muchas cosas interesantes,
pero no se animaba a ponerlas en práctica con sus clientes; se tardaba mucho,
y Milan siempre se ponía contento cuando ellas atendían a tres hombres por
noche.
Al
final de ese medio año, María había ingresado sesenta mil francos suizos en el
banco, comía en restaurantes más caros, tenía una televisión en color (que
nunca encendía, pero que le gustaba tener cerca) y ahora consideraba
seriamente la posibilidad de mudarse a un departamento mejor. Ya podía comprar
libros, pero seguía frecuentando la biblioteca, que era su puente con el mundo
real, más sólido y más duradero. Le gustaba charlar unos minutos
con la bibliotecaria, que estaba feliz porque María por fin había encontrado un
amor, y tal vez un empleo, aunque no preguntaba nada, ya que los suizos son
tímidos y discretos (gran mentira, porque en el Copacabana y en la cama eran
desinhibidos, alegres o acomplejados como cualquier otro pueblo del mundo).
Del
diario de María, una cálida tarde de domingo:
Todos los hombres, bajos o altos, arrogantes o tímidos,
simpáticos o distantes, tienen una característica en común: llegan a la
discoteca con miedo. Los de más experiencia esconden su pavor hablando alto,
los reprimidos no son capaces de disimular y se ponen a beber para ver si la
sensación desaparece. Pero no me cabe la menor duda de que, salvo rarísimas
excepciones (es decir, los «clientes especiales», que Milan aún no me ha dejado
conocer) están asustados.
¿Miedo de qué? En verdad, soy yo la que debería
estar temblando. Soy yo la que salgo, voy a un lugar extraño, no tengo fuerza
física, no llevo armas. Los hombres son muy raros, y no sólo me refiero a los
que vienen al Copacabana, sino a todos los que he conocido hasta hoy. Pueden
pegar, pueden gritar, pueden amenazar, pero se mueren de miedo ante una mujer.
Tal vez no ante aquella con la que se casaron, pero siempre hay una que los
asusta y los somete a todos sus caprichos. Ni que fuese la propia madre.
25
§
Los hombres que
había conocido desde su llegada a Géneve hacían de todo para parecer seguros de
sí mismos, como si gobernasen el mundo y sus propias vidas; María, sin
embargo, veía en los ojos de cada uno de ellos el terror a la esposa, el pánico
a no conseguir una erección, a no ser lo suficientemente machos ni ante una
simple prostituta a quien estaban pagando. Si fueran a una tienda y no les
gustase el calzado, serían capaces de volver con el ticket en la mano y exigir
el reembolso. Sin embargo, aunque también estuviesen pagando por una compañía,
si no tenían una erección jamás volverían a la misma discoteca, porque creían
que la historia ya se habría extendido entre todas las demás mujeres de allí, y
eso era una vergüenza.
«Soy yo la que
debería tener vergüenza por no ser capaz de excitar a un hombre. Pero, en
realidad, son ellos los que la tienen.» Para evitar estos dilemas, María
procuraba dejarlos siempre a su criterio, y cuando alguno de ellos parecía más
borracho o más frágil de lo normal, evitaba el sexo, y se concentraba sólo en
las caricias y la masturbación, lo que los dejaba muy contentos, por más
absurda que fuese la situación, ya que podían masturbarse ellos solos.
Siempre era preciso
evitar que se sintiesen avergonzados. Aquellos hombres, tan poderosos y
arrogantes en sus trabajos, luchando sin parar con empleados, clientes,
proveedores, prejuicios, secretos, falsas actitudes, hipocresía, miedo,
opresión, terminaban el día en una discoteca, y no les importaba pagar
trescientos cincuenta francos suizos para dejar de ser ellos mismos durante la
noche.
«¿Durante la noche?
María, estás exagerando. En realidad, son cuarenta y cinco minutos y, aun así,
si descontamos el tiempo de quitarse la ropa, ensayar alguna falsa caricia,
hablar de algo trivial, vestirse, reduciremos este tiempo a once minutos de sexo
propiamente dicho.»
Once minutos. El
mundo giraba en torno de algo que duraba solamente once minutos.
Y por esos once
minutos en un día de veinticuatro horas (considerando que todos hiciesen el
amor con sus esposas todos los días, lo que era un verdadero absurdo y una gran
mentira), ellos se casaban, sustentaban a la familia, aguantaban el llanto de
los niños, se deshacían en explicaciones cuando llegaban tarde a casa, veían a
decenas, centenas de mujeres con las que les gustaría pasear por el lago de
Géneve, compraban ropa cara para ellos, ropa aún más cara para ellas, pagaban a
prostitutas para compensar lo que echaban en falta, sustentaban una gigantesca
industria de cosméticos, dietas, gimnasia, pornografía, poder, y cuando
quedaban con otros hombres, al contrario de lo que decía la leyenda, jamás
hablaban de mujeres. Charlaban sobre trabajo, dinero y deporte.
Algo iba muy mal en
la civilización; y ese algo no era la deforestación amazónica, ni la capa de
ozono, ni la muerte de los pandas, ni el tabaco, ni los alimentos
cancerígenos, ni la situación de las cárceles, como gritaban los periódicos.
Era exactamente
aquello en lo que ella trabajaba: el sexo.
Pero
María no estaba allí para salvar a la humanidad, sino para aumentar su cuenta
corriente, sobrevivir seis meses más a la soledad y a la elección que había
hecho, enviar regularmente un dinero a su madre (que se puso muy contenta al
saber que la falta de dinero se debía simplemente al correo suizo, que no
funcionaba tan bien como el correo brasileño), comprar todo lo que siempre
había querido y jamás tuvo. Se mudó a un departamento mucho mejor, con
calefacción central (aunque el verano ya había llegado), y desde su ventana
podía ver una iglesia, un restaurante japonés, un supermercado y un simpático
café, que acostumbraba a frecuentar para leer un poco los periódicos.
Por
lo demás, conforme se había prometido a sí misma, sólo tenía que aguantar medio
año más en la rutina de siempre: Copacabana, aceptar una copa, bailar, qué
piensa de Brasil, hotel, cobrar por adelantado, conversación y saber tocar los
puntos exactos, tanto en el cuerpo como en el alma, ayudar en los problemas
íntimos, ser amiga durante media hora, de la cual once minutos se gastarán en
abre las piernas, cierra las piernas, gemidos fingiendo placer. Gracias,
espero verte la próxima semana, eres realmente un hombre, escucharé el resto
de la historia la próxima vez que nos veamos, excelente propina, aunque no
hacía falta porque ha sido un placer estar contigo.
Y,
sobre todo, no enamorarse jamás. Éste era el más importante, el más sensato de
todos los consejos que la brasileña le había dado, antes de huir, tal vez
porque se había enamorado. En dos meses de trabajo ya había tenido varias
proposiciones de matrimonio, de las que, por lo menos tres de ellas, eran muy
serias: el director de una firma de contabilidad, el piloto con el que había
salido la primera noche y el dueño de una tienda especializada en navajas y
armas blancas. Los tres le habían prometido «sacarla de aquella vida» y darle
una casa decente, un futuro, tal vez hijos y nietos.
¿Todo
por sólo once minutos al día? No era posible. Ahora, después de su experiencia
en el Copacabana, sabía que no era la única persona que se sentía sola. Y el
ser humano puede soportar una semana de sed, dos semanas de hambre, muchos años
sin techo, pero no puede soportar la soledad. Es la peor de todas las torturas,
de todos los sufrimientos. Aquellos hombres, y los otros muchos que querían su
compañía, sufrían como ella este sentimiento destructor, la sensación de que
nadie en esta tierra se preocupaba por ellos.
Para
evitar tentaciones del amor, su corazón sólo estaba en su diario. Entraba en el
Copacabana sólo con su cuerpo y su cerebro, cada vez más receptivo, más
afilado. Había conseguido convencerse de que había llegado a Géneve y había
acabado en la rue de Berne por alguna razón mayor, y cada vez
que alquilaba un libro en la biblioteca confirmaba: nadie ha escrito como es debido sobre estos once minutos más importantes del día. Tal vez fuese ése su destino, por más duro que pudiese parecer en ese momento: escribir un libro, contar su historia, su aventura.
26
que alquilaba un libro en la biblioteca confirmaba: nadie ha escrito como es debido sobre estos once minutos más importantes del día. Tal vez fuese ése su destino, por más duro que pudiese parecer en ese momento: escribir un libro, contar su historia, su aventura.
Eso,
Aventura. Aunque fuese una palabra prohibida que nadie osaba pronunciar, que la
mayoría prefería ver en la televisión, en películas que pasaban y repetían a
distintas horas del día, era eso lo que ella buscaba. Combinaba con desiertos,
con viajes a lugares desconocidos, con hombres misteriosos buscando conversación
en un barco en medio del río, con aviones, estudios de cine, tribus de indios,
icebergs, Africa.
Le
gustó la idea del libro, y llegó a pensar en el título: Once minutos.
Clasificó
a los clientes en tres tipos: los Terminator (nombre puesto en honor de una
película que le había gustado mucho), que entraban oliendo a bebida, fingían
que no miraban a nadie pero creían que todo el mundo los miraba, bailaban un
poco e iban directos al asunto del hotel. Los Pretty Woman (también por una película), que
pretendían ser elegantes, amables, cariñosos, como si el mundo dependiese de
ese tipo de bondad para volver a su sitio, como si estuviesen caminando por la
calle y entrasen por casualidad en la discoteca; eran dulces al principio, e
inseguros cuando llegaban al hotel, y por culpa de eso, siempre eran más
exigentes que los Terminator. Y finalmente, los Padrinos (también por otra
película), que trataban el cuerpo de una mujer como si fuese una mercancía.
Eran los más auténticos, bailaban, charlaban, no dejaban propina, sabían lo
que estaban comprando y cuánto valía, jamás se dejarían llevar por la
conversación de ninguna mujer que escogiesen. Ésos eran los únicos que, de una
manera muy sutil, conocían el significado de la palabra Aventura.
Del diario de
María, un día que tenía el período y no podía trabajar:
Si tuviese que contarle hoy mi
vida a alguien, podría hacerlo de tal manera que me verían como a una mujer
independiente, valiente y feliz. Nada de eso: me está prohibido mencionar la
única palabra que es mucho más importante que los once minutos: amor. Durante
toda mi vida he entendido el amor como una especie de esclavitud consentida. Es
mentira: la libertad sólo existe cuando él está presente. Aquel que se entrega
totalmente, que se siente libre, ama al máximo. Y el que ama al máximo se siente
libre.
Por eso, a pesar de todo lo que
pueda vivir, hacer, descubrir, nada tiene sentido. Espero que este tiempo pase
de prisa, para poder volver a la búsqueda de mí misma, bajo la forma de un
hombre que me entienda, que no me haga sufrir.
¿Pero qué tonterías estoy
diciendo? En el amor, nadie puede machacar a nadie; cada uno de nosotros es
responsable de lo que siente, y no podemos culpar al otro por eso.
Me sentí herida cuando perdía
los hombres de los que me enamoré. Hoy, estoy convencida de que nadie pierde a
nadie, porque nadie posee a nadie.
Ésa es la verdadera experiencia
de la libertad: tener lo más importante del mundo sin poseerlo.
§
Pasaron
otros tres meses, el otoño llegó, y llegó también finalmente la fecha marcada
en el calendario: noventa días para el viaje de vuelta. Todo había pasado tan
de prisa y tan lentamente, pensó ella, descubriendo que el tiempo corría en
dos dimensiones diferentes según su estado de espíritu; pero, en cualquier
caso, su aventura estaba llegando al final. Podría continuar, está claro, pero
no olvidaba la sonrisa triste de la mujer invisible que la había acompañado por
el paseo alrededor del lago diciéndole que las cosas no eran así de simples.
Por más que estuviese tentada de continuar, por más preparada que estuviese
para los desafíos que habían surgido en su camino, todos esos meses conviviendo
sólo consigo misma le habían enseñado que hay un momento para dejarlo todo.
Dentro de noventa días volvería al interior de Brasil, compraría una pequeña
hacienda (después de todo, había ganado más de lo que esperaba), algunas vacas
(brasileñas, no suizas), invitaría a su padre y a su madre a vivir con ella,
contrataría a dos empleados y la pondría a funcionar.
Aunque
creyese que el amor es la verdadera experiencia de la libertad, y que nadie
puede poseer a otra persona, todavía alimentaba sus secretos deseos de
venganza, y parte de ellos era su retorno triunfal a Brasil. Después de montar
su hacienda, iría hasta la ciudad, pasaría por el banco donde trabajaba el chico
que había salido con su mejor amiga y haría un gran ingreso en efectivo.
«Hola,
¿cómo estás? ¿No me reconoces?», preguntaría él. Ella fingiría un gran esfuerzo
de memoria, y acabaría diciendo que no, que llevaba un año entero en EU-RO-PA
(pronunciar bien despacio, para que todos sus compañeros escuchen);
mejor dicho, en SUI-zA (sonaría más exótico y más
aventurero que Europa), donde están los mejores bancos del mundo.
¿Quién
era? Él mencionaría los tiempos del colegio. Ella diría: «Ah... creo que ya me
acuerdo», pero poniendo cara de quien no se acuerda. Ya está, la venganza
estaba consumada, después había que seguir trabajando, y cuando el negocio
fuese como preveía, podría dedicarse a aquello que más le
importaba en la vida: descubrir a su verdadero amor, el hombre que la había esperado todos esos años, pero que todavía no había tenido la oportunidad de conocer.
27
importaba en la vida: descubrir a su verdadero amor, el hombre que la había esperado todos esos años, pero que todavía no había tenido la oportunidad de conocer.
María
resolvió olvidar para siempre la idea de escribir un libro con el título de Once minutos. Ahora
tenía que concentrarse en la hacienda, en los planes para el futuro, o acabaría
retrasando su viaje, un riesgo fatal.
Aquella
tarde salió a visitar a su mejor y única amiga, la bibliotecaria. Le pidió un
libro sobre economía y administración de haciendas. La bibliotecaria le
confesó:
-¿Sabes?
Hace algunos meses, cuando viniste en busca de títulos sobre sexo, llegué a
temer por tu destino. Son muchas las chicas bonitas que se dejan llevar por la
ilusión del dinero fácil, y se olvidan de que un día serán viejas y ya no
tendrán la oportunidad de encontrar al hombre de sus vidas.
-¿Se
refiere a la prostitución? -Una palabra muy fuerte.
-Como
ya le he dicho, trabajo en una empresa de importación y exportación de carne.
Sin embargo, si tuviese la oportunidad de prostituirme, ¿serían las consecuencias
tan graves si parase en el momento justo? Después de todo, ser joven también
significa hacer cosas equivocadas.
-Todos
los drogadictos dicen lo mismo; basta con saber cuándo parar. Pero nadie para.
-Debe
de haber sido usted muy bonita, nacida en un país que respeta a sus habitantes.
¿Ha sido eso suficiente para sentirse feliz?
-Estoy
orgullosa de cómo superé mis obstáculos.
¿Debía
continuar la historia? Bueno, aquella chica necesitaba aprender algo sobre la
vida.
-Tuve
una infancia feliz, estudié en uno de los mejores colegios de Berna, vine a
trabajar a Genéve y me casé con un hombre que amaba. Lo hice todo por él, él
también lo hizo todo por mí, el tiempo pasó, y llegó la jubilación. Cuando se
vio libre para emplear su tiempo en todo lo que le apetecía, sus ojos se
volvieron tristes, porque tal vez, en toda su vida, jamás pensó en sí mismo.
Nunca discutimos seriamente, no tuvimos grandes emociones, él jamás me
traicionó ni me faltó al respeto en público. Vivimos una vida
normal pero tan normal que sin trabajo él se sintió inútil, sin
importancia, y murió un año después, de cáncer.
Le
estaba contando la verdad, pero podía influir de manera negativa en la chica.
-En
cualquier caso, es mejor una vida sin sorpresas -concluyó-. Tal vez mi marido
se habría muerto antes, de no ser así.
María
salió decidida a investigar sobre haciendas. Como tenía la tarde libre,
resolvió pasear un poco, y se fijó, en la parte alta de la ciudad, en una
pequeña placa amarilla con un sol y una inscripción: «Camino de Santiago».
¿Qué era aquello? Como había un bar del otro lado de la calle, y como había
aprendido a preguntar todo lo que no sabía, decidió entrar e informarse.
-No
tengo ni idea -dijo la chica de detrás de la barra.
Era
un lugar elegante, y el café costaba tres veces más de lo normal. Pero como
tenía dinero, y ya que estaba allí, pidió un calé, y resolvió dedicar las
horas siguientes a aprenderlo todo sobre administración de haciendas. Abrió el
libro con entusiasmo, pero no consiguió concentrarse en la lectura, era
aburridísimo. Sería mucho más interesante hablar con alguno de sus clientes al
respecto, ellos siempre sabían la mejor manera de administrar el dinero. Pagó
el café, se levantó, dio las gracias a la chica que la atendió, dejó una buena
propina (había creado una superstición al respecto, si daba mucho, recibiría
también mucho), caminó en dirección a la puerta y, sin darse cuenta de la
importancia de aquel momento, oyó la frase que cambiaría para siempre sus
planes, su futuro, su hacienda, su idea de felicidad, su alma de mujer, su actitud
de hombre, su lugar en el mundo:
-Espera
un momento.
Miró
sorprendida hacia un lado. Aquello era un bar respetable, no era el
Copacabana, donde los hombres tienen derecho a decir eso, aunque las mujeres
puedan responder: «Me voy, y tú no vas a impedírmelo».
Se
preparaba para ignorar el comentario, pero su curiosidad fue más fuerte, y se
volvió en dirección a la voz. Lo que vio fue una escena extraña: un hombre de
aproximadamente treinta años (¿o acaso debía pensar «un chico de
aproximadamente treinta años»? Su mundo había envejecido muy de prisa), de pelo
largo, arrodillado en el suelo, con varios pinceles diseminados a su lado,
dibujando a un señor, sentado en una silla, con un vaso de anís a su lado. No
se había fijado en ellos al entrar.
-No
te vayas. Estoy terminando este retrato y me gustaría pintarte a ti también.
María
respondió, y al responder creó el lazo que faltaba en el universo:
-No
me interesa.
-Tienes
luz. Déjame por lo menos hacer un esbozo.
¿Qué
era un esbozo? ¿Qué era «luz»? No dejaba de ser una mujer vanidosa, ¡imagina
tener un retrato pintado por alguien que parecía serio! Empezó a delirar: ¿y si
era un pintor famoso? ¡Ella sería inmortalizada para siempre en un lienzo!
¡Expuesta en París, o en Salvador de Bahía! ¡Un mito!
Por
otro lado, ¿qué hacía aquel hombre, con todo aquel desorden a su alrededor, en
un bar tan caro y posiblemente bien frecuentado?
Adivinando
su pensamiento, la chica que servía a los clientes dijo bajito:
-Es
un artista muy conocido.
28
Su
intuición no había fallado. María procuró controlarse y mantener la sangre
fría.
-Viene
aquí de vez en cuando y siempre trae a un cliente importante. Dice que le
gusta el ambiente, que lo inspira; está haciendo un cuadro con la gente que representa
a la ciudad, fue un encargo del ayuntamiento.
María
miró al hombre que estaba siendo pintado. De nuevo la camarera leyó su
pensamiento.
-Es
un químico que ha hecho un descubrimiento revolucionario. Ha ganado el Premio
Nobel.
-No
te vayas -repitió el pintor-. Acabo dentro de cinco minutos. Pide lo que
quieras y que lo pongan en mi cuenta.
Como
hipnotizada por la orden, María se sentó en el bar, pidió un cóctel de anís
(como no acostumbraba a beber, lo único que se le ocurrió fue imitar al tal premio
Nobel), y esperó mientras miraba trabajar al hombre. «No represento a la
ciudad, debe de estar interesado en otra cosa. Pero no es mi tipo», pensó automáticamente,
repitiendo lo que siempre decía para sí misma desde que había empezado a
trabajar en el Copacabana; era su tabla de salvación y su renuncia voluntaria a
las trampas del corazón.
Una
vez que estaba eso claro, no le costaba nada esperar un poco, tal vez la chica
de la barra tuviese razón y aquel hombre podría abrirle las puertas de un mundo
que no conocía, pero con el que siempre había soñado: al fin y al cabo, ¿no
había pensado seguir la carrera de modelo?
Permaneció
observando la agilidad y la rapidez con las que él concluía su trabajo, por lo
visto era un lienzo muy grande, pero estaba completamente doblado, y ella no
podía ver los demás rostros allí retratados. ¿Y si ahora tuviese una segunda
oportunidad? El hombre -había decidido que era «hombre» y no «chico», porque
si no comenzaría a sentirse demasiado vieja para su edad- no parecía de los
que hacen esa proposición sólo para pasar una noche con ella. Cinco minutos
después, conforme había prometido, él había terminado su trabajo, mientras
María se concentraba en Brasil, en su futuro brillante y en su absoluta falta
de interés por conocer gente nueva que pudiese poner todos sus planes en
peligro.
-Gracias,
ya puede cambiar de posición -le dijo el pintor al químico, que pareció
despertar de un sueño.
Y
girándose hacia María, dijo sin rodeos:
-Colócate
en aquella esquina, y ponte cómoda. La luz es perfecta.
Como
si ya todo estuviese planeado por el destino, como si fuese lo más natural del
mundo, como si siempre hubiese conocido a aquel hombre, o hubiese vivido aquel
momento en sueños y ahora supiese qué hacer en la vida real, María tomó su vaso
de anís, el bolso, los libros sobre administración de haciendas, y se dirigió
al lugar indicado por el pintor, una mesa cerca de la ventana. Él recogió los
pinceles, el lienzo grande, una serie de pequeños frascos llenos de tinta de
diversos colores, un paquete de cigarrillos, y se arrodilló a sus pies.
-Mantén
siempre la misma posición.
-Eso
es mucho pedir; mi vida está en constante movimiento. Era una frase que
consideraba brillante, pero él no le prestó la menor atención. María, procurando
mantener la naturalidad, porque la mirada de aquel hombre la hacía sentirse muy
incómoda, señaló el lado de fuera de la ventana, donde se veía la calle y la
placa:
-¿Qué
es «Camino de Santiago»?
-Una
ruta de peregrinación. En la Edad Media, personas venidas de toda Europa pasaban por esta calle en dirección a una ciudad de
España, Santiago de Compostela.
Él
dobló una parte del lienzo y preparó los pinceles. María seguía sin saber muy
bien qué hacer.
-¿Quieres
decir que, si sigo esta calle, llegaré a España? -Dentro de dos o tres meses.
Pero ¿puedo pedirte un favor? permanece en silencio; esto no dura más de diez
minutos. Y quita el paquete de la mesa.
-Son
libros -respondió ella, con una cierta dosis de irritación por el tono
autoritario de la petición. Quería que él supiese que estaba ante una mujer
culta, que gastaba su tiempo en bibliotecas, no en tiendas. Pero él mismo tomó
el paquete y lo puso en el suelo, sin ningún tipo de ceremonia.
No
había conseguido impresionarlo. De hecho, no tenía la menor intención de
impresionarlo, estaba fuera de su horario de trabajo, guardaría la seducción
para más tarde, con hombres que pagaban bien por su esfuerzo. ¿Por qué
intentar relacionarse con aquel pintor, que tal vez no tuviese dinero ni para
invitarla a un café? Un hombre de treinta años no debe llevar el pelo largo,
queda ridículo. ¿Por qué creía que no tenía dinero? La chica del bar había
dicho que era una persona conocida, ¿o acaso era el químico el que era famoso?
Se fijó en su ropa, pero no le decía mucho; la vida le había enseñado que
hombres vestidos displicentemente, como era su caso, parecían siempre tener
más dinero que los que usaban traje y corbata.
«¿Qué
hago pensando en este hombre? Lo que me interesa es el cuadro.»
Diez
minutos no era un precio muy alto por la oportunidad de hacerse inmortal en una
pintura. Vio que él la estaba pintando al lado del químico premiado, y empezó a
preguntarse si iba a pedirle algún tipo de pago al final.
-Gira
la cabeza hacia la ventana.
29
Una
vez más, María obedeció sin preguntar nada, lo que no formaba en absoluto parte
de su carácter. Se puso a mirar a las personas que pasaban, la placa del
camino, imaginando que aquella calle llevaba allí muchos siglos, una ruta que
había sobrevivido al progreso, a los cambios del mundo, a los propios cambios
del hombre. Tal vez fuese un buen presagio; aquel cuadro podía tener el mismo
destino, estar en un museo dentro de quinientos años.
Él
empezó a dibujar y, a medida que el trabajo progresaba, ella iba perdiendo la
alegría inicial y empezó a sentirse insignificante. Al entrar en aquel bar, era
una mujer segura de sí misma, capaz de tomar una decisión muy difícil,
abandonar un trabajo que le daba dinero para aceptar un desafío todavía más
difícil, dirigir una hacienda en su tierra. Ahora, parecía haber vuelto la
sensación de inseguridad ante el mundo, cosa que una prostituta jamás se puede
permitir el lujo de sentir.
Finalmente
acabó descubriendo la razón de su incomodidad: por primera vez en muchos meses
alguien no la veía como un objeto, ni como una mujer, sino como algo que no
conseguía entender, aunque la definición más próxima fuese «él está viendo mi
alma, mis miedos, mi fragilidad, mi incapacidad para luchar con un mundo que
yo finjo dominar, pero del que no sé nada».
Ridículo,
continuaba delirando. -Me gustaría que...
-Por
favor, no hables -dijo el hombre-. Estoy viendo tu luz. Nunca nadie le había
dicho eso. «Estoy viendo tus senos duros», «estoy viendo tus muslos bien
torneados», «estoy viendo esa belleza exótica de los trópicos», o, como mucho,
«estoy viendo que quieres salir de esta vida, ¿por qué no me das una
oportunidad y alquilo un departamento para ti?». Éstos eran los comentarios
que acostumbraba a oír pero... ¿tu luz? ¿Acaso se refería al atardecer?
-Tu
luz personal -completó él, dándose cuenta de que ella no había entendido nada.
Luz
personal. Bien, nadie podía estar más lejos de la realidad que aquel inocente
pintor. que incluso con sus posibles treinta años no había aprendido nada de la
vida. Como todo el mundo sabe, las mujeres maduran mucho más de prisa que los
hombres, y María, aunque no se pasase las noches en vela pensando en conflictos
filosóficos, al menos una cosa sí sabía: no poseía aquello que el pintor
llamaba «luz» y que ella interpretaba como un «brillo especial». Era una
persona como todas las demás, sufría su soledad en silencio, intentaba
justificar todo lo que hacía, fingía ser fuerte cuando se sentía muy débil,
fingía ser débil cuando se sentía fuerte, había renunciado a cualquier pasión
en nombre de un trabajo peligroso; pero ahora, ya cerca del final, tenía planes
para el futuro y arrepentimientos en el pasado, y una persona así no tiene
ningún «brillo especial». Aquello debía de ser simplemente una manera de
mantenerla callada y satisfecha por permanecer allí, inmóvil, haciendo el
papel de boba.
«Luz
personal. Podría haber escogido otra cosa, como "tu perfil es
bonito".»
¿Cómo
entra luz en una casa? Si las ventanas están abiertas. ¿Cómo entra luz en una
persona? Si la puerta del amor está abierta. Y, definitivamente, la suya no lo
estaba. Debía de ser un pésimo pintor, no entendía nada.
-He
terminado -dijo él, y empezó a recoger sus enseres. María no se movió. Tenía
ganas de pedirle que la dejase ver el cuadro, pero al mismo tiempo eso podía
significar una falta de educación, no confiar en lo que él había hecho. La
curiosidad, sin embargo, habló más alto. Ella se lo pidió, él aceptó.
Sólo
había dibujado su rostro; se parecía a ella, pero si algún día hubiese visto
aquel cuadro sin conocer a la modelo, habría dicho que era alguien mucho más
fuerte, llena de una «luz» que ella no conseguía ver reflejada en el espejo.
-Mi
nombre es Ralf Hart. Si quieres, puedo invitarte a otra copa.
-No,
gracias.
Por
lo visto, el encuentro ahora caminaba de la manera tristemente prevista: el
hombre intentaba seducir a la mujer.
-Por
favor, otros dos vasos de anís -pidió, sin dar importancia al comentario de
María.
¿Qué
tenía que hacer? Leer un aburrido libro sobre administración de haciendas.
Caminar, como ya había hecho otras tantas veces, por la orilla del lago. O
charlar con alguien que había visto en ella una luz que desconocía, justamente
en la fecha marcada en el calendario para el comienzo del fin de su
«experiencia». -¿Qué haces?
Ésta
era la pregunta que no quería oír, que la había hecho evitar muchas citas
cuando, por una razón o por otra, alguien se acercaba a ella (lo que ocurría
raramente en Suiza, dada la naturaleza discreta de sus habitantes). ¿Cuál
sería la respuesta posible? -Trabajo en una discoteca.
Ya
está. Un enorme peso desapareció de su espalda, y se alegró por todo lo que
había aprendido desde su llegada a Suiza; preguntar (¿qué son los kurdos? ¿Qué
es el Camino de Santiago?) y responder (trabajo en una discoteca) sin
importarle lo que pensaran.
-Creo
que te he visto antes.
María
presintió que él quería ir más lejos, y saboreó su pequeña victoria; el pintor
que minutos antes le daba órdenes, que parecía absolutamente seguro de lo que
quería, ahora volvía a ser un hombre como los demás, inseguro ante una mujer
que no conoce.
-¿Y
esos libros?
Ella
se los enseñó. Administración de haciendas. El hombre pareció sentirse más
inseguro aún.
-¿Trabajas
en sexo?
30
Él
se había arriesgado. ¿Acaso se vestía como una prostituta? En cualquier caso,
tenía que ganar tiempo. Se estaba probando a sí misma, aquello empezaba a ser
un juego interesante, no tenía absolutamente nada que perder.
-¿Por
qué los hombres sólo piensan en eso? Él volvió a meter los libros en la bolsa.
-Sexo
y administración de haciendas. Dos cosas muy aburridas.
¿Qué?
De repente, se sentía desafiada. ¿Cómo podía hablar tan mal de su profesión?
Bien, él todavía no sabía en qué trabajaba ella, simplemente se arriesgaba con
una suposición, pero no podía dejarlo sin respuesta.
-Pues
yo pienso que no hay nada más aburrido que la pintura; algo detenido, un
movimiento que fue interrumpido, una fotografía que jamás es fiel al original.
Algo muerto, por lo que ya nadie se interesa, aparte de los pintores, gente
que se cree importante, culta, y que no ha evolucionado como el resto del
mundo. ¿Has oído hablar de Joan Miró? Yo no, sólo a un árabe en un restaurante,
y eso no cambió absolutamente nada en mi vida.
No
sabía si había ido demasiado lejos, porque llegaron las bebidas, y la
conversación fue interrumpida. Ambos permanecieron sin decir palabra durante un
rato. María pensó que ya era hora de irse, y tal vez Ralf Hart hubiese pensado
lo mismo. Pero allí estaban aquellos dos vasos llenos de aquella bebida
horrorosa, y eso era un pretexto para seguir juntos.
-¿Por
qué los libros sobre haciendas?
-¿Qué
quieres decir?
-He
estado en la rue de Berne. Después de decirme dónde trabajabas,
recordé que ya te había visto antes: en aquella discoteca cara. Sin embargo,
mientras te pintaba, no me di cuenta: tu «luz» era muy fuerte.
María
sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Por primera vez sintió
vergüenza de lo que hacía, aunque no tuviese la menor razón para ello;
trabajaba para sustentarse ella y su familia. Era él el que debería sentir
vergüenza de ir a la rue de Berne; de un momento a otro, todo aquel posible
encanto había desaparecido.
-Escucha,
Ralf Hart, aunque sea brasileña, hace nueve meses que vivo en Suiza. Y he
aprendido que los suizos son discretos porque viven en un país muy pequeño,
casi todos se conocen, como acabamos de ver, razón por la cual nadie pregunta
por la vida de los demás. Tu comentario ha sido impropio y muy poco delicado,
pero si tu objetivo era humillarme para sentirte mejor, estás perdiendo el
tiempo. Gracias por el licor de anís, que es horroroso, pero que voy a tomar
hasta el final. Y después voy a fumarme un cigarrillo. Y finalmente, me
levantaré y me marcharé. Pero tú puedes salir en este momento, ya que no es
bueno para los pintores famosos sentarse a la misma mesa que una prostituta.
Porque es eso lo que soy, ¿sabes? Una prostituta. Sin ninguna culpa, de los
pies a la cabeza, de arriba abajo, una prostituta. Y ésta es mi virtud: no
engañar, ni a mí misma ni a ti. Porque no vale la pena, no mereces ni una
mentira. ¿Te imaginas si el químico famoso, al otro lado del restaurante,
descubriese quién soy?
Ella
empezó a levantar la voz:
-¡Una
prostituta! ¿Y sabes qué más? ¡Eso me hace libre, saber que me marcho de esta
maldita tierra exactamente dentro de noventa días, cargada de dinero, mucho más
culta, capaz de escoger un buen vino, con la bolsa repleta de fotos que saqué
en la nieve y entendiendo la naturaleza de los hombres!
La
chica del bar escuchaba, asustada. El químico parecía no prestar atención. Pero
tal vez fuese el alcohol, tal vez la sensación de que pronto sería otra vez una
mujer de pueblo, tal vez la gran alegría de poder decir en qué trabajaba y
reírse de las reacciones de sorpresa, de las miradas de crítica, de los gestos
de escándalo.
-¿Has
entendido bien, Ralf Hart? De arriba abajo, de los pies a la cabeza, ¡soy una
prostituta, y ésa es mi cualidad, mi virtud! Él no dijo nada. Ni se movió.
María sintió que su confianza volvía.
-Y
tú eres un pintor que no entiende a sus modelos. Tal vez el químico sentado
allí, distraído, durmiendo, sea realmente un ferroviario, y el resto de las
personas de tu cuadro sean siempre aquello que no son. Si no fuese así, jamás
habrías dicho que puedes ver una «luz especial» en una mujer que, como has
descubierto durante la pintura, ¡NO ES MÁS QUE UNA
PROS-TI-TU-TA!
Las
palabras finales fueron pronunciadas lentamente, en voz alta. El químico
despertó, y la chica del bar trajo la cuenta.
-No
tiene nada que ver con la prostituta, sino con la mujer que eres. -Ralf ignoró
la cuenta, y también respondió lentamente, pero en voz baja.- Tienes brillo.
La luz que viene de la fuerza de voluntad, de alguien que sacrifica cosas
importantes en nombre de otras que juzga todavía más importantes. Los ojos,
esa luz se manifiesta en los ojos.
María
se sintió desarmada; él no había aceptado su provocación. Quiso creer que
deseaba seducirla y nada más. Le estaba prohibido pensar -por lo menos en los
próximos noventa días- que existen hombres interesantes sobre la faz de la
tierra.
-¿Ves
este licor de anís? -continuó él-. Pues tú ves simplemente un licor de anís.
Yo, sin embargo, como necesito entrar en lo que hago, veo la planta de donde
nació, las tempestades a las que esa planta se enfrentó, la mano que recogió
los granos, el viaje en barco desde otro continente hasta aquí, los olores y
colores que esa planta, antes de ser puesta en alcohol, dejó que la tocasen y
que formasen
parte de ella. Si algún día yo pintase esta escena, pintaría todo eso, aunque, al mirar el cuadro, tú creyeses que estabas ante un simple licor de anís.
31
parte de ella. Si algún día yo pintase esta escena, pintaría todo eso, aunque, al mirar el cuadro, tú creyeses que estabas ante un simple licor de anís.
»De
la misma manera, mientras mirabas la calle y pensabas -porque sé que lo
pensabas- en el Camino de Santiago, yo pinté tu infancia, tu adolescencia, tus
sueños deshechos en el pasado, tus sueños en el futuro, tu voluntad, que es lo
que más me intriga. Cuando viste el cuadro...
María
bajó la guardia, sabiendo que sería muy difícil levantarla de allí en
adelante.
-Yo
vi esa luz...
»...
aunque allí hubiese una mujer que sólo se parece a ti. De nuevo, el incómodo
silencio. María miró el reloj.
-Tengo
que irme dentro de unos minutos. ¿Por qué dijiste que el sexo era aburrido?
-Tú
debes de saberlo mejor que yo.
-Yo
lo sé porque trabajo en eso. Hago lo mismo todos los días. Pero tú eres un
hombre de treinta años...
-Veintinueve...
-...
Joven, atractivo, famoso, que todavía debería estar interesado en estas cosas,
y que no necesita ir a la rue de Berne para conseguir compañía.
-Sí
que lo necesita. Me he acostado con alguna de tus colegas, no porque tuviese
problemas para conseguir compañía. Mi problema es conmigo mismo.
María
sintió un poco de celos, y se asustó. Ahora entendía que realmente tenía que
irse.
-Era
mi última tentativa. Ahora he desistido -dijo Ralf, empezando a reunir el material
diseminado por el suelo.
-¿Tienes
algún problema físico? -Ninguno. Simplemente, desinterés. No era posible.
-Paga
la cuenta. Vamos a caminar. En realidad, creo que mucha gente siente lo mismo,
pero nadie lo dice, está bien charlar con alguien tan sincero.
Salieron
por el Camino de Santiago, era una subida y una bajada que terminaba en el
río, que terminaba en el lago, que terminaba en las montañas, que terminaba en
un remoto lugar de España. Pasaron junto a gente que volvía de comer, madres
con sus cochecitos de bebé, turistas que sacaban fotos del hermoso chorro de agua en el medio del lago, mujeres musulmanas
con la cabeza cubierta por un pañuelo, chicos y chicas haciendo jogging, todos peregrinos en busca de
esa ciudad mitológica, Santiago de Compostela, que tal vez ni siquiera existía,
que tal vez era una leyenda en la que la gente necesita creer para darle
sentido a su vida. En el camino recorrido por tanta gente, hace tanto tiempo,
también andaban aquel hombre de pelo largo cargando una pesada mochila llena
de pinceles, tintas, lienzos, y una chica con una bolsa llena de libros sobre
administración de haciendas. A ninguno de los dos se le ocurrió preguntar por
qué hacían aquella peregrinación juntos; era lo más normal del mundo, él lo sabía
todo sobre ella, aunque ella no supiese nada sobre él.
Y
por eso resolvió preguntar, ahora lo preguntaba todo. Al principio él se hizo
el tímido, pero ella sabía cómo conseguir cualquier cosa de un hombre, y él
acabó contando que se había casado dos veces (¡récord para tener veintinueve
años!), que había viajado mucho, había conocido reyes, actores famosos, fiestas
inolvidables... Había nacido en Géneve, había vivido en Madrid, Amsterdam,
Nueva York, y en una ciudad del sur de Francia llamada Tarbes, que no estaba
en ninguna ruta turística importante, pero que a él le encantaba por su
proximidad a las montañas Y por el calor en el corazón de sus habitantes. Su
talento había sido descubierto cuando tenía veinte años, cuando un gran marchante
de arte había ido a comer, por casualidad, a un restaurante
japonés de su ciudad natal, decorado con sus trabajos. Había ganado mucho
dinero, era joven ,, estaba sano, podía hacer cualquier cosa, ir a cualquier
lugar, quedarse con quien deseara, ya había vivido todos los placeres que un
hombre puede vivir, hacía lo que le gustaba, y sin embargo, a pesar de todo
aquello, fama, dinero, mujeres. viajes, era un hombre infeliz que sólo tenía
una alegría en la vida: el trabajo.
-¿Te
han hecho sufrir las mujeres? -preguntó ella, dándose cuenta en seguida de que
era una pregunta idiota, probablemente escrita en un manual sobre Todas las
cosas que las mujeres deben
saber para conquistar a un hombre.
-Nunca
me han hecho sufrir. Fui muy feliz en mis dos matrimonios. Fui traicionado y
traicioné como cualquier pareja normal. Sin embargo, después de pasado algún
tiempo, ya no me interesaba el sexo. Continuaba amando, sintiendo la falta de
compañía, pero el sexo... ¿por qué estamos hablando de sexo?
-Porque,
como tú mismo has dicho, yo soy una prostituta.
-Mi
vida no tiene gran interés. Soy un artista que consiguió tener éxito siendo
joven, lo cual es raro, y en pintura, rarísimo. Que hoy en día puede pintar
cualquier tipo de cuadro, y valdrá un buen dinero, aunque los críticos se
pongan furiosos, creyendo que sólo ellos saben lo que es el «arte». Una persona
de la que todos creen que tiene respuesta para todo, y cuanto más callado
estoy, más inteligente me consideran.
Él
continuó contando su vida: todas las semanas lo invitaban a algún acto, en
algún lugar del mundo. Tenía un agente que vivía en Barcelona, ¿sabía dónde
estaba? Sí, María lo sabía, estaba en España. El agente se ocupaba de todo lo
relacionado con dinero, invitaciones, exposiciones, pero jamás lo presionaba
para hacer nada que él no quisiese, ya que, después de muchos años de trabajo,
habían conseguido una cierta estabilidad en el mercado.
32
-¿Es
una historia interesante? -su voz denotaba una ligera inseguridad.
-Yo
diría que es una historia muy diferente. A mucha gente le gustaría estar en tu
piel.
Ralf
quiso saber cosas de María.
-Yo
soy tres, dependiendo de la persona que me busca. La Niña Ingenua, que mira al
hombre con admiración, y finge estar impresionada con sus historias de poder y
de gloria. La Mujer Fatal, que ataca a aquellos que se sienten más inseguros,
pero que al reaccionar así, tomando el control de la situación, hace que se sientan más cómodos, porque ellos no
tienen que preocuparse por nada más.
»Y,
finalmente, la Madre Comprensiva, que cuida de los que necesitan consejo y
escucha, con aire de quien lo comprende todo, historias que le entran por un
oído y le salen por el otro. ¿A cuál de las tres quieres conocer?
-A
ti.
María
se lo contó todo, porque necesitaba contarlo, era la primera vez que lo hacía,
desde que había salido de Brasil. Al final, descubrió que, a pesar de su empleo
poco convencional, no había sucedido nada demasiado emocionante aparte de la
semana en Río y del primer mes en Suiza. Todo era casa, trabajo, casa, trabajo,
y nada más.
Cuando
terminó, estaban de nuevo sentados en un bar, esta vez al otro lado de la
ciudad, lejos del Camino de Santiago, cada cual pensando en lo que el destino
había reservado para el otro. -¿Falta algo? -preguntó ella. -Cómo decir «hasta
luego».
Sí.
Porque no había sido una tarde como las demás. María se sentía angustiada,
tensa, por haber abierto una puerta y no saber cómo cerrarla.
-¿Cuándo
podré ver el lienzo?
Ralf
le tendió una tarjeta de su agente en Barcelona. -Llámala dentro de seis meses,
si aún estás en Europa. Las caras de Géneve, gente
famosa y gente anónima, será expuesta por primera vez en una galería de Berlín.
Después hará una gira por Europa.
María
se acordó del calendario, de los noventa días que faltaban, de todo lo que
cualquier relación, cualquier lazo, podría significar de peligroso.
«¿Qué
es lo más importante de esta vida? ¿Vivir o fingir que he vivido? ¿Me arriesgo
ahora, diciéndole que ha sido la tarde más hermosa que he pasado en esta
ciudad? ¿Le agradezco que me haya escuchado sin críticas y sin comentarios? ¿O
me limito a poner la coraza de mujer con fuerza de voluntad, con «luz especial»,
y me voy sin hacer ningún comentario?»
Mientras
andaban por el Camino de Santiago, y a medida que se escuchaba a sí misma
contando su vida, María había sido una mujer feliz. Podía contentarse con eso,
ya era un gran regalo de la vida.
-Iré
a buscarte -dijo Ralf Hart.
-No
lo hagas. Me voy dentro de nada a Brasil. No tenemos nada que darnos el uno al
otro.
-Iré
a buscarte como cliente.
-Eso
será una humillación para mí.
-Iré
a buscarte para que me salves.
Él
había hecho aquel comentario al principio, sobre el desinterés por el sexo.
Ella quiso decir que sentía lo mismo, pero se controló; había ido demasiado
lejos en sus negativas, era más inteligente permanecer callada.
Qué
patético. Una vez más estaba allí con un chico, que esta vez no le pedía un
lápiz, sino un poco de compañía. Miró a su pasado y, por primera vez, se
perdonó a sí misma: no había sido culpa suya, sino del niño inseguro, que
había desistido a la primera tentativa. Eran pequeños, y los pequeños se
comportan así, ni ella ni el niño estaban equivocados, y eso supuso un gran
alivio, se sintió mejor, no había desperdiciado su primera oportunidad en la
vida. Todos lo hacen, es parte de la iniciación del ser humano en busca de su
otra parte, las cosas son así.
Sin
embargo, ahora la situación era diferente. Por inmejorables que fuesen las
razones (me voy a Brasil, trabajo en una discoteca, no hemos tenido tiempo de
conocernos bien, no me interesa el sexo, no quiero saber nada de amor, tengo
que aprender a administrar haciendas, no entiendo nada de pintura, vivimos en
mundos diferentes), la vida la desafiaba. Ya no era una niña, tenía que
escoger.
Prefirió
no responder. Apretó su mano, como era la costumbre en aquella tierra, y se
fue en dirección a su casa. Si él era realmente el hombre que a ella le
gustaría que fuese, no se dejaría intimidar por su silencio.
§
Fragmento
del diario de María, escrito aquel mismo día:
Hoy, mientras andábamos
alrededor del lago, por este extraño Camino de Santiago, el hombre que estaba
conmigo, un pintor, una vida diferente de la mía, tiró una piedrecilla al
agua. En el lugar en el que cayó la piedra aparecieron pequeños círculos que se
fueron ampliando, ampliando, hasta alcanzar a un pato que pasaba
casualmente por allí y que nada tenía que ver con la piedra. Era vez de asustarse con la onda inesperada, decidió jugar con ella.
33
casualmente por allí y que nada tenía que ver con la piedra. Era vez de asustarse con la onda inesperada, decidió jugar con ella.
Algunas horas antes de esta
escena, yo entré en un café, oí una voz y fue, como si Dios hubiese tirado una
piedrecilla en aquel lugar. Las ondas de energía me tocaron a mí y a un hombre
que estaba en una esquina, pintando un cuadro. Él sintió la vibración de la
piedra, Yo también. ¿Y ahora?
El pintor sabe cuándo encuentra
a una modelo. El músico sabe cuándo su instrumento está afinado. Aquí, en mi
diario, soy consciente de que ciertas frases no son escritas por mí, sino por
una mujer llena de «luz» que soy y rechazo aceptar.
Puedo seguir así. Pero también
puedo, congo el patito del lago, divertirme y alegrarme con la ola que llegó
de repente y alteró el agua.
Existe un nombre para esa
piedra: pasión. Describe la belleza de un encuentro fulminante entre dos personas,
pero no se limita a eso; está en la excitación de lo inesperado, en el deseo de
hacer algo con fervor, en la certeza de que se va a conseguir realizar un
sueño.
La pasión nos da señales que nos
guían la vida, y me toca a mí descifrar esas
señales.
Me gustaría creer que estoy
enamorada. De alguien a quien izo conozco y que no entraba en mis planes. Todos
estos meses de autocontrol, de rechazar el amor; han dado como resultado
exactamente lo opuesto: dejarme llevar por la primera persona que me prestó
una atención diferente.
Menos mal que no tengo su teléfono,
que no sé dónde vive, que puedo perderlo sin culparme a mí misma de haber
perdido una oportunidad.
Y si fuera ése el caso, aunque
ya lo haya perdido, yo he obtenido un día feliz en mi vida. Considerando el
mundo tal y como es, un día feliz es casi un milagro.
§
Cuando
entró en el Copacabana aquella noche, él estaba allí, esperando. Era el único
cliente. Milan, que acompañaba la vida de aquella brasileña con cierta
curiosidad, vio que la joven había perdido la batalla.
-¿Aceptas
una copa?
-Tengo
que trabajar. No puedo perder mi empleo.
-Soy
un cliente. Y te estoy haciendo una proposición profesional.
Aquel
hombre, que en el café durante la tarde parecía tan seguro de sí mismo, que
manejaba bien el pincel, que conocía a grandes personajes, que tenía un agente
en Barcelona, y que debía de ganar mucho dinero, ahora mostraba su fragilidad,
había entrado en el ambiente equivocado, ya no estaba en un romántico café en
el Camino de Santiago. El encanto de la tarde desapareció.
-¿Entonces
aceptas la copa?
-En
otro momento. Hoy ya tengo clientes que me esperan. Milan alcanzó a oír el
final de la frase; estaba equivocado, la chica no se había dejado llevar por la
trampa de las promesas de amor. Aun así, al final de una noche sin mucho
movimiento, se preguntó por qué había preferido la compañía de un viejo, de un
contable mediocre y de un agente de seguros...
Bien,
ése era su problema. Siempre y cuando pagase su precio, no le correspondía a él
decidir con quién debía o no irse a la cama.
Del
diario de María, después de la noche con el viejo, el contable y el agente de
seguros:
¿Qué es lo que quiere ese pintor
de mí? ¿Acaso no sabe que somos de países, culturas, sexos diferentes? ¿Piensa
que sé más sobre el placer que él, y quiere aprender algo?
¿Por qué no me dijo nada más que
«soy un cliente»? Era tan fácil decir: «Te he echado de menos»,
o «Me encantó la tarde que pasamos juntos». Yo respondería del mismo modo
(«soy una profesional»), pero él tiene la obligación de entender mis
inseguridades, porque soy mujer, soy frágil, y en ese lugar soy otra persona.
Él es un hombre, y un artista:
tiene la obligación de saber que el gran objetivo del ser humano es comprender
el amor total. El amor no está en el otro, está dentro de nosotros mismos;
nosotros lo despertamos. Pero para que despierte necesitarnos del otro. El
universo sólo tiene sentido cuando tenemos con quién compartir nuestras
emociones.
¿Está cansado del sexo? Yo
también, y sin embargo, ni él, ni yo sabemos lo que es. Estamos dejando morir
una de las cosas más importantes de la vida, necesitaba ser salvada por él,
necesitaba salvarlo, pero él no me dejó otra elección.
34
§
Estaba
atemorizada. Empezaba a notar que, después de tanto autocontrol, la presión,
el terremoto, el volcán de su alma daba señales de explotar, y a partir del
momento en que eso sucediese, ya no podría controlar sus sentimientos. ¿Quién
era aquel aprendiz de artista, que podía estar mintiendo respecto de su vida,
con quien no había pasado más que unas horas, que no la había tocado, que no
había intentado seducirla (podía haber algo peor que eso)?
¿Por
qué su corazón daba señales de alarma? Porque creía que él. sentía lo mismo,
pero, claro, estaba muy equivocada. Ralf Hart quería encontrar a la mujer capaz
de despertar el fuego que estaba casi apagado; quería convertirla en. su gran
diosa del sexo, con una «luz especial» (y en eso había sido sincero), dispuesta
a tomarlo de la mano y mostrarle el camino de vuelta a la vida. No podía
imaginar que María sentía el mismo desinterés, que tenía sus propios problemas
(incluso después de tantos hombres, no había conseguido alcanzar un orgasmo
durante la penetración), que había hecho planes aquella mañana y que había
organizado una vuelta triunfal a su tierra.
¿Por
qué pensaba en él? ¿Por qué pensaba en alguien que en ese preciso momento
podía estar pintando a otra mujer, diciéndole que tenía una «luz especial»,
que podía ser su diosa del sexo? «Pienso en él porque pude hablar.»
¡Qué ridículo!
¿Pensaba también en la bibliotecaria? No. ¿Pensaba en Nyah, la filipina, la
única de todas las mujeres del Copacabana con quien podía compartir un poco sus
sentimientos? No, no pensaba en ellas. Y eran personas con las que había
estado muchas veces, y con las que se sentía cómoda.
Intentó desviar su
atención hacia el calor que hacía, o hacia el supermercado que no consiguió
visitar el día anterior. Le escribió una larga carta a su padre, llena de
detalles con respecto al terreno que le gustaría comprar, eso pondría a su
familia contenta. No precisó la fecha de vuelta, pero dio a entender que sería
pronto. Durmió, despertó, durmió de nuevo, volvió a despertar. Descubrió que el
libro sobre haciendas era muy bueno para los suizos, pero no servía para los
brasileños, los mundos eran completamente distintos.
Durante la tarde
vio que el terremoto, el volcán, la presión disminuía. Estaba más relajada; ya
había experimentado en otras ocasiones este tipo de pasión súbita, y
desaparecía siempre al día siguiente (qué bien, su universo seguía siendo el
mismo). Tenía una familia que la amaba, un hombre que la esperaba, y que ahora
le escribía con mucha frecuencia, contándole que la tienda de tejidos estaba
creciendo. Aunque decidiese tomar el avión aquella misma noche, tenía el dinero
suficiente para, por lo menos, comprar un solar. Había sobrevivido a la peor
parte, la barrera de la lengua, la soledad, el primer día en el restaurante con
el árabe, la manera de convencer a su alma para que no se quejase de lo que
hacía con su cuerpo. Sabía muy bien cuál era su sueño, y estaba dispuesta a
todo por él. Y este sueño no incluía a un hombre; por lo menos, no incluía a
hombres que no hablasen su lengua materna y que no viviesen en su ciudad.
Cuando el terremoto
se calmó, María entendió que parte de la culpa era suya, porque no había dicho
en aquel momento: «Yo estoy sola, soy tan miserable como tú, ayer viste mi
"luz"' y fue la primera cosa bonita y sincera que un hombre me ha
dicho desde que llegué aquí».
En la radio sonaba
una vieja canción: «Mis amores mueren incluso antes de nacer». Sí, ése era su
caso, su destino.
§
Del
diario de María, dos días después de que todo volvió a la normalidad:
La pasión hace que uno deje de
comer, de dormir, de trabajar, de estar en paz. Mucha gente se asusta porque,
cuando aparece, derrumba todas las cosas viejas que encuentra.
Nadie quiere desorganizar su
mundo. Por eso, mucha gente consigue controlar esta amenaza, y es capaz de
mantener en pie una casa o una estructura que ya está podrida. Son los
ingenieros de las cosas superadas. Otra gente piensa exactamente lo contrario:
se entrega sin pensar, esperando encontrar en la pasión las soluciones para
todos sus problemas. Descarga sobre la otra persona toda la responsabilidad por
su felicidad, y toda la culpa por su posible infelicidad. Está siempre eufórica
porque algo maravilloso sucedió, o deprimida porque algo inesperado acabó
destruyéndolo todo.
Apartarse de la pasión, o
entregarse ciegamente a ella, ¿cuál de las dos actitudes es la menos
destructiva? No sé.
Al
tercer día, como resucitando de entre los muertos, Ralf Hart volvió, y casi
llegó un poco tarde, porque María ya estaba hablando con otro cliente. Cuando
lo vio, sin embargo, le dijo educadamente al otro que no quería bailar, que
estaba esperando a alguien. Entonces se dio cuenta de que lo había esperado
todos esos días. Y en ese momento aceptó todo lo que el destino había puesto
en su camino.
35
No
se quejó; se puso contenta, podía permitirse ese lujo, porque un día se iría
de aquella ciudad, sabía que ese amor era imposible, y por tanto, ya que no
esperaba nada, tendría todo lo que aún esperaba de aquella etapa de su vida.
Ralf
le preguntó si quería una copa y María pidió un cóctel de frutas. El dueño del
bar, fingiendo que fregaba los vasos, miró a la brasileña sin entender nada:
¿qué la habría hecho cambiar de idea? Esperaba que aquel hombre no fuese allí
simplemente a tomar algo, y 'se sintió aliviado cuando él la sacó a
bailar. Estaban cumpliendo el ritual, no había por qué preocuparse.
María
sentía la mano que rodeaba su cintura, su cara pegada, la música muy alta que,
gracias a Dios, impedía cualquier conversación. Un cóctel de frutas no bastaba
para tener coraje, y las pocas palabras que habían intercambiado habían sido
muy formales. Ahora era una cuestión de tiempo: ¿irían a un hotel? ¿Harían el
amor? No debía de ser difícil, ya que él había dicho que no estaba interesado
en el sexo, sería simplemente cuestión de cumplir su compromiso profesional.
Eso ayudaría a acabar de matar cualquier vestigio de una posible pasión, no
sabía por qué se había torturado tanto después del primer encuentro.
Esa
noche sería la Madre Comprensiva. Ralf Hart era simplemente un hombre
desesperado, como tantos millones de hombres. Si hacía bien su papel, si
conseguía seguir las normas que se había marcado desde que había comenzado a
trabajar en el Copacabana, no tenía por qué preocuparse. Era muy arriesgado
tener a aquel hombre cerca, ahora que sentía su olor, y le gustaba, que
experimentaba su roce, y le gustaba, se descubría esperándolo, y no le gustaba.
Al
cabo de cuarenta y cinco minutos ya habían seguido todos los pasos, y él se
dirigió al dueño de la discoteca:
-Me
la llevo para el resto de la noche. Pagaré por tres clientes. El dueño se
encogió de hombros y pensó de nuevo que la chica brasileña acabaría cayendo en
la trampa del amor. María, a su vez, se sorprendió: no sabía que Ralf Hart
conocía tan bien las reglas.
-Vayamos
a mi casa.
Tal
vez ésa fuese realmente la mejor decisión, pensó ella. Aunque fuese en contra
de todas las recomendaciones de Milan, en este caso decidió hacer una
excepción. Además de descubrir de una vez por todas si estaba o no casado,
conocería la forma de vida de los pintores famosos, y un día podría escribir
algo para el periódico de su pequeña ciudad, de modo que todos supiesen que,
durante su período en Europa, ella había frecuentado círculos intelectuales y
artísticos.
«Qué
absurda disculpa», rió consigo misma.
Media
hora después llegaron a un pequeño pueblo al lado de Géneve, llamado Cologny;
una iglesia, la panadería, el ayuntamiento, todo en su lugar. ¡Y era realmente
una casa de dos plantas, no un departamento! Primera observación: debía de
tener dinero de verdad. Segunda observación: si estuviese casado, no osaría
hacer aquello, porque siempre había gente mirando. Entonces, era rico y
soltero.
Entraron
por un hall con una escalera que conducía al segundo piso, pero siguieron
recto, hasta las dos salas de la parte de atrás, que daban a un jardín. Una de
ellas tenía una mesa, y las paredes estaban cubiertas de cuadros. La otra sala
tenía algunos sofás, sillas, estanterías llenas de libros, ceniceros sucios,
vasos que habían sido usados hace mucho tiempo y que todavía estaban allí.
-Puedo preparar un café...
María
negó con la cabeza. No, no puedes preparar un café. Aún no puedes tratarme de
forma diferente. Estoy desafiando mis propios demonios, haciendo exactamente
todo lo contrario de lo que me prometí a mí misma. Pero vayamos con calma; hoy
haré el papel de prostituta, o de amiga, o de Madre Comprensiva, aunque en mi alma yo sea una Hija que precisa cariño.
Finalmente, cuando todo esté terminado, podrás prepararme un café.
-Al
fondo del jardín está mi estudio, mi alma. Aquí, entre todos estos cuadros y
libros, está mi cerebro, lo que pienso.
María
pensó en su propia casa. No tenía un jardín al fondo. Ni libros, $implemente
los que retiraba prestados de la biblioteca, ya que no había necesidad de
gastar dinero con lo que podía conseguir gratis. Tampoco había cuadros, sólo
un póster del Circo Acrobático de Shangai, al que ella soñaba con ir.
Ralf
trajo una botella de whisky y le ofreció.
-No,
gracias.
Él
se sirvió un trago, y se lo tomó todo, sin hielo, sin tiempo.
Empezó
a hablar de cosas inteligentes, y por más que la conversación le interesase,
ella sabía que aquel hombre tenía miedo de lo que iba a suceder, ahora que
estaban a solas. María recuperaba el control de la situación.
Ralf
se sirvió otro trago, y como si dijese algo sin importancia, comentó:
-Te
necesito.
Una
pausa. Un silencio largo. «No lo ayudes a romper este silencio, veamos cómo
sigue.»
-Te
necesito, María. Tienes luz, aunque pienses que todavía no crees en mí, que
simplemente estoy intentando seducirte con esta conversación. No me preguntes:
«¿Por qué yo? ¿Qué tengo yo de especial?». No tienes nada de especial, nada que
pueda explicarme a mí mismo. Sin embargo, he ahí el misterio de la vida, no
consigo pensar en otra cosa.
-No
te preguntaría eso -mintió.
36
-Si
yo buscase una explicación, diría: esta mujer ha conseguido superar el
sufrimiento y lo ha transformado en algo positivo, creativo. Pero eso no basta
para explicarlo todo.
Se
hacía difícil escapar. Él continuó:
-¿Y
yo? Con toda mi creatividad, con mis cuadros que son disputados y deseados por
galerías de todo el mundo, con mi sueño realizado, con un pueblo que sabe que
soy un hijo querido, con mis mujeres que jamás me cobran pensión ni cosas así,
con salud, buena apariencia, todo lo que un hombre puede desear, ¿y yo? Aquí
estoy, diciéndole a una mujer que conocí en un café, y con la que he pasado una
sola tarde: «Te necesito». ¿Sabes lo que es la soledad?
-Sé
lo que es.
-Pero
no sabes qué es la soledad cuando se tiene la posibilidad de estar con todo el
mundo, cuando se recibe todas las noches una invitación para una fiesta, un
cóctel, un estreno de teatro. Cuando el teléfono no deja de sonar, y son
mujeres a las que les encanta tu trabajo, que dicen que les gustaría mucho
cenar contigo, son hermosas, inteligentes, educadas. Y algo te empuja lejos y
te dice: no vayas. No te vas a divertir. Una vez más pasarás la noche entera
intentando impresionarlas, gastarás tu energía demostrándote a ti mismo que
eres capaz de seducir al mundo.
»Entonces
me quedo en casa, entro en mi estudio, busco la luz que vi en ti, y sólo
consigo verla mientras trabajo.
-¿Qué
puedo darte que ya no tengas? -respondió ella, sintiéndose un poco humillada
por aquel comentario sobre otras mujeres, pero recordando que, al fin y al
cabo, él había pagado para tenerla a su lado.
Él
bebió el tercer trago. María lo acompañó en su imaginación, el alcohol que
quemaba su garganta, su estómago, que entraba en su corriente sanguínea
llenándolo de valor; ella se sentía también embriagada, aunque no había bebido
ni una sola gota. La voz de Ralf Hart sonó más firme.
-Está
bien. No puedo comprar tu amor, pero dijiste que lo sabías todo sobre el sexo.
Entonces, enséñame. O enséñame algo sobre Brasil. Cualquier cosa, siempre que
pueda estar a tu lado. ¿Y ahora?
-Solamente
conozco dos ciudades de mi país: aquella en la que nací y Río de Janeiro. En
cuanto al sexo, no creo que pueda enseñarte nada. Tengo casi veintitrés años,
tú eres sólo seis años mayor, pero sé que has vivido mucho más intensamente. Yo
conozco a hombres que pagan por hacer lo que ellos quieren, no lo que yo
quiero.
-Ya
he hecho todo lo que un hombre puede soñar hacer con una, dos, tres mujeres al
mismo tiempo. Y no sé si he aprendido mucho.
De
nuevo el silencio, pero era el turno de María. Y él no la ayudó, como ella no
lo había ayudado antes.
-¿Me
quieres como profesional? -Te quiero como tú quieras.
No,
él no podía haber respondido eso, porque era todo lo que ella deseaba oír. De
nuevo el terremoto, el volcán, la tempestad. Iba a ser imposible escapar de su
propia trampa, iba a perder a ese hombre, sin haberlo tenido nunca realmente.
-Tú
sabes, María. Enséñame. Tal vez eso me salve, nos salve a los dos, nos traiga
de vuelta a la vida. Tienes razón, sólo tengo seis años más que tú, y, aun así,
ya he vivido el equivalente a muchas vidas. Hemos pasado por experiencias
completamente distintas, pero ambos estamos desesperados.
»Lo
único que nos da paz es estar juntos.
¿Por
qué decía esas cosas? No era posible, y, aun así, era verdad. Se habían visto
sólo una vez, y ya se necesitaban el uno al otro. Imagina que siguiesen
viéndose, ¡qué desastre! María era una mujer inteligente, con muchos meses de
lectura y observación del género humano; tenía un propósito en la vida, pero
también tenía un alma que necesitaba conocer y descubrir su «luz».
Ya
se estaba cansando de ser quien era, y aunque el inminente viaje a Brasil
fuese un desafío interesante, todavía no había aprendido todo lo que podía.
Ralf Hart era un hombre que había aceptado desafíos, lo había aprendido todo,
pero ahora le pedía a aquella chica, a aquella prostituta, a aquella Madre
Comprensiva, que lo salvase. ¡Qué absurdo!
Anteriormente
otros hombres se habían comportado de la misma manera ante ella. Muchos no
habían conseguido tener una erección, otros querían ser tratados como niños,
otros decían que les gustaría tenerla por esposa porque se excitaban al saber
que su mujer había tenido muchos amantes. Aunque todavía no hubiese conocido a
ninguno de los «clientes especiales», ya había descubierto el enorme universo
de fantasías que habitaba el alma humana. Pero todos estaban acostumbrados a
sus mundos, y nunca le habían pedido «sácame de aquí». Al contrario, querían
llevarse a María consigo.
Y
aunque todos esos hombres siempre la hubiesen dejado con algún dinero y sin
ninguna energía, no era posible que ella no hubiese aprendido nada. Sin
embargo, si alguno de ellos realmente estuviese buscando el amor, y si el sexo
fuese sólo una parte de esa búsqueda, ¿cómo le gustaría que la tratasen? ¿Qué
sería importante que sucediese en el primer encuentro?
¿Qué
le gustaría realmente que sucediese?
-Recibir
un regalo -dijo María.
Ralf
Hart no entendió. ¿Regalo? Él ya le había pagado por adelantado aquella noche,
en el taxi, porque conocía el ritual. ¿Qué quería decir con aquello?
37
María
acababa de darse cuenta de que entendía, en ese minuto, lo que una mujer y un
hombre tenían que sentir. Lo tomó de la mano y lo condujo hasta una de las
salas.
-No
vamos a subir a la habitación -dijo.
Apagó
casi todas las luces, se sentó en la alfombra y le pidió que se sentase delante
de ella. Se fijó en que había una chimenea. -Enciende la chimenea.
-Pero
si estamos en verano.
-Enciende
la chimenea. Me has pedido que dirija nuestros pasos esta noche, y lo estoy
haciendo.
Ella
lo miró fijamente, esperando que él viese de nuevo su «luz». Él la vio, porque
fue hasta el jardín, recogió unos troncos de madera mojados por la lluvia y
puso algunos periódicos viejos para hacer que el fuego secase los troncos y
los encendiese. Fue hasta la cocina para servirse más whisky, pero María lo interrumpió.
-¿Me
has preguntado qué quería? -No.
-Pues
que sepas que la persona que está contigo existe. Piensa
en ella. Piensa si ella desea whisky, o ginebra, o café. Pregúntale qué
quiere.
-¿Qué
quieres beber?
-Vino.
Y me gustaría que me acompañes.
Él
dejó la botella de whisky, y volvió con una de vino. A esas alturas, el fuego
ya quemaba los troncos; María apagó las pocas luces que todavía estaban
encendidas, dejando que sólo las llamas iluminasen el ambiente. Se comportaba
como si siempre hubiese sabido que aquél era el primer paso: reconocer al otro,
saber que está ahí.
Abrió
el bolso y encontró un bolígrafo que había comprado en un supermercado.
Cualquier cosa servía.
-Esto
es para ti. Cuando lo compré, pensaba en tener algo para anotar las ideas
sobre administración de haciendas. Lo he usado durante dos días, he trabajado
hasta cansarme. Tiene un poco de mi sudor, de mi concentración, de mi voluntad,
y ahora te lo entrego.
Depositó
el bolígrafo suavemente en su mano.
-En
vez de comprarte algo que te gustaría tener, te estoy dando algo que es mío,
realmente mío. Un regalo. Una señal de respeto por la persona que está ante
mí, pidiéndole que comprenda lo importante que es estar a su lado. Ahora tiene
una pequeña parte de mí misma, que le he dado por libre y espontáneo deseo.
Ralf se levantó, fue hasta una estantería y volvió con un objeto. Se lo tendió
a María:
-Éste
es el vagón de un tren eléctrico que yo tenía cuando era niño. No tenía permiso
para jugar con él yo solo, porque mi padre decía que era caro, importado de
Estados Unidos. Así pues, no tenía más remedio que esperar a que él tuviese
ganas de armar el tren en medio de la sala, aunque generalmente se pasaba los
domingos escuchando ópera. Por eso el tren sobrevivió a mi infancia, pero no
me dio ninguna alegría. Allí tengo guardados todos los raíles, la locomotora,
las casas, incluso el manual; porque yo tenía un tren que no era mío, con el
cual no jugaba.
»Ojalá
lo hubiese destruido como todos los demás juguetes que recibí y de los que ya
ni me acuerdo, porque esta pasión por destruir forma parte del modo en que el
niño descubre el mundo. Pero este tren intacto siempre me recuerda una parte
de mi infancia que no viví, porque era demasiado preciosa, o demasiado trabajosa
para mi padre. O tal vez porque, cada vez que armaba el tren, tenía miedo de
demostrar su amor por mí.
María
empezó a mirar fijamente el fuego en la chimenea. Algo estaba sucediendo, y no
era el vino, ni el ambiente acogedor. Era la entrega de regalos.
Ralf
también se volvió hacia el fuego. Permanecieron callados escuchando el
crepitar de las llamas. Bebieron vino, como si no fuese importante decir nada,
hablar de nada, hacer nada. Simplemente estar allí, el uno con el otro, mirando
en la misma dirección.
-Tengo
muchos trenes intactos en mi vida -dijo María, después de un rato-. Uno de
ellos es mi corazón. Al igual que tú, sólo jugaba con él cuando el mundo ponía
los raíles, y no siempre era el momento adecuado.
-Pero
tú amaste.
-Sí,
amé. Amé mucho. Amé tanto que, cuando mi amado me pidió un regalo, tuve miedo y
huí.
-No
entiendo.
-No
hace falta. Te estoy enseñando, porque he descubierto algo que no sabía. El
regalo, la entrega de algo que es tuyo. Dar antes de pedir algo que sea
importante. Tú tienes mi tesoro: el bolígrafo con el que he escrito algunos de
mis sueños. Yo tengo tu tesoro: el vagón de tren, parte de la infancia que no
viviste.
»Yo
ahora llevo conmigo parte de tu pasado, y tú guardas un poco de mi presente.
Qué bien.
Dijo todo eso sin
pestañear, sin extrañarse, como si supiese hace mucho tiempo que ésa era la
mejor y la única manera de comportarse. Se levantó con suavidad, tomó su
chaqueta del perchero y le dio un beso en la mejilla. Ralf Hart, en ningún
momento, hizo ademán de levantarse de donde estaba, hipnotizado por el fuego,
posiblemente pensando en su padre.
-Nunca he entendido
muy bien por qué guardaba ese vagón. Hoy ha quedado claro: para dártelo una
noche con la chimenea encendida. Ahora esta casa es más ligera.
38
Él dijo que, al día
siguiente, donaría el resto de los raíles, la locomotora, las pastillas que
imitaban el humo, a algún orfanato. -Tal vez hoy este tren sea una rareza que
ya no se fabrica y valga mucho dinero -advirtió María, para luego arrepentirse.
No se trataba de eso, sino de librarse de algo todavía más caro para nuestro
corazón.
Antes de volver a
decir algo que no encajaba en aquel momento, volvió a darle un beso en la
mejilla y se dirigió a la puerta. Él todavía seguía observando el fuego, ella
le pidió, delicadamente, que fuese a abrirla.
Ralf se levantó y
ella le explicó que, aunque la alegrase verlo observando el fuego, los
brasileños tienen una extraña superstición: cuando visitan a alguien por
primera vez, no pueden abrir la puerta al salir, porque si lo hacen, jamás
volverán a aquella casa.
-Y yo quiero
volver.
-Aunque no nos
hayamos quitado la ropa y yo no haya entrado dentro de ti, ni siquiera te haya
tocado, hemos hecho el amor.
Ella rió. Él se
ofreció a llevarla a casa, pero María lo rechazó. -Iré a verte mañana al
Copacabana.
-No lo hagas.
Espera una semana. He aprendido que esperar es la parte más difícil, y también
quiero acostumbrarme a eso; saber que tú estás conmigo, aunque no estés a mi
lado.
Anduvo de nuevo por
el frío y por la oscuridad de la noche, como había hecho tantas otras veces en
Géneve; normalmente esas caminatas estaban asociadas con tristeza, soledad,
ganas de volver a Brasil, nostalgia de la lengua que no hablaba hacía tanto
tiempo, cálculos financieros, horarios.
Hoy, sin embargo,
caminaba para encontrarse a sí misma, encontrar a aquella mujer que, durante
cuarenta minutos estuvo ante el fuego con un hombre, y estaba llena de luz, de
sabiduría, de experiencia, de encanto. Había visto el rostro de esa mujer algún
tiempo atrás, cuando paseaba por el lago pensando si debía o no dedicarse a una
vida que no era la suya; aquella tarde había sonreído de un modo muy triste.
Había visto su rostro por segunda vez en un lienzo doblado, y ahora sentía de
nuevo su presencia. Tomó un taxi después de mucho tiempo al ver que aquella
presencia mágica se había ido y la había dejado sola como siempre.
Entonces era mejor
no pensar en el asunto para no estropearlo, para no dejar que la ansiedad
sustituyese todo aquello de bueno que acababa de vivir. Si aquella otra María
existía de verdad, volvería en el momento adecuado.
Fragmento
del diario de María escrito la noche en que recibió el vagón de tren:
El deseo profundo, el deseo más
real es aquel de acercarse a alguien. A partir de ahí, comienzan las reacciones,
el hombre y la mujer entran en juego, pero lo que sucede antes, la atracción
que los unió, es imposible de explicar. Es el deseo intacto, en estado puro.
Cuando el deseo todavía está en
ese estado puro, hombre y mujer se apasionan por la vida, viven cada momento
con veneración y, conscientemente, esperan siempre el momento adecuado para
celebrar la siguiente bendición.
Así, las personas no tienen
prisa, no precipitan los acontecimientos con acciones inconscientes. Saben que
lo inevitable se manifestará, que lo verdadero siempre encuentra una manera de
mostrarse. Cuando llega el momento, no dudan, no pierden una oportunidad, no
dejan pasar ningún momento mágico porque respetan la importancia de cada
segundo.
§
En
los días siguientes, María se descubrió de nuevo presa de la trampa que tanto
había evitado, pero no estaba triste ni preocupada por eso. Al contrario: ya
que no tenía nada más que perder, era libre.
Sabía
que, por más romántica que fuese la situación, un día Ralf comprendería que
ella no era más que una prostituta, mientras que él era un respetado artista;
que ella vivía en un país distante, siempre en crisis, mientras él vivía en el
paraíso, con la vida organizada y protegida desde su nacimiento. Él había sido
educado en los mejores colegios y museos del mundo, mientras que ella apenas
había terminado la enseñanza secundaria. En fin, los sueños como ése no duran
mucho, y María ya había vivido lo bastante para entender que la realidad no
coincidía con sus sueños. Ésa era ahora su gran alegría: decirle a la realidad
que no necesitaba de ella, que no dependía de lo que sucedía para ser feliz.
«Qué romántica soy, Dios mío.»
Durante
esa semana intentó descubrir algo que hiciese feliz a Ralf Hart; él le había
devuelto una dignidad y una «luz» que ella creía perdidas para siempre. Pero la
única manera de recompensarlo era a través de lo que él juzgaba que era la
especialidad de
María:
el sexo. Como las cosas no variaban mucho en la rutina del Copacabana, decidió
procurar otras fuentes.
Fue
a ver algunas películas pornográficas, y de nuevo no encontró nada
interesante, a no ser algunas variaciones en el número de parejas. Como las
películas no ayudaban mucho, por primera vez desde su llegada a Géneve decidió
comprar libros, aunque todavía creía que era mucho más práctico no tener que
ocupar el espacio de su casa con algo que, una vez leído, ya no servía para
nada. Fue hasta una librería
que había visto mientras andaba con Ralf por el Camino de Santiago y preguntó si tenían algo sobre el tema.
39
que había visto mientras andaba con Ralf por el Camino de Santiago y preguntó si tenían algo sobre el tema.
-Muchas,
muchas cosas -respondió la chica encargada de las ventas-. En realidad, parece
que la gente sólo se interesa por eso. Además de una sección especial, en todas
las novelas que ve a su alrededor también hay por lo menos una escena de sexo.
Aunque esté escondido en bonitas historias de amor, o en tratados serios
sobre el comportamiento del ser humano, el hecho es que la gente sólo piensa en
eso.
María,
con toda su experiencia, sabía que la chica estaba equivocada: la gente quería
pensar eso, porque creía que todo el mundo se preocupaba sólo de ese tema.
Hacían regímenes, usaban pelucas, se pasaban horas en la peluquería o en el
gimnasio, se ponían ropa insinuante, intentaban provocar la chispa deseada, ¿y
después? Cuando llegaba el momento de ir a la cama, once minutos y listo.
Ninguna creatividad, nada que llevase al paraíso; en poco tiempo, la chispa ya
no tenía fuerza para mantener el fuego encendido.
Pero
era inútil discutir con la chica rubia, que creía que el mundo podía explicarse
en los libros. Preguntó de nuevo dónde estaba la sección especial, y allí
descubrió varios títulos sobre gays, lesbianas, monjas que revelaban cosas
escabrosas de la Iglesia, y libros ilustrados con técnicas orientales que
mostraban posturas muy incómodas. Sólo le interesó uno de los volúmenes: El
sexo sagrado. Por lo menos debía de ser diferente.
Lo
compró, fue para casa, puso la radio en una emisora que siempre la ayudaba a
pensar (porque la música era tranquila), abrió el libro y vio que tenía varias
ilustraciones, con posturas que solamente aquel que trabaja en un circo puede
practicar. El texto era aburrido.
María
había aprendido lo suficiente en su profesión como para saber que no todo en
la vida era una cuestión de la postura en la que uno se pone mientras hace el
amor, sino que, la mayoría de las veces, cualquier variación sucedía de manera
natural, sin pensar, como los pasos de un baile. Aun así, intentó concentrarse
en lo que leía.
Dos
horas después, se dio cuenta de dos cosas.
La
primera, que tenía que cenar pronto, pues debía volver al Copacabana.
La
segunda, que la persona que había escrito aquel libro no entendía nada, NADA
del asunto. Mucha teoría, cosas orientales, rituales inútiles,
sugerencias idiotas. Se veía que el autor había meditado en el Himalaya (tenía
que enterarse de dónde quedaba eso), que había frecuentado cursos de yoga (ya
había oído hablar de ello), que había leído mucho sobre el asunto, pues citaba
a uno y otro autor, pero no había aprendido lo esencial. El sexo no era teoría,
incienso, puntos tántricos, veneración, ni tanta ceremonia. ¿Cómo aquella
persona (en verdad, una mujer) osaba escribir sobre un tema que ni siquiera
María, que trabajaba en el gremio, conocía bien? Tal vez fuese culpa del
Himalaya, o de la necesidad de complicar algo cuya belleza está en la
simplicidad y en la pasión. Si aquella mujer había sido capaz de publicar y de
vender un libro tan estúpido, era mejor volver a pensar seriamente en su texto Once
minutos. No sería cínico ni falso, simplemente sería su historia,
nada más.Pero no tenía ni tiempo, ni interés; necesitaba concentrar su energía
en alegrar a Ralf Hart, y en aprender cómo administrar haciendas.
Extracto del diario
de María, justo después de dejar el aburrido libro a un lado:
He encontrado a un hombre y me
he enamorado de él. Me he dejado llevar por una simple razón: no espero nada.
Sé que dentro de tres meses estaré lejos, él será un recuerdo, pero ya no
podía aguantar más vivir sin amor; estaba al límite.
Estoy escribiendo una historia
para Ralf Hart, ése es su nombre. No estoy segura de si volverá a la discoteca
en la que trabajo, pero por primera vez en mi vida eso no tiene la menor
importancia. Me basta con amarlo, estar con él en mi pensamiento, y colorear
esta ciudad tan hermosa con sus pasos, sus palabras, su cariño. Cuando deje
este país, tendrá un rostro, un nombre, el recuerdo de una chimenea. Todo lo
demás que he vivido aquí, todas las cosas duras por las que he pasado, no
serán nada al lado de ese recuerdo.
Me gustaría poder hacer por él
lo que él hizo por mí. He estado pensando mucho, y he descubierto que no entré
en aquel café por casualidad; los encuentros más importantes ya han sido
planeados por las almas antes incluso de que los cuerpos se hayan visto.
Generalmente estos encuentros suceden cuando llegamos a un límite, cuando
necesitamos morir y renacer emocionalmente. Los encuentros nos esperan, pero
la mayoría de las veces evitamos que sucedan. Sin embargo, si estamos
desesperados, si ya no tenemos nada que perder, o si estamos muy entusiasmados
con la vida, entonces lo desconocido se manifiesta, y nuestro universo cambia
de rumbo.
Todos sabemos amar, pues hemos
nacido con ese don. Algunas personas lo practican naturalmente bien, pero la mayoría
tiene que reaprender, recordar cómo se ama, y todos, sin excepción, tenemos que
quemarnos en la hoguera de nuestras emociones pasadas, revivir algunas alegrías
y dolores, malos momentos y recuperación, hasta conseguir ver el hilo
conductor que hay detrás de cada nuevo encuentro; sí, hay un hilo.
40
Y entonces, los cuerpos aprenden
a hablar el lenguaje del alma, eso se llama sexo, eso es lo que puedo darle al
hombre que me ha devuelto el alma, aunque él desconozca totalmente su
importancia en mi vida. Eso fue lo que él me pidió, y eso tendrá; quiero que
sea muy feliz.
§
La vida es a veces
muy avara: la gente pasa días, semanas, meses y años sin sentir nada nuevo.
Sin embargo, una vez que abre una puerta, y ése fue el caso de María con Ralf
Hart, una verdadera avalancha entra por el espacio abierto. En un momento no
tienes nada, y al momento siguiente tienes más de lo que puedes aceptar.
Dos horas después
de haber escrito su diario, cuando llegó al trabajo, Milan, el dueño, habló con
ella:
-Entonces saliste
con el pintor...
Debía de ser
conocido de la casa, ella lo había comprendido cuando él pagó por tres
clientes, la cantidad exacta, sin preguntar el precio. María simplemente
asintió con la cabeza, procurando crear un cierto misterio, al que Milan no dio
la menor importancia, ya que conocía esa vida mejor que ella.
-Tal vez ya estés
preparada para dar un siguiente paso. Hay un cliente especial que siempre
pregunta por ti. Yo le digo que no tienes experiencia y él me cree; pero tal
vez ahora sea el momento de intentarlo.
¿Un
cliente especial?
-¿Y
qué tiene eso que ver con el pintor? -También él es un cliente especial.
Entonces
todo lo que había hecho con Ralf Hart ya debía de haber sido probado y hecho
por otra de sus colegas. Se mordió el labio y no dijo nada, había pasado una
hermosa semana, no podía olvidar lo que había escrito.
-¿Debo
hacer lo mismo que hice con él?
-No
sé lo que hicieron; pero hoy, si alguien te ofrece una copa, no aceptes. Los
clientes especiales pagan mejor, y no te arrepentirás.
El
trabajo comenzó como de costumbre. Las tailandesas sentadas juntas como
siempre, las colombianas con aire de quien lo entiende todo, las tres
brasileñas (entre las cuales se incluía) fingiendo estar distraídas, como si
nada de aquello fuese nuevo o interesante. Había una austríaca, dos alemanas, y
el resto se componía de mujeres del antiguo este de Europa, todas altas, de
ojos claros, guapas, y que acababan casándose más rápido que las demás.
Los
hombres entraron: rusos, suizos, alemanes, siempre ejecutivos ocupados,
dispuestos a pagar por los servicios de las prostitutas más caras de una de las
ciudades más caras del mundo. Algunos se dirigieron a su mesa, pero ella
siempre miraba a Milan, y él negaba con la cabeza. María estaba contenta: no tendría
que abrirse de piernas aquella noche, aguantar olores, ducharse en baños que
no siempre estaban calientes; todo lo que tenía que hacer era enseñar a un
hombre, ya cansado del sexo, cómo debía hacer el amor. Y ahora, pensándolo
bien, ninguna otra mujer tendría la misma creatividad para inventar la historia
del presente.
Al
mismo tiempo se preguntaba: «¿Por qué será que, después de haberlo probado
todo, quieren volver al principio?». En fin, eso no era problema suyo; siempre
que pagasen bien, ella estaba allí para servirlos.
Un
hombre más joven que Ralf Hart entró en el local; guapo, pelo negro, dientes
perfectos, y un traje que le recordaba a los de los chinos, sin corbata,
simplemente con un cuello alto, y una impecable camisa blanca por debajo. Se
dirigió hasta el bar, donde estaba Milan, ambos miraron a María, y él se
acercó: -¿Aceptas una copa?
Milan
asintió con la cabeza, y ella lo invitó a sentarse en su mesa. Pidió su cóctel
de frutas, y estaba esperando la invitación para bailar, cuando el hombre se
presentó:
-Mi
nombre es Terence, y trabajo en una compañía discográfica en Inglaterra. Como
sé que estoy en un lugar en el que puedo confiar en la gente, pienso que esto
quedará entre nosotros.
María
iba a empezar a hablar de Brasil, cuando él la interrumpió:
-Milan
dijo que entiendes lo que quiero.
-No
sé qué quieres. Pero entiendo de lo que hago.
El
ritual no fue cumplido; él pagó la cuenta, la tomó del brazo, entraron en el
taxi, y le tendió mil francos. Por un momento, ella se acordó del árabe con el
que había ido a cenar a aquel restaurante lleno de pinturas famosas; era la
primera vez que volvía a recibir la misma cantidad, y en vez de contentarla,
eso la puso nerviosa.
El
taxi se detuvo frente a uno de los hoteles más caros de la ciudad. Él dio las
buenas noches al portero, demostrando una gran familiaridad con el sitio.
Subieron directamente a la habitación, una suite con vista al río. Él abrió una
botella de vino, posiblemente muy caro, y le ofreció una copa.
María
lo miraba mientras bebía; ¿qué quería un hombre como aquél, rico, guapo, de una
prostituta? Como él casi no hablaba, ella también permaneció la mayor parte del
tiempo en silencio, intentando descubrir qué era lo que podía dejar a un
cliente especial satisfecho. Entendió que no debía tomar la
iniciativa, pero una vez que el proceso comenzase, pretendía acompañarlo con la velocidad que fuese necesaria; al fin y al cabo, no todas las noches ganaba mil francos.
41
iniciativa, pero una vez que el proceso comenzase, pretendía acompañarlo con la velocidad que fuese necesaria; al fin y al cabo, no todas las noches ganaba mil francos.
-Tenemos
tiempo -dijo Terence-. Todo el tiempo que queramos. Puedes dormir aquí, si lo
deseas.
La
inseguridad volvió. No parecía intimidado, y hablaba con una voz tranquila,
diferente de la de los demás. Sabía lo que deseaba; puso una música perfecta,
en el momento perfecto, en la habitación perfecta, con la ventana perfecta, que
daba al lago de una ciudad perfecta. Su traje era de buen corte, la maleta estaba
en una esquina, pequeña, como si no necesitase muchas cosas para viajar, o
como si hubiese venido a Géneve sólo por aquella noche.
-Voy
a dormir a casa -respondió María.
Él
cambió por completo. Sus ojos de caballero ganaron un brillo frío, glacial.
-Siéntate
allí -dijo, señalando una silla al lado del escritorio.
¡Era
una orden! Una verdadera orden. María obedeció y, curiosamente, aquello la
excitó.
-Siéntate
bien. Endereza la espalda, como una mujer con clase. Si no lo haces, te voy a
castigar.
¡Castigar!
¡Cliente especial! En un minuto ella lo entendió todo, sacó los mil francos
del bolso y los puso sobre el escritorio. -Sé lo que quieres -dijo, mirando al
fondo de aquellos helados ojos azules-. Y no estoy dispuesta.
Él
pareció volver a la normalidad, y vio que ella decía la verdad. -Toma tu vino
-dijo-. No voy a forzarte a nada. Puedes quedarte un rato más, o puedes salir
si quieres.
Aquello
la dejó más tranquila.
-Tengo
un empleo. Tengo un jefe que me protege y que cree en mí. Por favor, no le
digas nada de esto.
María
lo dijo sin ningún tono de piedad, sin implorar nada, era simplemente la
realidad de su vida. Terence también había vuelto a ser el mismo hombre, ni dulce,
ni duro, simplemente alguien que, al contrario de los otros clientes, daba la
impresión de saber lo que deseaba. Ahora parecía salir de un trance, de una
obra de teatro que aún no había comenzado.
¿Valía
la pena irse así, sin descubrir qué significa aquello de un «cliente especial»?
-¿Qué
quieres exactamente?
-Ya
sabes. Dolor, sufrimiento. Y mucho placer.
«Dolor
y sufrimiento no encajan mucho con placer», pensó María. Aunque quisiese
desesperadamente creer que sí, y de esta manera convertir en positivas una gran
parte de las experiencias negativas de su vida.
Él
la tomó de la mano, y la llevó hasta la ventana: al otro lado del lago podían
ver la torre de una catedral, María recordó que había pasado por allí mientras
recorría con Ralf Hart el Camino de Santiago.
-¿Ves
ese río, ese lago, esas casas, aquella iglesia? Hace quinientos años, era todo
más o menos igual.
»Excepto
porque la ciudad estaba completamente vacía; una enfermedad desconocida se
había extendido por toda Europa, y nadie sabía por qué moría tanta gente.
Llamaron a la enfermedad la Peste Negra, un castigo que Dios había enviado al
mundo a causa de los pecados del hombre.
»Entonces,
un grupo de personas decidió sacrificarse por la humanidad:
ofrecieron aquello que más temían: el dolor físico. Empezaron a caminar día y
noche por estos puentes, estas calles, azotando su propio cuerpo con látigos o
cadenas. Sufrían en nombre de Dios, y alababan a Dios con su dolor. Al cabo de
poco tiempo, descubrieron que eran más felices haciendo eso que cociendo pan,
trabajando a jornal, alimentando animales. El dolor ya no era sufrimiento, sino
el placer de rescatar a la humanidad de sus pecados. El dolor se transformó en
alegría, en el sentido de la vida, en el placer.
Sus
ojos volvieron a tener la misma frialdad que había visto algunos minutos
antes. Recogió el dinero que ella había dejado sobre el escritorio, separó
ciento cincuenta francos y los metió en su bolso.
-No
te preocupes por tu jefe. Aquí está su comisión, y prometo no decirle nada.
Puedes irte.
Ella
tomó todo el dinero. -¡No!
Era
el vino, el árabe en el restaurante, la mujer de sonrisa triste, la idea de
que nunca volvería a aquel maldito lugar, el miedo al amor que llegaba bajo la
forma de un hombre, las cartas a su madre que contaban una bonita vida llena de
oportunidades de trabajo, el niño que le había pedido un lápiz en la infancia,
las luchas consigo misma, la culpa, la curiosidad, el dinero, la búsqueda de
sus propios límites, las ocasiones y las oportunidades que había perdido. Era
otra María la que estaba allí: ya no ofrecía regalos, sino que se entregaba en
sacrificio.
-Ya
no tengo miedo. Sigamos adelante. Si es necesario, castígame por ser rebelde.
Mentí, traicioné, actué equivocadamente con quien me protegió y me amó.
María
había entrado en el juego. Estaba diciendo las cosas adecuadas.
-¡Arrodíllate!
-dijo Terence, con una voz baja y amenazante. María obedeció. Nunca había sido
tratada de aquella manera, y no sabía si era bueno o malo, simplemente quería
ir más lejos, merecía ser humillada por todo lo que había hecho en toda su vida.
Estaba entrando en un personaje, un nuevo personaje, una mujer que desconocía
completamente.
42
-Serás
castigada. Porque eres inútil, porque no conoces las reglas, nada sabes sobre el
sexo, sobre la vida, sobre el amor. Mientras hablaba, Terence se transformaba
en dos hombres distintos: el que explicaba tranquilamente las reglas, y el que
la hacía sentirse la persona más miserable del mundo.
-¿Sabes
por qué te lo permito? Porque no hay mayor placer que iniciar a alguien en un
mundo desconocido. Arrancarle la virginidad, no del cuerpo, sino del alma,
¿entiendes?
Entendía.
-Hoy
podrás hacer preguntas. Pero la próxima vez, cuando el telón de nuestro teatro
se abra, la obra comenzará y no podrás parar. Si paras, es porque nuestras
almas no se han entendido. Recuerda: es una obra de teatro. Tienes que ser el
personaje que nunca has tenido el coraje de ser. Poco a poco, descubrirás que
ese personaje eres tú misma, pero hasta que seas capaz de verlo con claridad,
procura fingir, inventar.
-¿Y
si no soporto el dolor?
-No
existe el dolor, existe algo que se convierte en delicia, en misterio. Forma
parte de la obra pedir «no me trates así, me estás haciendo mucho daño». Está
permitido pedir: «¡Para, no aguanto más!». Para evitar el peligro... baja la
cabeza, ¡y no me mires! María, arrodillada, bajó la cabeza y miraba al suelo.
-Para
evitar que esta relación cause daños físicos serios, tendremos dos códigos. Si
uno de nosotros dice «amarillo», eso significa que la
violencia debe ser reducida un poco. Si decimos «rojo», hay que parar
inmediatamente.
-¿Has
dicho «uno de nosotros»?
-Los
papeles se alternan. No existe uno sin el otro, y nadie sabrá humillar si no es
humillado también.
Aquéllas
eran palabras terribles, venidas de un mundo que no conocía, lleno de sombras,
de fango, de podredumbre. Aun así, María deseaba seguir adelante, su cuerpo
temblaba, de miedo y excitación.
La
mano de Terence tocó su cabeza, con una ternura inesperada.
-Fin.
Le
pidió que se levantase. Sin especial cariño, pero sin la agresividad seca que
había demostrado. María se puso la chaqueta, todavía temblando. Terence notó
su estado.
-Fúmate
un cigarrillo antes de irte. -No ha sucedido nada.
-No
hace falta. Comenzará a suceder en tu alma, y la próxima vez que nos veamos
estarás preparada.
-¿Esta
noche ha valido mil francos?
Él
no respondió. Encendió también un cigarrillo, terminaron el vino, escucharon
música perfecta, saborearon juntos el silencio. Hasta que llegó el momento de
decir algo, y María se sorprendió de sus propias palabras.
-No
entiendo por qué tengo ganas de pisar este fango. -Mil francos.
-No
es eso.
Terence
parecía contento con la respuesta.
-Yo
también me pregunté lo mismo. El marqués de Sade decía que las experiencias
más importantes del hombre son aquellas que lo llevan al límite; sólo así
aprendemos, porque eso requiere todo nuestro coraje.
»Cuando
un jefe humilla a un empleado, o un hombre humilla a su mujer, simplemente
está siendo cobarde, o vengándose de la vida; son personas que jamás se han
atrevido a mirar en el fondo de sus almas, que jamás han procurado saber de
dónde viene el deseo de soltar la fiera salvaje, de entender qué el sexo, el dolor
y el amor son experiencias límite del hombre.
»Y
solamente aquel que conoce esas fronteras conoce la vida; el resto es
simplemente pasar el tiempo, repetir una misma tarea, envejecer y morir sin
saber realmente lo que se estaba haciendo aquí.
De
nuevo la calle, de nuevo el frío, de nuevo el deseo de andar. Él estaba
equivocado, no era necesario conocer sus demonios para encontrar a Dios. Se
cruzó con un grupo de estudiantes que salían de un bar; estaban alegres,
habían bebido un poco, eran guapos, llenos de salud, pronto terminarían la
universidad y comenzarían aquello que llaman «la verdadera vida». Trabajo,
matrimonio, hijos, televisión, amargura, vejez, sensación de haber perdido
muchas cosas, frustraciones, enfermedad, invalidez, dependencia de los demás,
soledad, muerte.
¿Qué
estaba sucediendo? Ella también buscaba tranquilidad para vivir su «verdadera
vida»; el tiempo pasado en Suiza, haciendo algo que jamás había soñado, era
simplemente un período difícil, al que todo el mundo se enfrenta tarde o
temprano. En ese período difícil, frecuentaba el Copacabana, salía con hombres
por dinero, interpretaba a la Niña Ingenua, la Mujer Fatal y la Madre
Comprensiva, dependiendo del cliente.
Era
simplemente un trabajo, al cual se dedicaba con el máximo de profesionalidad,
por las propinas, y el mínimo de interés, por miedo a acostumbrarse a él. Había
pasado nueve meses controlando el mundo a su alrededor, y poco tiempo antes de
volver a su tierra, se estaba descubriendo capaz de amar
sin exigir nada a cambio, y sufrir sin motivo. Como si la vida hubiese escogido
este medio sórdido, extraño, para enseñarle algo sobre sus propios misterios,
su luz y sus tinieblas.
43
§
Del
diario de María, la noche en que salió con Terence por primera vez:
Él citó a Sade, del que yo nunca
había oído nada, solamente los comentarios habituales sobre sadismo: «Sólo nos
conocemos cuando conocemos nuestros propios límites», y eso es verdad. Pero
también es un error, porque no es importante conocerlo todo de nosotros mismos;
el ser humano no fue hecho sólo para buscar la sabiduría, sino también para
arar la tierra, esperar la lluvia, plantar trigo, recoger el grano, hacer el
pan.
Soy dos mujeres: una desea tener
toda la alegría, la pasión, las aventuras que la vida me puede dar. La otra
quiere ser esclava de una rutina, de la vida familiar, de las cosas que pueden
ser planeadas y cumplidas. Soy el ama de casa y la prostituta, ambas viviendo
en el mismo cuerpo, y una luchando contra la otra.
El encuentro de una mujer
consigo misma es un juego con riesgos serios. Una danza divina. Cuando nos
encontramos somos dos energías divinas, dos universos que chocan. Si el
encuentro no tiene la reverencia necesaria, un universo destruye al otro.
§
Se
encontraba de nuevo en la sala de estar de la casa de Ralf Hart, el fuego en la
chimenea, el vino, los dos sentados en el suelo, y todo lo que había
experimentado el día anterior, con aquel ejecutivo inglés de la compañía
discográfica, no pasaba de un sueño o de una pesadilla, dependiendo de su
estado de ánimo. Ahora volvía a la búsqueda de su razón de vivir, mejor dicho,
a la entrega más disparatada posible, aquella en la que uno ofrece su corazón
y no pide nada a cambio.
Había
crecido mucho mientras esperaba ese momento. Había descubierto, por fin, que el
amor real nada tenía que ver con lo que imaginaba, o sea, una cadena de
acontecimientos provocados por la energía amorosa: enamoramiento, compromiso,
matrimonio, hijos, espera, cocina, parque de atracciones los domingos, más
espera, vejez juntos, la espera acaba y en su lugar llega el retiro del marido,
las enfermedades, la sensación de que ya es muy tarde para vivir juntos lo que
soñaban.
Miró
al hombre a quien había decidido entregarse, y a quien había decidido no contar
jamás lo que sentía, porque lo que sentía ahora estaba lejos de cualquier
forma, incluso la física. Él parecía más cómodo, como si estuviese empezando
un período interesante de su existencia. Sonreía, contaba historias de su reciente
viaje a Munich, para reunirse con un importante director de museo.
-Me
preguntó si el lienzo sobre los rostros de Géneve estaba acabado. Le dije que
había encontrado a una de las principales personas a las que me gustaría
pintar; una mujer llena de luz. Pero no quiero hablar de mí, quiero abrazarte.
Te deseo.
Deseo.
¡.Deseo? ¡Deseo! Eso, ése el punto de partida para aquella noche, porque era
algo que ella conocía muy bien.
Por
ejemplo: despertar el deseo sin entregar ya su objeto. -Entonces, deséame. Es
lo que estamos haciendo, en este momento. Estás a menos de un metro de mí,
fuiste hasta una discoteca, pagaste por mis servicios, sabes que tienes
derecho a tocarme. Pero no te atreves. Mírame. Mírame, y piensa que tal vez yo
no quiera que me mires. Imagina lo que está escondido bajo mi ropa.
Siempre
usaba vestidos negros para trabajar, y no entendía por qué las demás chicas del
Copacabana intentaban ser provocativas con sus escotes y sus colores agresivos.
Para ella, excitar a un hombre era vestirse como cualquier mujer que él puede
encontrar en la oficina, en el tren, o en casa de una amiga de su mujer.
Ralf
la miró, María sintió que él la desnudaba, y le gustó ser deseada de aquella
manera, sin contacto, como en un restaurante o en la cola del cine.
-Estamos
en una estación -continuó María-. Estoy esperando el tren junto a ti, tú no me
conoces. Pero mis ojos se cruzan con los tuyos, por casualidad, y no se
desvían. Tú no sabes qué intento decir, porque aunque seas un hombre
inteligente, capaz de ver la «luz» de la gente, no eres lo suficientemente
sensible como para ver lo que la luz ilumina.
Se
había aprendido el «teatro». Quiso olvidar rápidamente la cara del ejecutivo
inglés, pero él estaba allí, guiando su imaginación.
-Mis
ojos están fijos en los tuyos, y puedo estar preguntándome a mí misma: «¿Lo
conozco de algún sitio?». O puedo estar distraída. O puede que tema ser
antipática, tal vez tú me conozcas, voy a darle el beneficio de la duda por
algunos segundos, hasta concluir que es un hecho, o un malentendido.
»Pero
también puede que quiera la cosa más simple del mundo: encontrar a un hombre.
Puedo estar intentando huir de un amor que sufrí. Puedo estar procurando
vengarme de una traición que acaba de suceder, y he decidido ir hasta la
estación en busca de un desconocido. Puedo desear ser tu prostituta sólo por
una noche, sólo para hacer algo diferente en mi vida aburrida. Puedo, incluso,
ser una prostituta de verdad, que está allí buscando trabajo.
Un
rápido silencio; María se había distraído de repente. Había vuelto al hotel, la
humillación, «amarillo», «rojo», dolor y mucho placer. Aquello perturbaba su
alma de una manera que no le estaba gustando.
Ralf
lo notó e intentó empujarla de nuevo hacia la estación de tren:
44
-¿En
este encuentro tú también me deseas? -No lo sé. No nos hablamos, no lo sabes.
Otros
segundos de distracción. En cualquier caso, la idea de «teatro» ayudaba mucho;
hacía surgir al verdadero personaje, apartaba a muchas personas falsas que
habitan en nosotros mismos.
-Pero
el hecho es que yo no desvío mis ojos, y tú no sabes qué hacer. ¿Debes
acercarte? ¿Serás rechazado? ¿Llamaré a un guardia? ¿O te invitaré a tomar un
café?
-Vuelvo
de Munich -dijo Ralf Hart, y su tono de voz era diferente, como si realmente
se estuviesen viendo por primera vezEstoy pensando en una colección de cuadros
sobre las personalidades del sexo. Las muchas máscaras que usa la
gente para no vivir jamás el verdadero encuentro.
Él
conocía el «teatro». Milan había dicho que también era un cliente especial. La
alarma sonó, pero ella necesitaba tiempo para pensar.
-El
director del museo me dijo: ¿en qué pretendes basar tu trabajo? Yo respondí:
en mujeres que se sienten libres para ganar dinero haciendo el amor. Él
comentó: no puede ser, llamamos a esas mujeres prostitutas. Yo respondí: bueno,
son prostitutas, voy a estudiar su historia y haré algo más intelectual, pero
al gusto de las familias que visitarán el museo. Todo es cuestión de cultura,
¿sabes? De presentar de una manera agradable aquello que cuesta digerir.
»El
director insistió: pero el sexo ya no es tabú. Es algo tan explorado, que es
difícil hacer un trabajo sobre él. Yo respondí: ¿y tú sabes de dónde viene el
deseo sexual? Del instinto, dijo el director. Sí, del instinto, pero eso todo
el mundo lo sabe. ¿Cómo hacer una bonita exposición, si simplemente estamos
hablando de ciencia? Yo quiero hablar de cómo un hombre explica esa atracción.
Cómo un filósofo, por ejemplo, lo contaría. El director me pidió que pusiese
un ejemplo. Yo dije que, cuando tomase el tren de vuelta a casa y alguna mujer
me mirase, hablaría con ella; diría que, por ser una extraña, podríamos tener
la libertad de hacer todo lo que habíamos soñado, vivir todas nuestras
fantasías, y después irnos a nuestras casas, nuestras mujeres y nuestros
maridos, y no volver a vernos jamás. Y entonces, en esa estación de tren, te
veo.
-Tu
historia es tan interesante que está matando el deseo. Ralf Hart rió y estuvo
de acuerdo. El vino se había acabado, él fue hasta la cocina a buscar otra
botella, y ella se quedó mirando el fuego, sabiendo ya cuál sería el siguiente
paso, pero al mismo tiempo saboreando aquel ambiente acogedor, olvidando al
ejecutivo inglés, volviendo a entregarse.
Ralf
llenó los dos vasos.
-Simplemente
por curiosidad, ¿cómo acabarías esta historia con el director?
-Citaría
a Platón, ya que estaría ante un intelectual. Según él, al principio de la
creación, los hombres y las mujeres no eran como son hoy; había sólo un ser,
que era bajo, con un cuerpo y un cuello, pero cuya cabeza tenía dos caras, cada
una mirando en una dirección. Era como si dos criaturas estuviesen pegadas por
la espalda, con dos sexos opuestos, cuatro piernas, cuatro brazos.
»Los
dioses griegos, sin embargo, eran celosos, y vieron que una criatura que tenía
cuatro brazos trabajaba más, dos caras opuestas estaban siempre vigilantes y no
podían ser atacadas a traición, cuatro piernas no exigían tanto esfuerzo para
permanecer de pie o andar durante largos períodos. Y lo que era más peligroso:
la criatura tenía dos sexos diferentes, no necesitaba a nadie más para seguir
reproduciéndose en la tierra.
»Entonces
dijo Zeus, el supremo señor del Olimpo: «Tengo un plan para hacer que estos
mortales pierdan su fuerza».
»Y,
con un rayo, partió a la criatura en dos, y así creó al hombre y a la mujer.
Eso aumentó mucho la población del mundo, y al mismo tiempo desorientó y
debilitó a los que en él habitaban, porque ahora tenían que buscar su parte
perdida, abrazarla de nuevo, y en ese abrazo recuperar la antigua fuerza, la
capacidad de evitar la traición, la resistencia para andar largos períodos y soportar
el trabajo agotador. A ese abrazo donde los dos cuerpos se confunden de nuevo
en uno lo llamamos sexo.
-¿Esa
historia es cierta? -Según Platón, el filósofo griego.
María
lo miraba fascinada, y la experiencia de la noche anterior había desaparecido
por completo. Ella veía a aquel hombre lleno de la misma «luz» que él había
visto en ella, al contar aquella extraña historia con entusiasmo, con los ojos
brillándole, ya no de deseo, sino de alegría.
-¿Puedo
pedirte un favor?
Ralf
respondió que podía pedirle cualquier cosa.
-¿Puedes
enterarte de por qué, después de que los dioses dividiesen a la criatura de
cuatro piernas, algunas de ellas decidieron que ese abrazo podía ser
simplemente una cosa, un negocio como otro cualquiera, que en vez de
enriquecer, absorbe toda la energía de la gente?
-¿Te
refieres a la prostitución?
-Eso.
¿Puedes enterarte de cuándo el sexo dejó de ser sagrado? -Lo haré si quieres
-respondió Ralf-. Pero nunca he pensado en ello, y no creo que nadie más lo
haya hecho.
María
no aguantó la presión:
-¿Y
se te ha ocurrido pensar que las mujeres, principalmente las prostitutas, son
capaces de amar?
-Sí,
se me ha ocurrido. Se me ocurrió el primer día, cuando estábamos en la mesa del
café, cuando vi tu luz. Entonces, cuando pensé en invitarte a un café, escogí
creer en todo, incluso en la posibilidad de que tú me devolvieses al mundo de
donde partí hace mucho tiempo.
45
Ahora
ya no había vuelta atrás. María, la maestra, tenía que acudir rápidamente en su
auxilio, o ella lo besaría, lo abrazaría, le pediría que no la dejase.
-Volvamos
a la estación de tren -dijo-. Mejor dicho, volvamos a esta sala, al día en que
vinimos aquí por primera vez, y tú reconociste que yo existía, y me hiciste un
regalo. Fue la primera tentativa de entrar en mi alma, y no sabías si eras
bienvenido. Pero, como dice tu historia, los seres humanos fueron divididos, y
ahora buscan de nuevo ese abrazo que los una. Ése es nuestro instinto. Pero
también nuestra razón para soportar todas las cosas difíciles que suceden
durante esa búsqueda.
»Quiero
que me mires, y quiero, al mismo tiempo, que evites que yo lo note. El primer
deseo es importante porque está escondido, prohibido, no permitido. No sabes
si estás ante tu otra mitad perdida, ella tampoco lo sabe, pero algo los
atrae, y es preciso creer que es verdad.
«¿De
dónde saco todo esto? Lo saco del fondo de mi corazón, porque me gustaría que
siempre hubiese sido así. Saco estos sueños de mi propio sueño de mujer.»
Ella
bajó un poco el tirante de su vestido, de modo que una parte, sólo una ínfima
parte de su pezón quedase al descubierto. -El deseo no es lo que ves, sino
aquello que imaginas.
Ralf
Hart miraba a una mujer de cabellos negros, y ropa igual que el cabello,
sentada en el suelo de su sala de estar, llena de deseos absurdos, como tener
una chimenea encendida en pleno verano. Sí, quería imaginar lo que aquella ropa
escondía, podía ver el tamaño de sus senos, sabía que el sostén que ella usaba
era innecesario, aunque tal vez fuese una obligación del oficio. Sus senos no
eran grandes, no eran pequeños, eran jóvenes. Su mirada no mostraba nada; ¿qué
estaba ella haciendo allí? ¿Por qué él alimentaba esa relación peligrosa,
absurda, si no tenía ningún problema en conseguir a una mujer? Era rico, joven,
famoso, de buena apariencia. Le encantaba su trabajo, había amado a mujeres con
las que se había casado, había sido amado. En fin, era una persona que, dadas
las circunstancias, debería decir: «Soy feliz».
Pero
no lo era. Mientras que la mayoría de los seres humanos se mataban por un
pedazo de pan, un techo bajo el cual vivir, un empleo que les permitiese vivir
con dignidad, Ralf Hart tenía todo eso, lo cual lo hacía más miserable. Si
tuviera que hacer un balance reciente de su vida, tal vez habría dos, tres
días en los que se levantó, vio el sol, o la lluvia, y se sintió alegre porque
era la mañana, simplemente alegre, sin desear nada, sin planear nada, sin pedir
nada a cambio. Aparte de esos pocos días, el resto de su existencia se había
gastado en sueños, frustraciones y realizaciones, deseo de superarse a sí
mismo, viajes más allá de sus límites; no sabía exactamente a quién, o a qué,
pero se había pasado la vida intentando probar algo.
Miraba
a aquella hermosa mujer, discretamente vestida de negro, alguien a quien había
conocido por casualidad, aunque ya la hubiese visto antes en una discoteca y se
hubiese fijado en que no encajaba en aquel lugar. Ella pedía que la desease, y
él la deseaba mucho, mucho más de lo que podía imaginar, pero no eran sus senos,
ni su cuerpo; era su compañía. Quería abrazarla, quedarse en silencio mirando
al fuego, bebiendo vino, fumando un cigarrillo después de otro, eso era
suficiente. La vida estaba hecha de cosas simples, estaba cansado de todos esos
años buscando algo que no sabía qué era.
Sin
embargo, si lo hiciese, si la tocase, todo estaría perdido. Porque a pesar de
su «luz», no estaba seguro de si ella entendía lo bueno que era estar a su
lado. ¿Estaba pagando? Sí, y seguiría pagando el tiempo que fuese necesario
para poder conquistarla, hasta poder sentarse con ella a orillas del lago,
hablarle de amor, y oír lo mismo de ella. Era mejor no arriesgarse, no
precipitar las cosas, no decir nada.
Ralf
Hart dejó de torturarse, y volvió a concentrarse en el juego que acababan de
crear juntos. Aquella mujer estaba en lo cierto: no bastaba con el vino, el
fuego, el cigarrillo, la compañía; era preciso otro tipo de embriaguez, otro
tipo de llama.
Ella
llevaba un vestido de tirantes, había dejado un pecho al descubierto, pudo ver
su carne, más morena que blanca. Y la deseó. La deseó mucho.
María
notó el cambio en los ojos de Ralf. Saberse deseada la excitaba más que
cualquier otra cosa. No tenía nada que ver con la receta convencional: quiero
hacer el amor contigo, quiero casarme, quiero que tengas un orgasmo, quiero
tener un hijo, quiero compromisos. No, el deseo era una sensación libre,
suelta en el espacio, vibrando, llenando la vida con la voluntad de tener algo,
y eso era suficiente, ese deseo lo empujaba todo hacia adelante, desmoronaba
las montañas, humedecía su sexo.
El
deseo era la fuente de todo, de salir de su tierra, de descubrir un nuevo
mundo, de aprender francés, superar sus prejuicios, soñar con una hacienda,
amar sin pedir nada a cambio, sentirse mujer simplemente con la mirada de un
hombre. Con una lentitud calculada, se bajó el otro tirante y el vestido se
deslizó por su cuerpo. Después, se desabrochó el sujetador. Permaneció allí,
con la parte superior del cuerpo completamente desnuda, imaginando que él
saltaría sobre ella, la tocaría, le haría promesas de amor, o si era lo
suficientemente sensible para sentir, en el propio deseo, el mismo placer del
sexo.
El
entorno de ambos empezó a cambiar, ya no había ruidos, la chimenea, los
cuadros, los libros fueron desapareciendo, y fueron sustituidos por una especie
de trance, donde únicamente existe el oscuro objeto del deseo, y nada más tiene
importancia.
46
Él
no se movió. Al principio sintió una cierta timidez en sus ojos, pero no duró
mucho. Él la miraba, y en el mundo de su imaginación la acariciaba con su
lengua, hacían el amor, sudaban, se abrazaban, mezclaban ternura y violencia,
gritaban y gemían juntos.
En
el mundo real, sin embargo, no decían nada, ninguno de los dos se movía, y eso
la excitaba más todavía, porque también ella era libre para pensar lo que
quisiera. Le pedía que la tocase con suavidad, abría las piernas, se masturbaba
delante de él, decía frases románticas y vulgares como si fuesen lo mismo,
tenía varios orgasmos, despertaba a los vecinos, despertaba al mundo entero
con sus gritos. Allí estaba su hombre, que le daba placer y alegría, con quien
podía ser quien era, hablar de sus problemas sexuales, contarle cuánto le
gustaría pasar junto a él el resto de la noche, de la semana, de la vida.
El
sudor comenzó a gotear de la frente de ambos. Era la chimenea, le decía uno
mentalmente al otro. Pero tanto el hombre como la mujer en aquella sala habían
llegado a su límite, habían usado toda la imaginación, habían vivido juntos una
eternidad de buenos momentos. Tenían que parar, porque un paso más y aquella
magia sería destruida por la realidad.
Con
mucha lentitud, porque el final es siempre más difícil que el principio, ella
volvió a ponerse el sujetador y escondió los senos. El universo volvió a su
lugar, las cosas del entorno volvieron a surgir, ella levantó el vestido que
había caído hasta su cintura, sonrió, y con suavidad le tocó el rostro. Él tomó
su mano y la apretó contra su cara, también sin saber hasta cuándo debía mantenerla
allí, ni con qué intensidad debía agarrarla.
Ella
sintió ganas de decir que lo amaba. Pero eso lo estropearía todo, podía
asustarlo o, lo que era peor, podía hacer que respondiese que él también la
amaba. María no quería eso: la libertad de su amor era no pedir ni esperar
nada.
-El
que es capaz de sentir sabe que es posible tener placer incluso antes de tocar
a la otra persona. Las palabras, las miradas, todo eso contiene el secreto de
la danza. Pero el tren llegó, cada uno va por su lado. Espero poder acompañarte
en este viaje hasta... ¿hasta dónde?
-De
vuelta a Géneve -respondió Ralf.
-El
que observa, y descubre a la persona con la que siempre ha soñado, sabe que la
energía sexual sucede antes que el propio sexo. El mayor placer no es el sexo,
es la pasión con la que se practica. Cuando esta pasión es intensa, el sexo
viene a consumar la danza, pero nunca es el punto principal.
-Hablas
del amor como una profesora.
María
decidió hablar, porque ésa era su defensa, su manera de decirlo todo sin
comprometerse con nada:
-El
que está enamorado hace el amor todo el tiempo, incluso cuando no lo está
haciendo. Cuando los cuerpos se encuentran, es simplemente la gota que colma el
vaso. Pueden permanecer juntos durante horas, incluso días. Pueden empezar la
danza un día y acabar al día siguiente, o incluso no acabar, de tanto placer.
Nada que ver con once minutos.
-¿Qué?
-Te amo. -Yo también te amo. -Perdón. No sé lo que digo. -Ni yo.
Se
levantó, le dio un beso y salió. Ella misma podía abrir la puerta, ya que la
superstición brasileña decía que el dueño de la casa sólo tenía que hacerlo la
primera vez que se marchase.
Del
diario de María, a la mañana siguiente:
Ayer por la noche, cuando Ralf
Hart me miró, abrió una puerta, como si fuese un ladrón; pero, al marcharse,
no se llevó nada de mí, al contrario, dejó olor a rosas, no era un ladrón,
sino un novio que me visitaba. Cada ser humano vive su propio deseo; forma parte
de su tesoro, y, aunque sea una emoción que pueda apartar a alguien,
generalmente trae a quien es importante. Es una emoción que mi alma escogió, y
tan intensa que puede contagiarlo todo y a todos a mi alrededor.
Cada día escojo la verdad con la
que pretendo vivir. Procuro ser práctica, eficiente, profesional. Pero me
gustaría poder escoger, siempre, el deseo como mi compañero. No por
obligación, ni para atenuar la soledad de mi vida, sino porque es bueno. Sí, es
muy bueno.
§
El
Copacabana tenía, en promedio, treinta y ocho mujeres que frecuentaban la casa
con regularidad, aunque sólo una, la filipina Nyah, pudiese ser considerada por
María como alguien parecido a una amiga. La media de permanencia allí era como
mínimo seis meses, y como máximo tres años, porque después recibían una
proposición de matrimonio, ser amante fija o, si ya no conseguían atraer la
atención de los clientes, Milan les pedía, delicadamente, que se buscasen otro
lugar de trabajo.
Por
eso, era importante respetar la clientela de cada una, y jamás intentar
seducir a los hombres que entraban allí y se dirigían directamente a una
determinada chica. Además de ser deshonesto, podía ser muy peligroso; la
semana anterior, una colombiana había sacado delicadamente una hoja de afeitar
del bolso, y poniéndola sobre el vaso de una yugoslava, le había dicho con la
voz más tranquila del mundo
que la desfiguraría si volvía a aceptar la invitación de cierto director de banco que acostumbraba a ir por allí con regularidad. La yugoslava había alegado que el hombre era libre, y si la había escogido a ella, no podía decir que no.
47
que la desfiguraría si volvía a aceptar la invitación de cierto director de banco que acostumbraba a ir por allí con regularidad. La yugoslava había alegado que el hombre era libre, y si la había escogido a ella, no podía decir que no.
Aquella
noche, el hombre entró, saludó a la colombiana y se fue a la mesa en la que
estaba la otra. Tomaron la copa, bailaron, y -María creyó que era demasiada
provocación- la yugoslava le guiñó un ojo a la otra, como diciendo: «¿Ves? ¡Me
ha escogido él!».
Pero
aquel guiño contenía muchas cosas no dichas: me ha escogido porque soy más
atractiva, porque estuve con él la semana pasada y le gustó, porque soy joven.
La colombiana no dijo nada. Cuando la serbia volvió, dos horas después, ella se
sentó a su lado, sacó la hoja de afeitar del bolso y le cortó el rostro cerca
de la oreja: nada profundo, nada peligroso, sólo lo suficiente para dejarle
una pequeña cicatriz que le recordase para siempre aquella noche. Se pegaron,
la sangre salpicó por todos lados, los clientes salieron asustados.
Cuando
la policía llegó y quiso saber qué pasaba, la yugoslava dijo que se había
cortado la cara con un vaso que había caído de una estantería (no había
estanterías en el Copacabana). Ésa era la ley del silencio, o la omertá, como lo llamaban
las italianas: todo lo que hubiese que resolver en la rue de Berne, desde el
amor a la muerte, sería resuelto, pero sin interferencia de la ley. Allí, ellos
hacían la ley.
La
policía sabía lo de la omertá, vio
que la mujer mentía, pero no insistió en el asunto; le costaría mucho dinero al
contribuyente suizo si decidía apresarla, procesarla, y alimentarla durante el
tiempo que estuviese en prisión. Milan agradeció a los policías la rápida
intervención, pero todo era un malentendido, o alguna artimaña de un
competidor.
En
cuanto salieron, les pidió a ambas que jamás volviesen a su bar. Al fin y al
cabo, el Copacabana era un local familiar (una afirmación que a María le
costaba entender) y tenía una reputación que mantener (lo que la intrigaba más
todavía). Allí no había peleas, porque la primera ley era respetar al cliente
ajeno.
La
segunda ley era la total discreción, «semejante a la de un banco suizo», decía
él. Sobre todo porque allí se podía confiar en los clientes, que
eran seleccionados como un banco selecciona a los suyos, basándose en la cuenta
corriente, pero también en los informes policiales, o sea, en los buenos
antecedentes. A veces había algún equívoco, algunos casos raros de impago, de
agresión o de amenazas a las chicas, pero en los muchos años en los que había
creado y desarrollado con esfuerzo la fama de su discoteca, Milan ya sabía
identificar a los que debían o no frecuentar la casa. Ninguna de las mujeres
sabía cuál era exactamente su criterio. Sin embargo, ya habían visto a alguien
bien vestido ser informado de que la discoteca estaba llena aquella noche
(aunque estuviese vacía) y en las noches siguientes (o sea: por favor, no vuelva).
También habían visto a personas con ropa de sport y sin afeitar ser
eufóricamente invitados por Milan a una copa de champán. El dueño del
Copacabana no juzgaba por las apariencias, pero al final siempre tenía razón.
En
una buena relación comercial, todas las partes tienen que estar satisfechas. La
gran mayoría de los clientes estaban casados, o tenían una posición importante
en alguna empresa. Por otro lado, algunas de las mujeres que trabajaban allí
estaban casadas, tenían hijos, y frecuentaban las reuniones de padres en los
colegios, sabiendo que no corrían ningún riesgo: si alguno de los padres
aparecía en el Copacabana, también estaría comprometido, y no podría decir
nada: así funcionaba la omertá.
Había
camaradería, pero no había amistad; nadie hablaba mucho de su vida. En las
pocas conversaciones que había mantenido, María no había descubierto amargura,
ni culpa, ni tristeza entre sus compañeras: simplemente una especie de
resignación. Y también una extraña mirada de desafío, como si estuviesen orgullosas
de sí mismas, enfrentándose al mundo, independientes y confiadas. Después de
una semana, cualquier chica recién llegada ya era considerada una
«profesional», y recibía instrucciones: ayudar a conservar los matrimonios -una
prostituta no puede ser una amenaza para la estabilidad de un hogar-, jamás
aceptar invitaciones fuera del horario de trabajo, escuchar confesiones sin
dar demasiadas opiniones al respecto, gemir a la hora del orgasmo -María
descubrió que todas lo hacían, y que al principio no se lo habían dicho porque
era uno de los trucos de la profesión-, saludar a la policía en la calle,
mantener actualizado el permiso de trabajo y las revisiones sanitarias, y
finalmente, no cuestionarse demasiado sobre los aspectos morales o legales de
lo que hacían; eran lo que eran, y punto.
Antes
de que empezase el movimiento, a María siempre se la veía con un libro, y en
seguida pasó a ser conocida como la «intelectual» del grupo. Al principio
querían saber si eran historias de amor, pero al ver que se trataba de asuntos
áridos y poco interesantes como economía, psicología y, recientemente,
administración de haciendas, en seguida la dejaban sola para que continuase
con su investigación y sus anotaciones.
Por
tener muchos clientes fijos, y por ir al Copacabana todos los días, incluso
cuando el movimiento era escaso, María se ganó la confianza de Milan y la
envidia de sus compañeras; comentaban que la brasileña era ambiciosa,
arrogante, y que sólo pensaba en ganar dinero. Esta última parte no dejaba de
ser verdad, aunque ella tuviese ganas de preguntarlés si todas ellas no estaban
allí por el mismo motivo.
En
cualquier caso, los comentarios no matan, forman parte de la vida de cualquier
persona de éxito. Era mejor ignorarlos y concentrar la atención en sus dos
únicos objetivos: volver a Brasil en la fecha señalada y comprar una hacienda.
48
Ralf
Hart estaba ahora en su pensamiento de la mañana a la noche, y por primera vez
era capaz de ser feliz con un amado ausente, aunque estaba algo arrepentida de
haberlo confesado, arriesgándose así a perderlo
todo. ¿Pero qué tenía que perder si no pedía nada a cambio? Recordó cómo su
corazón había latido más de prisa cuando Milan había dicho que era, o que ya
había sido, un cliente especial. ¿Qué significaba aquello? Se sintió traicionada,
se puso celosa.
Claro
que los celos eran normales, aunque la vida ya le hubiese enseñado que era
inútil pensar que alguien puede poseer a otra persona (el que cree que eso es
posible se engaña a sí mismo). A pesar de ello, no se puede reprimir la idea de
los celos, ni tener grandes ideas intelectuales al respecto, y menos, creer que
es un signo de fragilidad.
«El
amor más fuerte es aquel que puede mostrar su fragilidad. En cualquier caso, si
mi amor es verdadero -y no sólo una manera de distraerme, de engañarme, de
pasar el tiempo que no corre nunca en esta ciudad-, la libertad vencerá los
celos, y el dolor que provocan, ya que también el dolor es parte de un proceso
natural. El que hace deporte lo sabe: cuando queremos conseguir nuestros
objetivos, tenemos que estar dispuestos a soportar una dosis diaria de dolor o
malestar. Al principio, es incómodo y no motiva, pero con el paso del tiempo
entendemos que forma parte del proceso de sentirse bien, y llega un momento en
que, sin el dolor, tenemos la sensación de que el ejercicio no está teniendo
el efecto deseado.»
Lo
peligroso es focalizar ese dolor, darle un nombre de persona, mantenerlo
siempre presente en el pensamiento; y de eso, gracias a Dios, María ya había
conseguido librarse.
Aun
así, a veces se descubría pensando en dónde estaría él, por qué no la buscaba,
si había pensado que era estúpida con aquella historia de la estación de tren y
deseo reprimido, si había huido para siempre porque ella le había confesado su
amor... Para evitar que pensamientos tan hermosos se transformasen en sufrimiento,
María desarrolló un método: cuando algo positivo relacionado con Ralf Hart
viniese a su cabeza, y eso podía ser la chimenea y el vino, una idea que le
gustaría discutir con él, o simplemente la agradable ansiedad de saber cuándo
volvería, María dejaba lo que estaba haciendo, sonreía hacia el cielo, y
agradecía estar viva y no esperar nada del hombre que amaba.
Sin
embargo, si su corazón empezaba a quejarse de su ausencia, o de las
equivocaciones que había cometido cuando estaban juntos, ella se decía a sí
misma: «¿Quieres pensar en eso? De acuerdo, sigue haciendo lo que deseas,
mientras yo me dedico a cosas más importantes».
Seguía
leyendo, o, si estaba en la calle, empezaba a prestar atención a todo lo que
había a su alrededor: colores, personas, sonidos, sobre todo sonidos, de sus
pasos, de las páginas que pasaba, de los coches, de los fragmentos de
conversación, y el pensamiento incómodo acababa desapareciendo. Si volvía
cinco minutos después, ella repetía el proceso, hasta que esos recuerdos, al
ser aceptados pero amablemente rechazados, se apartaban por un tiempo considerable.
Uno
de esos «pensamientos negativos» era la posibilidad de no volver a verlo. Con
un poco de práctica y mucha paciencia, consiguió convertirlo en un «pensamiento
positivo»: cuando se fuese, Géneve sería el rostro de un hombre con pelo muy
largo y pasado de moda, sonrisa infantil, voz grave. Si alguien le preguntara,
muchos años después, cómo era el lugar que había conocido en su juventud, María
podría responder: «Bonito, capaz de amar y de ser amado».
Del
diario de María, en un día de poco movimiento en el Copacabana:
De tanto convivir con las
personas que vienen aquí, llego a la conclusión de que el sexo ha sido
utilizado como cualquier otra droga: para huir de la realidad, para olvidar
los problemas, para relajarse. Y, como todas las drogas, es una práctica nociva
y destructiva.
Si una persona quiere drogarse,
ya sea con sexo o con cualquier otra cosa, es problema suyo; las consecuencias
de sus actos serán mejores o peores de acuerdo con aquello que ella ha
escogido para sí misma. Pero si hablamos de avanzar en la vida, tenemos que
entender que lo que es «bueno» es muy diferente de lo que es «mejor».
Al contrario de lo que mis
clientes piensan, el sexo no puede ser practicado a cualquier hora. Hay un
reloj escondido en cada uno de nosotros, y para hacer el amor las manecillas de
ambas personas tienen que marcar la misma hora al mismo tiempo. Eso no sucede
todos los días. Aquel que ama no depende del acto sexual para sentirse bien.
Dos personas que están juntas, y que se quieren, tienen que sincronizar sus
manecillas, con paciencia y perseverancia, con juegos y representaciones
«teatrales», hasta entender que hacer el amor es mucho más que un encuentro: es
un «abrazo» de las partes genitales.
Todo tiene importancia. Una
persona que vive intensamente su vida goza todo el tiempo y no echa de menos
el sexo. Cuando practica el sexo, es por abundancia, porque el vaso de vino
está tan lleno que desborda naturalmente, porque es absolutamente inevitable,
porque acepta la llamada de la vida, porque en ese momento, sólo en ese
momento, consigue perder el control.
P. D. Acabo de releer lo que he
escrito: ¡Dios mío, me estoy volviendo demasiado intelectual!
49
§
Poco
después de haber escrito eso, y cuando se preparaba para una noche más de
Madre Cariñosa o Niña Ingenua, la puerta del Copacabana se abrió y entró
Terence, el ejecutivo de la compañía discográfica, uno de los clientes
especiales.
Milan
pareció satisfecho detrás de la barra: ella no lo había decepcionado. María
recordó en ese mismo momento palabras que decían tantas cosas y al mismo tiempo
no decían nada: «Dolor, sufrimiento, y mucho placer».
-He
venido de Londres especialmente para verte. He pensado mucho en ti.
Ella
sonrió, intentando que su sonrisa no fuese una invitación. Pero una vez más él
no siguió el ritual, no la invitó a nada, sólo se sentó a la mesa.
-Cuando
se hace que una persona descubra algo, el profesor también acaba descubriendo
algo nuevo.
-Sé
a qué te refieres -respondió María, acordándose de Ralf Hart, e irritándose con
su propio recuerdo. Estaba con otro cliente, tenía que respetarlo y hacer lo
posible para dejarlo contento. -¿Quieres seguir adelante?
Mil
francos. Un universo escondido. Un jefe que la miraba. La certeza de que podría
parar cuando quisiese. La fecha marcada para el regreso a Brasil. Otro hombre,
que no aparecía nunca. -¿Tienes prisa? -preguntó María.
Él
dijo que no. ¿Qué quería ella?
-Quiero
mi copa, mi baile, el respeto por mi profesión.
Él
dudó durante algunos minutos, pero era parte del teatro, de dominar y de ser
dominado. Pagó la copa, bailó, pidió un taxi, le entregó el dinero mientras
cruzaban la ciudad, y fueron al mismo hotel. Entraron, él saludó al portero
italiano de la misma manera en que lo había hecho la noche que se conocieron,
subieron a la misma habitación con vista al río.
Terence
prendió un fósforo; fue entonces cuando María se dio cuenta de que había
decenas de velas esparcidas por la habitación. Él empezó a encenderlas.
-¿Qué
quieres saber? ¿Por qué soy así? ¿Por qué, si no me equivoco, te encantó la
noche que pasamos juntos? ¿Quieres saber por qué tú también eres así?
-Pienso que en Brasil tenemos la superstición de no encender más de
tres cosas con el mismo fósforo. Y no la estás respetando.
Él ignoró el comentario.
-Tú eres como yo. No estás aquí por los mil francos, sino por el
sentimiento de culpa, de dependencia, por tus complejos y tu inseguridad. Y eso
no es bueno ni malo, es la naturaleza humana.
Tomó el control remoto de la tele y cambió varias veces de canal,
hasta detenerse en un informativo, en el que unos refugiados intentaban escapar
de una guerra.
-¿Lo ves? ¿Conoces esos programas en los que la gente va a discutir
sus problemas personales delante de todo el mundo? ¿Has visto los titulares en
el quiosco? El mundo se alegra con el sufrimiento y con el dolor. Sadismo al
ver, masoquismo al concluir que no tenemos que saber todo eso para ser felices
y, aun así, asistimos a la tragedia ajena, y a veces sufrimos con ella.
Él sirvió otras dos copas de champán, apagó la tele y siguió encendiendo
las velas.
-Repito: es la condición humana. Desde que fuimos expulsados del
paraíso, sufrimos, o hacemos sufrir a alguien, u observamos el sufrimiento de
los demás. Es incontrolable.
Oyeron el ruido de los truenos afuera, una enorme tempestad se estaba
aproximando.
-Pero yo no soy capaz -dijo María-. Me parece ridículo creer que tú
eres mi maestro y yo tu esclava.
Terence había acabado de encender todas las velas. Tomó una de ellas,
la colocó en el centro de la mesa, volvió a servir champán y caviar. María
bebía de prisa, pensando en los mil francos que ya estaban en su bolso, en lo
desconocido que la fascinaba y la amedrentaba, en la manera de controlar su
pavor. Sabía que, con aquel hombre, una noche jamás era como la otra, no podía
amenazarlo.
La voz se alternaba entre dulce y autoritaria. María obedeció, y una
ola de calor recorrió su cuerpo; aquella orden era familiar, ella se sentía más
segura.
«Teatro. Tengo que entrar en la obra de teatro.»
Estaba bien recibir órdenes. No tenía que pensar, simplemente
obedecer. Pidió más champán, él le trajo vodka; subía más de prisa, liberaba
con más facilidad, acompañaba mejor el caviar.
Abrió la botella, María prácticamente bebió sola, mientras oía los
truenos. Todo colaboraba para el momento perfecto, como si la energía de los
cielos y de la tierra mostrase también su lado violento.
En un momento dado, Terence sacó una pequeña maleta del armario y la
puso sobre la cama.
-No te muevas.
María se quedó inmóvil. Él abrió la maleta y sacó dos pares de esposas
de metal cromado.
-Siéntate con las piernas abiertas.
50
Ella obedeció, impotente por voluntad propia, sumisa porque así lo
deseaba. Notó que él miraba entre sus piernas, podía ver la bombacha negra, las
medias, los muslos, podía imaginar el vello, el sexo.
-¡Ponte de pie!
Ella se levantó de la silla. A su cuerpo le costó mantener el
equilibrio, y vio que estaba más embriagada de lo que imaginaba. -¡No me mires!
¡Baja la cabeza, respeta a tu dueño!
Antes de bajar la cabeza, un látigo fino fue retirado de la maleta y
estalló en el aire, como si tuviese vida propia.
-Bebe. Mantén la cabeza baja, pero bebe. Bebió uno más, dos, tres
vasos de vodka.
Ahora no era simplemente una obra de teatro, sino la realidad de la
vida: no tenía control. Se sentía un objeto, un simple instrumento, y por
increíble que parezca, aquella sumisión le daba la sensación de completa
libertad. Ya no era la maestra, la que enseña, la que consuela, la que escucha
las confesiones, la que excita; era sólo la niña del interior de Brasil, ante
el poder gigantesco del hombre.
-Quítate la ropa.
La orden fue seca, sin deseo, y, sin embargo, de lo más erótico.
Manteniendo la cabeza baja en señal de reverencia, María desabotonó el vestido
y dejó que resbalase hasta el suelo.
-No te estás portando bien, ¿lo sabías? De nuevo el látigo estalló en
el aire.
-Hay que castigarte. Una niña de tu edad, ¿cómo te atreves a
contrariarme? ¡Deberías estar de rodillas delante de mí!
María hizo ademán de arrodillarse, pero el látigo la interrumpió; por
primera vez tocaba su carne, en las nalgas. Escocía, pero parecía no dejar
marcas.
-No te dije que te arrodillases. ¿O sí?
-No.
El látigo tocó sus nalgas otra vez. -Di «No, mi señor».
Y un latigazo más. Más escozor. Por una fracción de segundo, ella
pensó que podía parar todo aquello inmediatamente; o también podía escoger ir
hasta el final, no por el dinero, sino por lo que él había dicho la primera
vez, un ser humano sólo se conoce cuando va hasta sus límites.
Y aquello era nuevo; era la Aventura, podía decidir más tarde si le
gustaría continuar, pero en aquel instante ella dejó de ser la chica que tiene
tres objetivos en la vida, que ganaba dinero con su cuerpo, que había conocido
a un hombre con una chimenea e historias interesantes que contar. Allí ella no
era nadie, y al no ser nadie, era todo lo que soñaba.
-Quítate toda la ropa. Y anda de un lado para otro, para que yo pueda
verte.
Una vez más obedeció, manteniendo la cabeza baja, sin decir una sola
palabra. El hombre que la miraba estaba vestido, impasible, no era la misma
persona con la que había venido hablando desde la discoteca, era un Ulises que
venía de Londres, un Teseo que llegaba del cielo, un secuestrador que invadía
la ciudad más segura del mundo y el corazón más cerrado de la tierra. Se quitó
la bombacha, el sostén, se sintió indefensa y protegida al mismo tiempo. El
látigo estalló de nuevo en el aire, esta vez sin tocar su cuerpo.
-¡Mantén la cabeza baja! Estás aquí para ser humillada, para ser
sometida a todo lo que yo desee, ¿entiendes?
-Sí, señor.
Él agarró sus brazos y colocó el primer par de esposas en sus muñecas.
-Y vas a sufrir mucho. Hasta que aprendas a comportarte. Con la mano abierta,
le dio una palmada en las nalgas. María gritó, esta vez le había dolido.
-Así que te quejas, ¿verdad? Pues vas a ver lo que es bueno. Antes de
que ella pudiese reaccionar, una mordaza de cuero le estaba tapando la boca. No
le impedía hablar, podía decir «amarillo» o «rojo», pero sentía que era su
destino dejar que aquel hombre pudiese hacer con ella lo que quisiese, y no
tenía forma de escapar de allí. Estaba desnuda, amordazada, esposada, con
vodka corriendo por sus venas en lugar de sangre.
Otra palmada en las nalgas. -¡Anda de un lado para otro!
María empezó a andar, obedeciendo las órdenes «para», «gira a la
derecha», «siéntate», «abre las piernas». Alguna vez que otra, incluso sin
motivo, se llevaba una palmada, y sentía el dolor, sentía la humillación, que
era más poderosa y fuerte que el dolor, y se sentía en otro mundo, donde no
había nada más, y eso era una sensación casi religiosa, anularse por completo,
servir, perder la idea del ego, de los deseos, de la propia voluntad. Estaba
completamente mojada, excitada, sin comprender lo que sucedía.
-¡Ponte otra vez de rodillas!
Como mantenía siempre la cabeza baja, en señal de obediencia y
humillación, María no podía ver exactamente lo que estaba pasando; pero notaba
que, en otro universo, otro planeta, aquel hombre estaba agotado, cansado de
hacer estallar el látigo y azotarle las nalgas con la palma de la mano
abierta, mientras ella se sentía cada vez más llena de fuerza y energía. Ahora
había perdido la vergüenza, y no se incomodaba por mostrar que le estaba
gustando, empezó a gemir, le pidió que le tocase el sexo, pero él, en vez de
eso, la agarró y la arrojó sobre la cama.
Con violencia, pero con una violencia que ella sabía que no le iba a
causar ningún daño, abrió las piernas y ató cada una de ellas a
un lado de la cama. Las manos esposadas a la espalda, las piernas
abiertas, la mordaza en la boca, ¿cuándo iba a penetrarla? ¿No veía que ella ya estaba lista, que quería servirle, que era su esclava, su animal, su objeto, que haría cualquier cosa que él le mandase?
51
abiertas, la mordaza en la boca, ¿cuándo iba a penetrarla? ¿No veía que ella ya estaba lista, que quería servirle, que era su esclava, su animal, su objeto, que haría cualquier cosa que él le mandase?
-¿Te gustaría que te reventase toda?
Ella vio que él apoyaba el mango del látigo en su sexo. Lo frotó de
arriba abajo y, en el momento en el que tocó su clítoris, ella perdió el
control. No sabía cuánto tiempo hacía que estaban allí, no imaginaba cuántas
veces había sido azotada, pero de repente vino el orgasmo, el orgasmo que
decenas, centenas de hombres, en todos aquellos meses, jamás habían conseguido
despertar. Una luz explotó, ella sentía que entraba en una especie de agujero
negro en su propia alma, donde el dolor intenso y el miedo se mezclaban con
el placer total, aquello la empujaba más allá de todos los límites que había
conocido; María gimió, gritó con la voz sofocada por la mordaza, se sacudió en
la cama, sintiendo que las esposas le cortaban las muñecas y las tiras de cuero
le destrozaban los tobillos, se movió como nunca justamente porque no podía
moverse, gritó como jamás había gritado, porque tenía una mordaza en la boca y
nadie podría oírla. Aquello era el dolor y el placer, el mango del látigo
presionando el clítoris cada vez más fuerte, y el orgasmo saliendo por la boca,
por el sexo, por los poros, por los ojos, por toda su piel.
Entró en una especie de trance, y poco a poco fue bajando, bajando,
el látigo ya no estaba entre sus piernas, sólo el vello mojado por el sudor
abundante, y manos cariñosas que le retiraban las esposas y desataban las tiras
de cuero de sus pies.
Ella permaneció allí acostada, confusa, incapaz de mirar al hombre
porque estaba avergonzada de sí misma, de sus gritos, de su orgasmo. Él le
acariciaba el pelo, y también jadeaba, pero el placer había sido exclusivamente
suyo; él no había tenido ningún momento de éxtasis.
Su
cuerpo desnudo abrazó a aquel hombre completamente vestido, exhausto de tantas
órdenes, tantos gritos, tanto control de la situación. Ahora no sabía qué
decir, cómo continuar, pero estaba segura, protegida, porque él la había
invitado a ir hasta una parte suya que no conocía, era su protector y su
maestro. Empezó a llorar, y él pacientemente esperó a que terminase. -¿Qué has
hecho conmigo? -decía entre lágrimas.
-Lo que
querías que hiciese.
Ella lo miró y sintió que lo necesitaba desesperadamente. -Yo no te
forcé, no te obligué, y no te oí decir: «amarillo»; mi único poder era el que
tú me dabas. No había ningún tipo de obligación, de chantaje, era simplemente
tu voluntad; aunque tú fueses la esclava y yo el señor, mi único poder era
empujarte hacia tu propia libertad.
Esposas. Tiras de cuero en los pies. Mordaza. Humillación, que era más
fuerte y más intensa que el dolor. Aun así, él tenía razón, la sensación era de
total libertad. María estaba repleta de energía, de vigor, y sorprendida al ver
que el hombre que estaba a su lado estaba exhausto.
-¿Llegaste al orgasmo?
-No -dijo él-. El señor está para forzar al esclavo. El placer del
esclavo es la alegría del señor.
Nada de aquello tenía sentido, porque no es lo que cuentan las
historias, no es así en la vida real. Pero aquél era un mundo de fantasía, ella
estaba llena de luz, y él parecía opaco, agotado. -Puedes irte cuando quieras
-dijo Terence. -No quiero irme, quiero entender.
-No hay nada que entender.
Ella se levantó, con la belleza y la intensidad de su desnudez, y
sirvió dos copas de vino. Encendió dos cigarrillos y le dio uno, los papeles se
habían invertido, era la señora la que servía al esclavo, recompensándolo por
el placer que le había dado.
-Ahora me vestiré y me marcharé. Pero me gustaría hablar un rato
antes.
-No hay nada de que hablar. Eso era lo que yo quería, y has estado
maravillosa. Estoy cansado, mañana tengo que volver a Londres.
Él se acostó y cerró los ojos. María no sabía si fingía dormir, pero
eso no le importaba; fumó el cigarrillo con placer, bebió lentamente su copa
de vino con la cara pegada al cristal, mirando el lago y deseando que alguien,
en la otra orilla, la viese así, desnuda, plena, satisfecha, segura.
Se vistió, salió sin decir adiós, y sin importarle si él le abría o no
la puerta, porque no tenía la certeza de querer volver.
Terence oyó que la puerta se cerraba, esperó para ver si ella no
volvía diciendo que había olvidado algo, y después de algunos minutos se
levantó y encendió otro cigarrillo.
La chica tenía estilo, pensó. Había sabido aguantar el látigo, aunque
eso fuese lo más común, lo más antiguo, y el menor de todos los suplicios. Por
un momento, recordó la primera vez que había experimentado esta misteriosa
relación entre dos seres que desean acercarse, pero sólo lo consiguen
infligiendo sufrimiento a los demás. Allí fuera, millones de parejas
practicaban sin darse cuenta, todos los días, el arte del sadomasoquismo. Iban
al trabajo, volvían, se quejaban de todo, agredían o eran agredidos por la
mujer, se sentían miserables, pero profundamente ligados a la propia infelicidad,
sin saber que bastaba un gesto, un «hasta nunca más», para liberarse de la
opresión. Terence lo había experimentado con su primera esposa, una famosa
cantante inglesa; vivía torturado por los celos, haciendo escenas, pasando días
bajo los efectos de calmantes, y noches embriagado de alcohol. Ella lo amaba,
no entendía por qué se comportaba así; él la amaba, y tampoco entendía su
propio
comportamiento. Pero era como si la agonía que uno infligía al otro fuese necesaria, fundamental para la vida.
52
comportamiento. Pero era como si la agonía que uno infligía al otro fuese necesaria, fundamental para la vida.
Una vez, un músico, que él consideraba muy extraño porque parecía
demasiado normal en aquel medio de gente exótica, olvidó un libro en el
estudio. La Venus de las
pieles, de Leopold von Sacher-Masoch. Terence se puso a
hojearlo y, a medida que leía, se comprendía mejor a sí mismo:
La hermosa mujer
se desnudó y tomó un largo látigo, con un pequeño mango, que ató a la muñeca.
«Me lo has pedido -dijo ella-. Entonces voy a azotarte.» «Hazlo -susurró su
amante-. Te lo imploro. »
Su mujer estaba del otro lado del cristal del estudio, ensayando.
Había pedido que desconectasen el micrófono que permitía a los técnicos
escucharlo todo, y había sido obedecida. Terence pensaba que tal vez estuviese
concertando una cita con el pianista, y se dio cuenta: ella lo llevaba a la
locura, pero parecía que ya se había acostumbrado a sufrir, y no podía vivir
sin aquello.
«Voy a azotarte», decía la mujer desnuda, en la novela que tenía en
las manos. «Hazlo, te lo imploro.»
Él era atractivo, tenía poder en la compañía, ¿por qué tenía que
llevar esa vida que llevaba?
Porque le gustaba. Merecía sufrir mucho, ya que la vida había sido muy
buena con él, y no era digno de todas aquellas bendiciones: dinero, respeto,
fama. Creía que su carrera lo estaba llevando a un punto en el que empezaría a
depender del éxito, y aquello lo asustaba, porque ya había visto a mucha gente
despeñarse desde las alturas.
Leyó el libro. Leyó todo lo que caía en sus manos sobre la misteriosa
unión entre dolor y placer. Su mujer descubrió los videos que alquilaba, los
libros que escondía, le preguntó qué era aquello, si estaba enfermo. Terence
respondió que no, que era una investigación para el look de un nuevo trabajo
que ella debía hacer. Y sugirió, como quien no quiere la cosa: «Tal vez
deberíamos probar».
Probaron. Al principio con mucha timidez, guiándose sólo por los
manuales que encontraban en tiendas pornográficas. Poco a poco fueron
desarrollando nuevas técnicas, yendo hasta el límite, corriendo riesgos, pero
sintiendo que su matrimonio era cada vez más sólido. Eran cómplices de algo
escondido, prohibido, condenado.
La experiencia de ambos se convirtió en arte: diseñaron trajes nuevos,
cuero y tachuelas de metal. Ella entraba en escena con un látigo, ligas, botas
y llevaba al público al delirio. El nuevo disco llegó al primer lugar de las
listas de éxito de Inglaterra, y desde allí siguió una carrera victoriosa en
toda Europa. Terence se sorprendía de cómo la juventud aceptaba sus delirios
personales con tanta naturalidad, y su única explicación era que de esa manera
la violencia contenida podía manifestarse de forma intensa, pero inofensiva.
El látigo pasó a ser el símbolo del grupo, lo reprodujeron en
camisetas, tatuajes, pegatinas, postales. La formación intelectual de Terence
lo hizo buscar el origen de todo aquello, de modo que pudiese entenderse mejor
a sí mismo.
No eran, como le había dicho a la prostituta en su cita, los penitentes
que intentaban apartar a la Peste Negra. Desde la noche de los tiempos, el
hombre había entendido que el sufrimiento, una vez encarado sin temor, era su
pasaporte hacia la libertad.
Egipto, Roma y Persia ya tenían la noción de que, si un hombre se
sacrifica, salva al país y su mundo. En China, cuando había una catástrofe
natural, el emperador era castigado, por ser él el representante de la
divinidad en la Tierra. Los mejores guerreros de Esparta, en la Antigua Grecia,
eran azotados una vez al año, desde la mañana hasta la noche, en homenaje a la
diosa Diana, mientras la multitud gritaba palabras incentivándolos,
pidiéndoles que aguantasen el dolor con dignidad, pues los prepararía para el
mundo de las guerras. Al final del día, los sacerdotes examinaban las heridas
dejadas en la espalda de los guerreros, y a través de ellas predecían el futuro
de la ciudad.
Los padres del desierto, en una antigua comunidad cristiana del siglo
iv que se reunía en un monasterio de Alejandría, usaban la flagelación como
medio de apartar a los demonios, o de demostrar la inutilidad del cuerpo
durante la búsqueda espiritual. La historia de los santos estaba llena de
ejemplos: Santa Rosa corría por el jardín, mientras las espinas herían su
carne, Santo Domingo Loricatus se azotaba regularmente todas las noches antes
de dormir, los mártires se entregaban voluntariamente a la lenta muerte en la
cruz o en los dientes de animales salvajes. Todos decían que el dolor, una vez
superado, era capaz de llevar al éxtasis religioso.
Estudios recientes, no confirmados, indicaban que un cierto tipo de
hongo con propiedades alucinógenas se desarrollaba en las heridas, lo que
causaba las visiones. El placer parecía ser tanto que la práctica en seguida
salió de los conventos y empezó a difundirse por el mundo.
En 1718, fue publicado el Tratado
de autoflagelación, que enseñaba cómo descubrir el
placer a través del dolor, pero sin causar daño al cuerpo. Al final de ese
siglo, había decenas de lugares en toda Europa donde las personas sufrían para
llegar a la alegría. Hay documentos de reyes y princesas que se hacían flagelar
por sus esclavos, hasta descubrir que el placer no sólo estaba en recibir,
sino también en infligir dolor, aunque fuese más exhaustivo, y menos
gratificante.
Mientras fumaba su cigarrillo, Terence experimentaba un cierto placer
al saber que la mayor parte de la humanidad jamás podría comprender lo que él
pensaba.
53
Mejor así: pertenecer a un círculo cerrado, al que sólo los elegidos
tenían acceso. Volvió a recordar cómo el tormento de estar casado se
transformó en la maravilla de estar casado. Su mujer sabía que visitaba Géneve
con ese propósito, y no se enfadaba, al contrario, en este mundo enfermo, ella
era feliz porque su marido conseguía la recompensa que deseaba, después de una
semana de arduo trabajo.
La chica que acababa de salir de la habitación lo había entendido
todo. Sentía que su alma estaba cerca de la de ella, aunque todavía no
estuviese preparado para enamorarse, porque amaba a su mujer. Pero le gustó
pensar que era libre y que podía soñar con una nueva relación.
Sólo faltaba hacerle experimentar lo más difícil: transformarla en la
Venus de las pieles, en Dominatrix, en la Señora, capaz de humillar y de
castigar sin piedad. Si pasaba la prueba, estaría preparado para abrir su
corazón y dejarla entrar.
Del diario de María, aún embriagada por el vodka y el placer:
Cuando no tuve nada que perder, lo recibí todo.
Cuando dejé de ser quien era, me encontré a mí misma. Cuando conocí la
humillación y la sumisión total, fui libre. No sé si estoy enferma, si todo
aquello fue un sueño, o si sucede sólo una vez. Sé que puedo vivir sin eso,
pero me gustaría hacerlo de nuevo, repetir la experiencia, ir más lejos de lo
que he ido.
Estaba algo asustada por el dolor, pero no era tan
fuerte como la humillación; era sólo un pretexto. En el momento en el que tuve
el primer orgasmo en muchos meses, a pesar de los muchos hombres y de las
muchas y diferentes cosas que han hecho con mi cuerpo, me sentí -¿será eso
posible?- más cerca de Dios. Recordé lo que él dijo respecto de la Peste
Negra, sobre el momento en el que los flagelantes, al ofrecer su dolor por la
salvación de la humanidad, encontraban en ella el placer. Yo no quería salvar a
la humanidad, ni a él, ni a mí misma; simplemente estaba allí.
El arte del sexo es el arte de controlar el
descontrol.
§
No era una obra de teatro, estaban en la estación de tren de verdad, a
petición de María, a la que le gustaba una pizza que sólo preparaban allí. No
estaba mal ser un poco caprichosa. Ralf debería haber aparecido un día antes,
cuando todavía era una mujer en busca de amor, chimenea, vino, deseo. Pero la
vida había escogido de manera diferente, y hoy había pasado todo el día sin
tener que hacer su ejercicio de concentrarse en los sonidos y en el presente,
simplemente porque no había pensado en él, había descubierto cosas que le
interesaban más.
¿Qué hacer con ese hombre, que comía una pizza que tal vez no le
gustaba, sólo para pasar el tiempo, y esperar el momento de ir hasta su casa?
Cuando él entró en la discoteca y le ofreció una copa, María pensó en decirle
que ya no estaba interesada, que buscase a otra persona; pero por otro lado,
tenía una inmensa necesidad de hablar con alguien sobre la noche anterior.
Lo había intentado con alguna otra prostituta que también servía a
los «clientes especiales», pero ninguna le había prestado la menor atención,
porque María era lista, aprendía de prisa, se había convertido en la gran
amenaza del Copacabana. Ralf Hart, de todos los hombres que conocía, era tal
vez el único que podía en tenderla, pues Milan lo consideraba un «cliente
especial». Pero él la miraba con ojos iluminados de amor, y eso hacía las cosas
más difíciles, mejor no decir nada.
-¿Qué sabes de dolor, sufrimiento y mucho placer? Una vez más, María
no había conseguido controlarse. Ralf dejó de comer la pizza.
-Lo sé todo. Y no me interesa.
La respuesta había sido rápida, y María se quedó sorprendida.
Entonces, ¿todo el mundo lo sabía, menos ella? Santo Dios, ¿qué mundo era
aquél?
-He conocido mis demonios y mis tinieblas -continuó Ralf-. Fui hasta
el fondo, lo he probado todo, no sólo en esta área, sino en muchas otras. Sin
embargo, la última noche que nos vimos fui hasta mis límites a través del
deseo, y no del dolor. Me sumergí en el fondo de mi alma, y sé que aún quiero
cosas buenas, muchas cosas buenas de esta vida.
Tuvo ganas de decir: «Una de ellas eres tú, por favor, no sigas por
ese camino». Pero no tuvo valor; en vez de eso, llamó un taxi y le pidió que
los llevase hasta la orilla del lago, donde, una eternidad antes, habían
caminado juntos el día en que se habían conocido. A María le extrañó la
petición, permaneció callada, su instinto le decía que tenía mucho que perder,
aunque su mente estuviese aún embriagada con lo que había sucedido la noche
anterior.
Despertó de su pasividad cuando llegaron al jardín a orillas del lago;
aunque todavía era verano, ya empezaba a hacer mucho frío por la noche.
-¿Qué hacemos aquí? -preguntó cuando salieron del taxi-. Hace viento,
voy a resfriarme.
-He pensado mucho en tu comentario de la estación de tren. Sufrimiento
y placer. Quítate los zapatos.
54
Ella recordó que, una vez, uno de sus clientes le había pedido lo
mismo, y se había excitado simplemente al ver sus pies. ¿Es que la Aventura no
la dejaba en paz?
-Voy a resfriarme.
-Haz lo que te digo -insistió él-. No vas a resfriarte, si no tardamos
mucho. Cree en mí, como yo creo en ti.
Sin ninguna razón aparente, María entendió que él quería ayudarla;
tal vez porque ya había bebido de un agua muy amarga, y creía que ella corría
el mismo riesgo. No quería que la ayudasen; estaba contenta con su nuevo mundo,
en el que descubría que el sufrimiento ya no era un problema. Sin embargo,
pensó en Brasil, en la imposibilidad de encontrar una pareja para compartir ese
universo diferente, y como Brasil era lo más importante en su vida, se quitó
los zapatos. El suelo estaba lleno de pequeñas piedras, que en seguida rasgaron
sus medias, pero eso no tenía importancia, compraría otras.
-Quítate el abrigo.
Ella podría haber dicho que no pero, desde la noche anterior, se había
acostumbrado a la alegría de poder decir «sí» a todo lo que estaba en su
camino. Se quitó el abrigo, el cuerpo aún caliente no reaccionó en seguida,
pero poco a poco el frío la fue incomodando.
-Vamos a andar. Y vamos a hablar.
-Aquí es imposible: el suelo está lleno de piedras. -Justamente por
eso; quiero que sientas estas piedras, quiero que te provoquen dolor, que te
hagan daño, porque debes de haber probado, como yo probé, el sufrimiento
aliado al placer, y tengo que arrancar eso de tu alma.
María sintió el deseo de decir: «No es necesario, me gusta». Pero
caminó sin prisa, la planta de los pies empezó a escocerle, debido al frío y a
las piedras.
-Una de mis exposiciones me llevó a Japón, justamente cuando estaba
totalmente metido en eso que tú llamaste «sufrimiento, humillación y mucho
placer». En aquella época, yo creía que no había camino de vuelta, que caería
cada vez más bajo, y que ya nada quedaba en mi vida, excepto el deseo de
castigar y ser castigado.
»Somos seres humanos, nacemos llenos de culpa, nos da miedo cuando la
felicidad se transforma en algo posible, y morimos queriendo castigar a los
demás porque siempre sentimos impotencia, injusticia, infelicidad. Pagar por
tus pecados, y poder castigar a los pecadores, ah, ¿no es una delicia? Sí, es
genial.
María andaba, el dolor y el frío hacían difícil prestar atención a sus
palabras, pero ella se esforzaba.
-He visto las marcas en tus muñecas.
Las esposas. Se había puesto varias pulseras para disimular, sin
embargo, los ojos acostumbrados saben siempre lo que están buscando.
-En fin, si todo aquello que has probado recientemente te está
conduciendo a dar ese paso, no seré yo quien te lo impida; pero nada de eso
tiene relación con la verdadera vida.
-¿Qué paso?
-Dolor y placer. Sadismo y sadomasoquismo. Llámalo como quieras, pero
si estás segura de que ése es tu camino, sufriré, recordaré el deseo, las
veces que nos vimos, el paseo por el Camino de Santiago, tu luz. Guardaré en un
lugar especial tu bolígrafo, y cada vez que encienda aquella chimenea me
acordaré de ti. Sin embargo, no te buscaré más.
María sintió miedo, pensó que era el momento de dar marcha atrás, de
decir la verdad, de dejar de fingir que sabía más que él. -Lo que he probado
recientemente, mejor dicho, ayer, jamás lo había probado antes. Y me asusta
que, en el límite de la degradación, pudiese encontrarme a mí misma.
Se estaba haciendo difícil seguir hablando, sus dientes castañeteaban
de frío, y los pies le dolían mucho.
-En mi exposición, en una región llamada Kumano, apareció un leñador
-continuó Ralf, como si no hubiese oído lo que ella decía-. No le gustaron mis
cuadros, pero fue capaz de descifrar, a través de la pintura, lo que yo estaba
viviendo y sintiendo. Al día siguiente, me buscó en el hotel y me preguntó si
estaba contento; si lo estaba, debía seguir haciendo lo que me gustaba. Si no
lo estaba, debía acompañarlo y pasar unos días con él.
»Me hizo andar por las piedras, como yo hago ahora contigo. Me hizo
sentir frío. Me obligó a entender la belleza del dolor, pero un dolor aplicado
por la naturaleza, no por el hombre. A eso lo llamó Shugen-do, una práctica milenaria.
»Me dijo que era un hombre que no tenía miedo al dolor, y eso era
bueno, porque para dominar el alma hay que aprender a dominar el cuerpo. Me
dijo también que estaba usando el dolor de manera equivocada, y que eso era muy
ruin.
»Aquel leñador, ignorante, creía que me conocía mejor que yo mismo, y
eso me irritaba, al mismo tiempo que me enorgullecía al saber que mis cuadros
eran capaces de expresar exactamente lo que yo estaba sintiendo.
María sintió que una piedra más puntiaguda le cortaba el pie, pero el
frío era más fuerte, su cuerpo estaba quedándose dormido, y no era capaz de
seguir las palabras de Ralf. ¿Por qué los hombres, en este mundo de Dios, sólo
tenían interés en mostrarle el dolor? El dolor sagrado, el dolor con placer,
el dolor con explicaciones o sin explicaciones, pero siempre era dolor,
dolor...
55
El pie herido tocó otra piedra, ella reprimió el grito y continuó
andando. Al principio había intentado mantener su integridad, su autodominio,
aquello que él llamaba «luz». Pero ahora andaba despacio, mientras su estómago
y su pensamiento daban vueltas: pensó en vomitar. Pensó en parar, nada de
aquello tenía sentido, pero no paró.
No paró por respeto a sí misma; podía aguantar aquella caminata
descalza el tiempo que fuese necesario, porque no iba a durar toda la vida. Y
de repente otro pensamiento cruzó el espacio: ¿y si no podía ir al Copacabana
al día siguiente, por un serio problema en los pies, o por una fiebre causada
por la gripe que, seguramente, se iba a instalar en su cuerpo poco afortunado?
Pensó en los clientes que la esperaban, en Milan, que tanto confiaba en ella,
en el dinero que dejaría de ganar, en la hacienda, en sus padres orgullosos.
Pero el sufrimiento pronto apartó cualquier tipo de reflexión, y ella daba un
paso tras otro, loca porque Ralf Hart reconociese su esfuerzo y le dijese que
era suficiente, que podía ponerse los zapatos.
Sin embargo, él parecía indiferente, lejos, como si aquélla fuese la
única manera de librarla de algo que no conocía bien, que la seducía, pero que
acabaría dejando marcas más profundas que las de las esposas. Aun sabiendo que
intentaba ayudarla, y por más que se esforzase para seguir adelante y mostrar
la luz de su fuerza de voluntad, el dolor no la dejaba tener pensamientos
profanos o nobles, era simplemente dolor, que ocupaba todo el espacio,
asustaba, y la obligaba a pensar que tenía un límite y que no lo conseguiría.
Pero dio un paso. Y otro.
El dolor ahora parecía invadir el alma y debilitarla espiritualmente,
porque una cosa es hacer un poco de teatro en un hotel de cinco estrellas,
desnuda, con vodka, caviar, y un látigo entre las piernas, y otra, estar a la
intemperie, descalza, con piedras cortándole los pies. Estaba desorientada, no
conseguía intercambiar ni una palabra con Ralf Hart, todo lo que existía en su
universo eran las piedras pequeñas y cortantes que marcaban el camino por entre
los árboles.
Entonces, cuando pensaba que iba a desistir, un extraño sentimiento
la invadió: había llegado a su límite, y más allá había un espacio vacío, donde
parecía flotar e ignorar lo que sentía. ¿Sería ésa la sensación que
experimentaban los penitentes? En la otra extremidad del dolor descubría una
puerta a un nivel diferente de conciencia, y ya no había espacio para nada más,
sólo para la naturaleza implacable, y para ella misma, invencible.
Todo a su alrededor se transformó en un sueño: el jardín mal
iluminado, el lago oscuro, Ralf en silencio, alguna pareja que otra que
paseaba, sin darse cuenta de que ella iba descalza y andaba con dificultad. No
sabía si era el frío o el sufrimiento, pero de repente dejó de sentir su
cuerpo, entró en un estado en el que no hay ningún deseo ni miedo, sólo una misteriosa,
¿cómo definirlo?, una misteriosa «paz». El límite del dolor no era su límite;
podía ir más allá.
Pensó en todos los seres humanos que sufrían sin pedirlo, y allí
estaba ella, provocando su propio sufrimiento, pero aquello ya no le importaba,
había cruzado las fronteras del cuerpo, y ahora simplemente le quedaba el
alma, la «luz», una especie de vacío, que alguien, algún día, llamó Paraíso.
Hay ciertos sufrimientos que sólo pueden ser olvidados cuando podemos flotar
sobre nuestro propio dolor.
Por último, recordó a Ralf mientras la tomaba en brazos, se quitaba la
chaqueta, y la ponía sobre sus hombros. Debía de tener demasiado frío, pero
poco importaba; estaba contenta, no tenía miedo, había vencido. No se había
humillado ante él.
Los minutos se convirtieron en horas, ella debía de haber dormido en
sus brazos, porque cuando despertó, aunque todavía era de noche, estaba en una
habitación con un aparato de televisión en una de las esquinas y nada más.
Blanco, vacío.
Ralf apareció con un chocolate caliente.
-Todo va bien-dijo él-. Has llegado a donde debías llegar. -No quiero
chocolate, quiero vino. Y quiero bajar a nuestro sitio, la chimenea, los libros
tirados por todas partes.
Había dicho «nuestro sitio»; eso no era lo que había planeado. Se miró
los pies; aparte de un pequeño corte, sólo había marcas rojas, que
desaparecerían al cabo de algunas horas. Con cierta dificultad, bajó la
escalera sin prestar mucha atención a nada; se puso en su esquina, en la
alfombra, al lado de la chimenea; había descubierto que allí siempre se sentía
bien, como si fuese su «sitio», su lugar en aquella casa.
-El leñador me dijo que, cuando se hace algún tipo de ejercicio
físico, cuando se le exige todo al cuerpo, la mente gana una fuerza espiritual
extraña que tiene que ver con la «luz» que vi en ti. ¿Qué sentiste?
-Que el dolor es amigo de la mujer.
-Ése es el peligro.
-Que el dolor tiene un límite. -Ésa es la salvación. No lo olvides.
La mente de María aún estaba confusa; había experimentado esa «paz»,
al ir más allá de su límite. Él le había mostrado otro tipo de sufrimiento, y
también ése le había dado un extraño placer. Ralf tomó una gran carpeta y la
abrió. Eran dibujos.
-La historia de la prostitución. Es lo que me pediste, cuando nos
vimos.
56
Sí, se lo había pedido, pero era simplemente una manera de pasar el
tiempo, de intentar resultar interesante. Eso no tenía la menor importancia
ahora.
-Durante todos estos días he estado navegando por un mar desconocido.
No creí que hubiese una historia, pensaba simplemente que era la profesión más
antigua del mundo, como dice la gente. Pero hay una historia; mejor dicho, dos
historias.
-¿Y estos dibujos?
Ralf Hart pareció un poco decepcionado porque ella no lo comprendía,
pero en seguida se controló y siguió adelante. -Son las cosas que pinté mientas
leía, investigaba, aprendía. -Hablaremos de eso otro día; hoy no quiero cambiar
de tema, necesito entender el dolor.
-Lo sentiste ayer y descubriste que conducía al placer. Lo has sentido
hoy y has encontrado la paz. Por eso te digo: no te acostumbres, porque es muy
fácil acostumbrarse a vivir con él, es una droga poderosa. Está en nuestra vida
cotidiana, en el sufrimiento escondido, en la renuncia que hacemos y culpamos
al amor por la derrota de nuestros sueños. El dolor asusta cuando muestra su
verdadera cara, pero es seductor cuando se viste de sacrificio, renuncia. O
cobardía. El ser humano, por más que lo rechace, siempre encuentra alguna
manera de estar con él, de enamorarlo, de hacer que sea parte de su vida.
-No lo creo. Nadie desea sufrir.
-Si consigues entender que puedes vivir sin sufrimiento, ya es un gran
paso, pero no creas que otras personas van a comprenderte. Sí, nadie desea
sufrir y, aun así, casi todos buscan el dolor, el sacrificio, y se sienten justificados,
puros, merecedores del respeto de sus hijos, de sus maridos, de los vecinos,
de Dios. No pensemos en eso ahora, sólo tienes que saber que lo que mueve el
mundo no es la búsqueda del placer, sino la renuncia a todo lo que es
importante.
»¿El soldado va a la guerra a matar al enemigo? No:
va a morir por su país. ¿Le gusta a la mujer mostrarle a su marido lo contenta
que está? No: quiere que él vea cuánto se dedica, cuánto sufre para verlo
feliz. ¿Va el marido al trabajo pensando que llegará a su realización
personal? No: está dando su sudor y sus lágrimas por el bien de la familia. Y
así sucesivamente: hijos que renuncian a los sueños para alegrar a sus padres,
padres que renuncian a la vida para alegrar a los hijos, dolor y sufrimiento
que justifican aquello que debía proporcionar simplemente alegría: amor.
-Para.
Ralf paró. Era el momento adecuado para cambiar de asunto, se puso a
enseñarle los dibujos. Al principio, todo parecía confuso, había perfiles de
personas, pero también garabatos, colores, trazos nerviosos o geométricos. Poco
a poco, sin embargo, ella empezó a entender lo que él decía, porque cada
palabra suya iba acompañada de un gesto, y cada frase la llevaba a un mundo del
cual hasta entonces se había negado a formar parte; se decía a sí misma que
aquello no dejaba de ser un período de su vida, una manera de ganar dinero y
nada más.
-Sí, he descubierto que no hay solamente una, sino dos historias de
la prostitución. La primera la conoces muy bien porque es también la tuya: una
chica hermosa descubre, por diversas razones que ella ha escogido o que han
escogido por ella, que la única manera de sobrevivir es vendiendo su cuerpo.
Algunas terminan dominando naciones, como Mesalina hizo con Roma, otras se
convierten en mitos, como Madame Du Barry, otras enamoran a la aventura y la
desgracia al mismo tiempo, como la espía Mata Hari. Pero la mayoría jamás
tendrá un momento de gloria ni un gran desafío: serán para siempre chicas de
pueblo que vienen en busca de fama, marido, aventura, que acaban descubriendo
otra realidad, se sumergen en ella por algún tiempo, se acostumbran, creen que
siempre tienen el control, y no consiguen hacer nada más.
»Los artistas continúan haciendo sus esculturas, sus pinturas, y
escribiendo sus libros hace más de tres mil años. De esta misma manera, las
prostitutas continúan su trabajo a través del tiempo como si nada hubiese
cambiado mucho. ¿Quieres saber detalles?
María asintió con la cabeza. Necesitaba ganar tiempo, entender el
dolor, empezaba a tener la sensación de que algo muy ruin había salido de su
cuerpo mientras caminaba por el parque.
-Aparecen prostitutas en los textos clásicos, en los jeroglíficos
egipcios, en la tradición sumeria, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Pero
la profesión no se organiza hasta el siglo vi antes de Cristo, cuando el
legislador Solón (en Grecia) instituye burdeles controlados por el Estado, e
inicia el cobro de impuestos por el «comercio de la carne». Los hombres de
negocios atenienses se alegran porque lo que antes estaba prohibido ahora es
legal. Las prostitutas, a su vez, empiezan a ser clasificadas según los impuestos
que pagan.
»A la más barata se la llamaba pornai, esclava que pertenece a los
dueños del establecimiento. Después está la peripatética, que consigue a sus clientes en
la calle. Finalmente, con el nivel más alto de precio y de calidad, está la hetaira, la
«compañía femenina», que acompaña a los hombres de negocios en sus viajes,
frecuenta los restaurantes elegantes, es dueña de su propio dinero, da consejos,
interfiere en la vida política de la ciudad. Como ves, lo que sucedió ayer,
también sucede hoy.
»En la Edad Media, a causa de las enfermedades de transmisión
sexual...
Silencio, miedo a la gripe, calor de la chimenea, ahora necesaria
para calentar su cuerpo y su alma. María no quería seguir escuchando aquella
historia, tenía la sensación de que el mundo se había
parado, de que todo se repetía, y de que el hombre jamás sería capaz de darle al sexo el respeto merecido.
57
parado, de que todo se repetía, y de que el hombre jamás sería capaz de darle al sexo el respeto merecido.
-No pareces interesada.
Ella hizo un esfuerzo. A fin de cuentas, era el hombre al que había
decidido entregar su corazón, aunque ya no estuviese tan segura de ello.
-No me interesa aquello que conozco; eso me entristece. Dijiste que
había otra historia.
-La otra historia es exactamente lo contrario: la prostitución
sagrada.
De repente, ella había salido de su estado somnoliento y lo escuchaba
con atención. ¿Prostitución sagrada? ¿Ganar dinero con el sexo y, aun así,
acercarse a Dios?
-El historiador griego Herodoto escribe con respecto a Babilonia:
«Hay allí una costumbre muy extraña: toda mujer nacida en Sumeria está
obligada, por lo menos una vez en su vida, a ir al templo de la diosa Ishtar y
entregar su cuerpo a un desconocido, como un símbolo de hospitalidad, y por un
precio simbólico».
Después preguntaría quién era esa diosa; tal vez también ella la
ayudase a recuperar algo que había perdido, pero que no sabía lo que era.
-La influencia de la diosa Ishtar se expandió por todo Oriente
Medio, alcanzó Cerdeña, Sicilia y los puertos del mar Mediterráneo. Más tarde,
durante el Imperio romano, otra diosa, Vesta, exigía la virginidad total o la
entrega total. Para mantener el fuego sagrado, mujeres de su templo se
encargaban de iniciar a los jóvenes y a los reyes en el camino de la
sexualidad, cantaban himnos eróticos, entraban en trance, y entregaban su
éxtasis al universo, en una especie de comunión con la divinidad.
Ralf Hart le enseñó una fotocopia con algunas letras antiguas, con la
traducción en alemán a pie de página. Declamó despacio, traduciendo cada verso:
Cuando estoy sentada en la
puerta de una taberna,
yo, Ishtar, la diosa,
soy prostituta, madre, esposa,
divinidad.
Soy lo que llaman Vida,
aunque ustedes lo llamen Muerte.
Soy lo que llaman Ley,
aunque ustedes lo llamen
Marginal.
Soy lo que ustedes buscan
y aquello que consiguieron.
Soy aquello que ustedes
esparcieron
y ahora recogen mis pedazos.
María lloró un poco, y Ralf Hart rió; su energía vital estaba
volviendo, la «luz» empezaba a brillar de nuevo. Era mejor seguir con la
historia, enseñarle los dibujos, hacerla sentirse amada.
-Nadie sabe por qué desapareció la prostitución sagrada, después de
haber durado por lo menos dos milenios. Tal vez por culpa de las enfermedades,
o de una sociedad que cambió sus reglas cuando las religiones también
cambiaron. En fin, ya no existe y no volverá a existir. Hoy en día, los hombres
controlan el mundo, y el término sólo sirve para crear un estigma y llamar
prostituta a cualquier mujer que ande por fuera de la línea.
-¿Puedes ir al Copacabana mañana?
Ralf no entendió la pregunta, pero estuvo de acuerdo inmediatamente.
Del diario de María, la noche que caminó descalza por el jardín
Inglés en Genéve:
No me importa si algún día fue
sagrado o no, pero YO
ODIO LO QUE HAGO. Está
destruyendo mi alma, haciéndome perder el contacto conmigo misma, enseñándome
que el dolor es una recompensa, que el dinero lo compra todo, que lo justifica
todo.
Nadie es feliz a mi alrededor,
los clientes saben que tienen que pagar por aquello que deberían tener gratis,
y eso es deprimente. Las mujeres saben que tienen que vender aquello que les
gustaría entregar simplemente por placer y cariño, y eso es destructivo. He
luchado mucho antes de escribir esto, de aceptar que era infeliz, que estaba
descontenta, que tenía, y aún tengo, que resistir algunas semanas más.
Sin embargo, ya no puedo seguir
así, fingir que todo es normal, que es un período, una época de mi vida.
Quiero olvidarla, necesito amar, sólo eso, necesito amar.
La vida es corta, o demasiado
larga para que yo pueda permitirme el lujo de vivirla tan mal.
58
§
No es la casa de él. No es su casa. No es ni Brasil, ni Suiza, sino
un hotel que puede estar en cualquier lugar del mundo, siempre con los mismos
muebles, y ese ambiente que pretende ser familiar, lo que lo hace aún más
distante.
No es el hotel con la hermosa vista hacia el lago, el recuerdo del
dolor, del sufrimiento, del éxtasis; sus ventanas dan al Camino de Santiago,
una ruta de peregrinación pero no de penitencia, un lugar en el que la gente se
encuentra en los cafés, a orillas de la carretera, descubre la «luz», habla,
hace amigos, se enamora. Está lloviendo, y a esta hora de la noche nadie anda
por allí, pero anduvieron muchos durante muchos años, décadas, siglos, tal vez
el Camino necesite respirar, descansar un poco de los muchos pasos que todos
los días se arrastran por él.
Apagar la luz. Cerrar las cortinas.
Pedirle que se quite la ropa, quitarse también la suya. La oscuridad
física nunca es total, y cuando los ojos ya están acostumbrados, pueden ver,
en el contorno de una pequeña luz que entra no se sabe de dónde, la silueta de
él. La otra vez que se habían visto, sólo ella había dejado parte de su cuerpo
desnudo.
Sacar dos pañuelos, cuidadosamente doblados, lavados y enjuagados
varias veces, para que no quedase ningún rastro de perfume ni de jabón.
Acercarse a él y pedirle que le vende los ojos. Él duda por un momento y
comenta algo sobre algunos de los infiernos por los que ya pasó. Ella le dice
que no se trata de eso, que simplemente necesita tener oscuridad total, que
ahora es su turno de enseñarle algo, como ayer él le había enseñado sobre el
dolor. Él se entrega, se pone la venda. Ella hace lo mismo; ahora ya no hay
rendija de luz, están en la verdadera oscuridad, uno precisa de la mano del
otro para llegar hasta la cama.
«No, no debemos acostarnos. Vamos a sentarnos como siempre hemos
hecho, frente a frente, sólo que un poco más cerca, de modo que mis rodillas
toquen tus rodillas.»
Siempre quiso hacer eso. Pero nunca tenía lo que necesitaba: tiempo.
Ni con su primer novio, ni con el hombre que la penetró por primera vez. Ni con
el árabe que pagó mil francos, tal vez esperando más de lo que ella fue capaz
de dar; aunque mil francos no fueran suficientes para comprar lo que ella
deseaba. Ni con los muchos hombres que habían pasado por su cuerpo, que habían
entrado y salido de sus piernas, a veces pensando sólo en ellos, a veces
pensando también en ella, a veces con sueños románticos, a veces sólo con el instinto
de repetir algo porque le habían dicho que era así como se comportaba un
hombre, y si no se comportaba así, no era hombre.
Se acuerda de su diario. Está harta, quiere que las semanas que faltan
pasen rápidamente y por eso se entrega a ese hombre, porque allí está la luz
de su propio amor escondido. El pecado original no fue la manzana que Eva
comió, fue creer que Adán tenía que compartir exactamente lo que ella había
probado. Eva tenía miedo de seguir su camino sin la ayuda de alguien, y
entonces quiso compartir lo que sentía.
Ciertas cosas no se comparten. Tampoco se puede tener miedo de los
océanos en los que nos sumergimos por nuestra libre voluntad; el miedo
obstaculiza el juego de todo el mundo. El hombre está pasando por infiernos
para entenderlo. Amémonos los unos a los otros, pero no intentemos poseernos
los unos a los otros.
«Amo a este hombre que está frente a mí porque no lo poseo, y él no me
posee. Somos libres en nuestra entrega, tengo que repetir eso decenas,
centenas, millones de veces, hasta creerme mis propias palabras. »
Piensa un poco en la mentalidad de las demás prostitutas que trabajan
con ella. Piensa en su madre, en sus amigas. Todas creen que el hombre desea
simplemente once minutos al día, y que pagan un dineral por eso. No, no es así;
el hombre también es una mujer; quiere encontrar a alguien, descubrir un
sentido para su vida.
¿Es que su madre se comporta como ella y finge tener un orgasmo con
su padre? c0 es que, en el interior de Brasil, todavía está prohibido mostrar
que una mujer siente placer con el sexo? Sabe tan poco de la vida, del amor,
pero ahora, con los ojos vendados y todo el tiempo del mundo, va descubriendo
el origen de todo, y todo comienza donde y como a ella le habría gustado que
hubiese comenzado.
El contacto físico. Olvida a las prostitutas, a los clientes, a su
padre, a su madre, ahora está en la oscuridad total. Ha pasado toda la tarde
buscando lo que podría darle a un hombre que le devolvía la dignidad, que la
hacía entender que la búsqueda de la alegría es más importante que la
necesidad del dolor.
«Me gustaría darle la felicidad de enseñarme algo nuevo, como ayer me
enseñó sobre el sufrimiento, las prostitutas de la calle, las prostitutas
sagradas. Vi que es feliz cuando me hace aprender algo, entonces, que me haga
aprender, que me guíe. Me gustaría saber cómo se llega hasta el cuerpo, antes
de llegar al alma, a la penetración, al orgasmo.»
Extiende el brazo y le pide que él haga lo mismo. Susurra unas pocas
palabras, diciéndole que aquella noche, en aquel lugar de nadie, le gustaría
que descubriese su piel, el límite entre ella y el mundo. Le pide que la toque,
que la sienta con sus manos, porque los cuerpos se entienden, aunque las almas
no siempre estén de acuerdo. Él empieza a tocarla, ella también lo toca, y
ambos, como si ya lo hubiesen planeado todo antes, evitan las partes del
cuerpo en que la energía sexual aflora más rápidamente.
Los dedos tocan su rostro, ella siente un ligero olor a pintura, un
olor que siempre permanecerá allí, por más que él se lave las manos miles,
millones de veces, que estaba allí cuando nació, cuando vio el primer árbol, la
primera casa, y decidió dibujarla en sus sueños. También él debe de estar
notando
algún olor en su mano, pero ella no sabe qué es, y no quiere preguntar, porque en ese momento todo es cuerpo, el resto es silencio.
59
algún olor en su mano, pero ella no sabe qué es, y no quiere preguntar, porque en ese momento todo es cuerpo, el resto es silencio.
Acaricia, y se siente acariciada. Puede quedarse así toda la noche,
porque es agradable, no va a acabar necesariamente en sexo, y en ese momento,
justamente porque no tiene la obligación, ella siente un calor entre las
piernas y sabe que está húmeda. Llegará el momento en el que él toque su sexo,
y descubrirá que ella lo desea, no sabe si es bueno o malo, pero es así como
está reaccionando su cuerpo, y no intenta dirigirlo para ir por aquí, por
allí, más despacio, más de prisa. Las manos de él ahora tocan sus axilas, los
pelos de sus brazos se erizan, ella tiene ganas de apartarlas de allí, pero
está bien, aunque tal vez sea dolor lo que esté sintiendo. Le hace lo mismo a
él, nota que las axilas tienen una textura diferente, tal vez por el
desodorante que ambos usan, ¿pero en qué estaba pensando? No debes pensar.
Debes tocar, eso es todo.
Los dedos de él trazan círculos en torno a su seno, como un animal que
acecha. Ella quiere que se muevan más de prisa, que toque ya los pezones,
porque su pensamiento estaba yendo más rápidamente que las manos de él, pero,
tal vez sabiendo eso, él
provoca, se deleita, y tarda una eternidad en llegar hasta allí. Están
duros, él juega un poco, eso estremece su cuerpo aún más, dejando su sexo más
caliente y más húmedo. Ahora él pasea por su vientre, se desvía y va hasta las
piernas, los pies, sube y baja las manos por el lado interno de sus muslos,
siente el calor, pero no se acerca, es una caricia dulce, delicada, y cuanto
más delicada, más alucinante.
Ella hace lo mismo, con las manos casi en el aire, tocando sólo el
pelo de las piernas, y también siente el calor, cuando se acerca al sexo. De
repente es como si hubiese recuperado misteriosamente la virginidad, como si
descubriese por primera vez el cuerpo de un hombre. Lo toca. No está duro como
imaginaba, pero ella está toda mojada, eso es injusto, aunque tal vez él
necesite más tiempo, quién sabe.
Y empieza a acariciarlo como sólo las vírgenes saben hacer, porque las
prostitutas ya lo han olvidado. Él reacciona, el sexo comienza a crecer en sus
manos, y ella aumenta lentamente la presión, ahora sabiendo dónde debe tocar,
más en la parte de abajo que en la de arriba, debe envolverlo con los dedos,
empujar la piel hacia atrás, hacia el cuerpo. Ahora él está excitado, muy
excitado, toca los labios de su vagina, manteniendo la suavidad, ella desea
pedirle que sea más fuerte, que ponga los dedos ahí dentro, en la parte de
arriba. Pero él no hace eso, esparce por el clítoris un poco del líquido que
brota de su vientre, y de nuevo hace los mismos movimientos circulares que hizo
en sus pechos. Aquel hombre la toca como si fuese ella misma.
Una de las manos de él sube de nuevo a su seno («qué bueno, cómo me
gustaría que ahora me abrazase»). Pero no, están descubriendo el cuerpo,
tienen tiempo, necesitan mucho tiempo. Podrían hacer el amor ahora, sería la
cosa más natural del mundo, y posiblemente sería bueno, pero todo aquello es
tan nuevo, tiene que controlarse, no quiere estropearlo todo. Recuerda el vino
que tomaron la primera noche, lentamente, sorbiendo cada trago, sintiendo
que la calentaba, que la hacía ver el mundo diferente, la hacía sentirse más
cómoda y más en contacto con la vida.
Desea también beber a aquel hombre, y entonces podrá olvidar para
siempre el mal vino, que se toma de un trago y da una sensación de embriaguez,
pero que termina en dolor de cabeza y un agujero en el alma.
Ella se detiene, suavemente entrelaza sus dedos en las manos de él,
oye un gemido y desea gemir también, pero se controla, siente que aquel calor
se expande por todo su cuerpo, lo mismo debe de estar sucediéndole a él. Sin
orgasmo, la energía se dispersa, va hasta el cerebro, no la deja pensar en nada
que no sea ir hasta el final, pero es eso lo que ella quiere, parar, parar en
el medio, expandir el placer por todo el cuerpo, invadir la mente, renovar el
compromiso y el deseo, volver a ser virgen.
Se quita suavemente la venda de los ojos, y le hace lo mismo a él.
Enciende la luz de la mesilla de noche. Los dos están desnudos, pero no
sonríen, sólo se miran. Yo soy el amor, yo soy la música, piensa ella. Vamos a
bailar.
Pero no dice nada de eso: hablan sobre algo trivial, cuándo nos
veremos de nuevo, ella señala una fecha, tal vez dentro de dos días. Él dice
que le gustaría invitarla a una exposición, ella vacila. Eso significaría
conocer su mundo, a sus amigos, y lo que van a decir, lo que van a pensar.
Dice que no. Pero él nota que su deseo era decir sí, entonces insiste,
usando algunos argumentos alocados, pero que forman parte de la danza que están
danzando ahora, ella acaba cediendo, porque era eso lo que quería. Marca un
lugar para encontrarse, en el mismo café en el que se vieron el primer día.
Ella dice que no, los brasileños son supersticiosos, y no deben citarse en el
mismo lugar donde se encontraron el primer día, porque eso podría cerrar el
ciclo y hacer que todo se acabase.
Él dice que se alegra porque ella no quiere cerrar ese ciclo. Se
deciden por una iglesia desde la que se puede ver la ciudad, y que está en el
Camino de Santiago, parte de la misteriosa peregrinación de ambos desde que se
encontraron.
Del diario de María, la víspera de comprar su billete de avión de
vuelta a Brasil:
60
Érase una vez un pájaro,
adornado con un par de alas perfectas y plumas relucientes, coloridas y maravillosas.
En fin, un animal hecho para volar libre e independiente, para alegrar a quien
lo observase. Un día, una mujer lo vio y se enamoró de él. Se quedó mirando su
vuelo con la boca abierta de admiración, con el corazón latiéndole más de
prisa, con los ojos brillantes de emoción. Lo invitó a volar con ella, y los
dos viajaron por el cielo en completa armonía. Ella admiraba, veneraba,
adoraba al pájaro.
Pero entonces pensó: «¡Tal vez
quiera conocer algunas montañas distantes!». Y la mujer tuvo miedo. Miedo de
no volver a sentir nunca más aquello con otro pájaro. Y sintió envidia, envidia
de la capacidad de volar del pájaro.
Y se sintió sola.
Y pensó: «Voy a poner una
trampa. La próxima vez que el pájaro venga, no volverá a marcharse».
El pájaro, que también estaba
enamorado, volvió al día siguiente, cayó en la trampa y fue
encerrado en la jaula.
Todos los días ella miraba al
pájaro. Allí estaba el objeto de su pasión, y se lo enseñaba a sus amigas, que
comentaban: «Eres una persona que lo tiene todo». Sin embargo, empezó a
producirse una extraña transformación: como tenía al pájaro, y ya no tenía que
conquistarlo, fue perdiendo el interés. El pájaro, sin poder volar ni expresar
el sentido de su vida, se fue consumiendo, perdiendo el brillo, se puso feo, y
ella ya no le prestaba atención, excepto para alimentarlo y limpiar la jaula.
Un buen día, el pájaro murió.
Ella se puso muy triste, y no dejaba de pensar en él. Pero no recordaba la
jaula, recordaba sólo el día que lo había visto por primera vez, volando
contento entre las nubes.
Si profundizase en sí misma,
descubriría que aquello que la emocionaba tanto del pájaro era su libertad,
la energía de las alas en movimiento, no su cuerpo físico.
Sin el pájaro, su vida también
perdió sentido, y la muerte vino a llamar a su puerta. «¿Por qué has venido?»,
le preguntó a la muerte.
«Para que puedas volar de nuevo
con él por el cielo -respondió la muerte-. Si lo hubieses dejado partir y
volver siempre, lo admirarías y lo amarías todavía más; sin embargo, ahora
necesitas de mí para poder encontrarlo de nuevo.»
§
Empezó el día haciendo algo que había ensayado durante todos aquellos
meses: entrando en una agencia de viajes, y comprando un pasaje para Brasil,
en la fecha marcada en su calendario.
Ahora ya sólo le quedaban otras dos semanas en Europa. A partir de
aquel momento, Géneve sería el rostro de un hombre que amó, y que la había
amado. La rue de Berne sería un nombre, homenaje a la capital de Suiza.
Recordaría su habitación, el lago, la lengua francesa, las locuras que una
chica de veintitrés años (su cumpleaños había sido la víspera) es capaz de
hacer hasta que entiende que hay un límite.
No enjaularía al pájaro, ni le pediría que la acompañase a Brasil; él
era lo único verdaderamente puro que le había sucedido. Un pájaro como ése
tiene que ser libre, alimentarse de la nostalgia del tiempo en que voló junto a
alguien. Y ella también era un pájaro; tener a Ralf Hart a su lado sería
recordar para siempre los días del Copacabana. Y eso era su pasado, no su
futuro.
Decidió que diría «adiós» sólo una vez, cuando llegase el momento de
partir; no iba a sufrir cada vez que recordase «pronto ya no estaré aquí». Por
tanto, engañó a su corazón y caminó por Géneve aquella mañana como si siempre
hubiese paseado por aquellas calles, la colina, el Camino de Santiago, el
puente de Montblanc, los bares que acostumbraba a frecuentar. Observó el vuelo
de las gaviotas en el río, a los comerciantes que recogían los puestos, a la
gente que salía de su oficina para comer, el color y el gusto de la manzana
que estaba comiendo, los aviones que aterrizaban a distancia, el arco iris en
la columna de agua que surgía en mitad del lago, la alegría tímida y escondida
de todos los que pasaban por ella, las miradas de deseo, las miradas sin
expresión, las miradas. Había vivido casi un año en una ciudad pequeña, como
otras tantas ciudades pequeñas del mundo pero que, de no ser por la arquitectura
peculiar y por el exceso de anuncios de bancos, podría estar ubicada en el
interior de Brasil. Había feria. Había mercado. Había amas de casa que regateaban
el precio. Había estudiantes que habían dejado las clases antes de la hora,
quizá con la disculpa de algún padre o madre enfermos, y ahora paseaban y se
besaban a orillas del río. Había gente que se sentía en casa, y gente que se
sentía extranjera. Había periódicos que hablaban de escándalos y respetables
revistas para hombres de negocios a los que, por cierto, sólo se los veía
leyendo periódicos sobre escándalos.
Fue hasta la biblioteca a devolver el manual sobre administración de
haciendas. No había entendido nada, pero ese libro le había recordado, en
momentos en los que pensaba haber perdido el control de sí misma y de su
destino, cuál era el objetivo de su vida. Había sido un compañero silencioso,
con su tapa amarilla sin
dibujos, una serie de gráficos, pero, sobre todo, un faro en las oscuras noches de las semanas más recientes.
61
dibujos, una serie de gráficos, pero, sobre todo, un faro en las oscuras noches de las semanas más recientes.
Siempre haciendo planes para el futuro. Y viéndose siempre sorprendida
por el presente, se decía a sí misma. Pensaba en cómo se había descubierto a
sí misma a través de la independencia, de la desesperación, del
amor, del dolor, para luego encontrarse de nuevo con el amor (y le gustaría
que las cosas se detuviesen allí).
Lo más curioso de todo es que, mientras algunas de sus compañeras de
trabajo hablaban de las virtudes y del éxtasis al estar con ciertos hombres en
la cama, ella jamás se había descubierto mejor o peor a través del sexo. No
había resuelto su problema, era incapaz de tener un orgasmo con la penetración,
y había vulgarizado tanto el acto sexual que tal vez ya nunca llegaría a encontrar
en ese «abrazo del reencuentro», como Ralf lo llamaba, el fuego y la alegría
que buscaba.
O tal vez (como acostumbraba a pensar de vez en cuando) sin amor era
imposible obtener placer en la cama, como decían las madres, los padres, los
libros románticos.
La bibliotecaria, normalmente seria -y su única amiga, aunque jamás
se lo hubiese dicho-, estaba de buen humor. La atendió a la hora de la comida
y la invitó a compartir un sándwich con ella. María se lo agradeció pero dijo
que acababa de comer. -Has tardado mucho en leerlo.
-No he entendido nada.
-¿Recuerdas lo que me pediste una vez?
No, no lo recordaba, pero después de ver la sonrisa maliciosa de la
bibliotecaria, imaginó de qué se trataba: sexo. -¿Sabes?, desde que viniste
aquí buscando ese tipo de cosas, decidí hacer un inventario de lo que
teníamos. No era mucho, y como tenemos que educar a nuestra juventud, encargué
algunos. Así, no tienen que aprender de la peor manera posible, con
prostitutas, por ejemplo.
La bibliotecaria señaló una pila de libros en una esquina, todos
cuidadosamente forrados con un papel pardo.
-Todavía no he tenido tiempo de clasificarlos, pero les he echado un
vistazo y me ha horrorizado lo que he descubierto. Bien, ya se imaginaba lo que
ella iba a decir: posturas incómodas, sadomasoquismo, y cosas de ese tipo.
Mejor decirle que tenía que volver al trabajo (no sabía si le había dicho que
trabajaba en un banco o en una tienda, las mentiras daban mucho trabajo, ella
siempre se olvidaba).
Le dio las gracias e hizo ademán de salir, pero ella comentó: -Tú
también te ibas a horrorizar. Por ejemplo: ¿sabías que el clítoris es una
invención reciente?
¿Invención? ¿Reciente? Esa misma semana alguien había tocado el suyo,
como si siempre hubiese estado allí, y como si aquellas manos conociesen bien
el terreno que estaban explorando, a pesar de la completa oscuridad.
-Fue oficialmente aceptado en 1559, después de que un médico, Realdo
Columbo, publicase un libro llamado De
re anatomica. Durante mil quinientos años de
la era cristiana fue oficialmente ignorado. Columbo lo describe, en su libro,
como «algo bonito y útil», ¿te lo puedes creer?
Las dos rieron.
-Dos años después, en 1561, otro médico, Gabrielle Fallopio, dijo que
el «descubrimiento» había sido suyo. ¡Tú fíjate! ¡Dos hombres, italianos,
claro, que entienden del asunto, discutiendo sobre quién había introducido
oficialmente el clítoris en la historia del mundo!
Aquella conversación era interesante, pero María no quería pensar en
el asunto, sobre todo porque sentía de nuevo el líquido escurriendo, y el sexo
poniéndose húmedo, sólo con acordarse de las caricias, de las vendas, de las
manos que paseaban por su cuerpo. No, no estaba muerta para el sexo, aquel
hombre la había rescatado de alguna manera. Qué bueno era seguir viva.
La bibliotecaria, sin embargo, estaba entusiasmada: -Incluso después
de «descubierto», siguió sin ser respetado -dijo ella, dando la impresión de
que se había vuelto una experta en clitoriología, o como se llame esa
ciencia-. Las mutilaciones que leemos hoy en los periódicos, donde ciertas
tribus de África todavía le niegan a la mujer el derecho al placer, no son
ninguna novedad. Aquí mismo, en Europa, en el siglo xix, todavía se hacían
operaciones para eliminarlo, creyendo que en aquella pequeña e insignificante
parte de la anatomía femenina estaban todas las fuentes de la histeria, la
epilepsia, la tendencia al adulterio y la incapacidad de tener hijos.
María le tendió la mano para despedirse, pero la bibliotecaria no
daba señales de cansancio.
-Peor todavía, nuestro querido Freud, el descubridor del psicoanálisis,
decía que el orgasmo femenino, en una mujer normal, debe pasar del clítoris a
la vagina. Sus más fieles seguidores, desarrollando esta tesis, pasaron a
afirmar que el hecho de mantener el placer sexual concentrado en el clítoris
era una señal de infantilismo, o, lo que es peor, de bisexualidad.
»Y, sin embargo, como todas nosotras sabemos, es muy difícil tener un
orgasmo sólo con la penetración. Está bien ser poseída por un hombre, pero el
placer está en ese garbancito, ¡descubierto por un italiano!
Distraída, María reconoció que tenía el problema diagnosticado por
Freud: todavía era infantil, su orgasmo no había pasado a su vagina. ¿O estaba
equivocado Freud?
-¿Y el punto G, qué crees? -¿Sabe usted dónde está?
La mujer se puso colorada, tosió, pero tuvo valor para responder:
-Al entrar, en el primer piso, ventana del fondo.
62
¡Genial! ¡Había descrito la vagina como un edificio! Tal vez hubiese
leído aquella explicación en un libro para chicas: al llamar a la puerta y
entrar, descubrirás todo un universo dentro del propio cuerpo. Siempre que se
masturbaba, prefería más el punto G que el clítoris, ya que éste le daba una
cierta aflicción, un placer mezclado con agonía, algo angustioso.
¡Iba siempre al primer piso, ventana del fondo!
Viendo que la mujer no iba a parar de hablar -tal vez acabase de
descubrir en ella una cómplice de su propia sexualidad perdida-, dijo adiós con
la mano, salió e intentó seguir concentrándose en cualquier tontería, porque
no era el día adecuado para pensar en despedidas, clítoris, virginidad
recuperada, ni en el punto G. Prestó atención a los ruidos: campanas que
sonaban, perros ladrando, el tranvía chirriando en las vías, los pasos, la
respiración, los letreros que ofrecían de todo.
Ya no tenía más ganas de volver al Copacabana pero, aun así, sentía la
obligación de llevar su trabajo hasta el final, aunque desconociese la
verdadera razón; al fin y al cabo, ya había conseguido ahorrar lo suficiente.
Durante aquella tarde, podía hacer algunas compras, hablar con un director de
banco que era cliente suyo pero que había prometido ayudarla con su economía,
tomar un café y mandar por correo alguna ropa que no iba a caber en su
equipaje. Extraño, estaba un poco triste, no conseguía entenderlo; tal vez
porque aún faltaban dos semanas, tenía que pasar el tiempo, mirar la ciudad
con otros ojos, alegrarse por haber vivido todo aquello.
Llegó a un cruce que ya había atravesado cientos de veces, desde allí
podía ver el lago, la columna de agua y, en medio del jardín que se extendía
desde el otro lado de la calzada, el hermoso reloj de flores, uno de los
símbolos de la ciudad, y él no la dejaba mentir, porque...
De repente, el tiempo, el mundo se quedó inmóvil.
¿Qué historia era aquella de la virginidad recién recuperada, en la
que pensaba desde que se había levantado?
El mundo parecía congelado, aquel segundo no pasaba nunca, ella
estaba ante algo muy serio y muy importante en su vida, no podía olvidarlo, no
podía hacer como con sus sueños nocturnos, siempre prometía anotarlo y nunca
se acordaba...
«No pienses en nada. El mundo se ha detenido. ¿Qué está sucediendo?»
¡BASTA!
El pájaro, la bella historia del pájaro que acababa de escribir, ¿era
sobre Ralf Hart?
¡No, era sobre ella misma! ¡PUNTO FINAL!
Eran las 11.11 horas de la mañana, y ella paraba en aquel momento. Era
una extranjera en su propio cuerpo, estaba redescubriendo la virginidad recién
recuperada, pero su renacer era tan frágil que si seguía allí estaría perdida
para siempre. Había probado el cielo tal vez, el infierno, seguro, pero la
Aventura llegaba al final. No podía esperar dos semanas, diez días, una semana,
tenía que marcharse corriendo, porque, al ver aquel reloj lleno de flores, con
turistas sacando fotografías y niños jugando alrededor, acababa de descubrir el
motivo de su tristeza.
Y el motivo era el siguiente: no quería volver.
Y la razón no era Ralf Hart, ni Suiza, ni la Aventura. La verdadera
razón era demasiado simple: dinero.
¡Dinero! Un trozo de papel especial, pintado con colores sobrios, que
todo el mundo decía que valía algo (y ella lo creía, todos lo creían) hasta el
momento en que fuese con una montaña de aquel papel a un banco, un respetable,
tradicional, discretísimo banco suizo, y pidiese: «¿Puedo comprar algunas horas
de vida?». «No, señora, no vendemos de eso; sólo compramos.» María despertó de
su delirio por el frenazo de un coche, la queja de un conductor, y un viejecito
sonriente que hablaba inglés y que le pedía que retrocediese (el semáforo
estaba rojo para los peatones).
«Bien, creo que he descubierto algo que todo el mundo debe saber. »
Pero no lo sabían: miró a su alrededor, gente andando cabizbaja,
corriendo para ir al trabajo, a clase, a una agencia de trabajo, a la rue de
Berne, diciendo continuamente: «Puedo esperar un poco más. Tengo un sueño,
pero no tiene que ser vivido hoy, porque tengo que ganar dinero». Claro, su
empleo estaba mal visto, pero en el fondo sólo se trataba de vender su tiempo,
como todo el mundo. Hacer cosas que no le gustaban, como todo el mundo.
Aguantar a gente insoportable, como todo el mundo. Entregar su precioso cuerpo
y su preciosa alma en nombre de un futuro que nunca llegaba, como todo el
mundo. Decir que todavía no tenía lo suficiente, como todo el mundo. Aguardar
sólo un poquito más, como todo el mundo. Esperar un poco más, ganar algo más,
posponer sus sueños, de momento estaba muy ocupada, tenía una oportunidad ante
sí, clientes que la esperaban, que eran fieles, que podían llegar a pagar desde
trescientos cincuenta hasta mil francos por noche.
Y por primera vez en su vida, a pesar de todas las cosas buenas que
podía comprar con el dinero que ganase (quién sabe, ¿sólo un año más?), ella
decidió consciente, lúcida, y a propósito, dejar pasar una oportunidad.
María esperó a que el semáforo se pusiese en verde, cruzó la calle, se
detuvo delante del reloj de flores, pensó en Ralf, sintió de nuevo su mirada de
deseo en la noche en la que ella había bajado parte de su vestido, sintió sus
manos tocándole los senos, el sexo, la cara, se sintió húmeda; miró la inmensa
columna
de agua a distancia y, sin tener que tocar ni una sola parte de su cuerpo, tuvo un orgasmo allí, delante de todo el mundo.
63
de agua a distancia y, sin tener que tocar ni una sola parte de su cuerpo, tuvo un orgasmo allí, delante de todo el mundo.
Nadie lo notó; todos estaban muy, muy ocupados.
§
Nyah, la única de sus colegas con la que tenía una relación parecida
a lo que se podría llamar amistad, la llamó en cuanto entró. Estaba sentada
con un oriental, y los dos se reían.
-Mira esto -le dijo a María-. ¡Mira lo que quiere que haga con él!
El oriental, poniendo una mirada cómplice y manteniendo la sonrisa en
los labios, abrió la tapa de una especie de caja de puros. Desde lejos, Milan
alargó el ojo para ver que no se trataba de jeringas ni de drogas. No, era
simplemente aquella cosa que ni él entendía bien cómo funcionaba, pero no era
nada especial. -¡Parece del siglo pasado! -dijo María.
-¡Es del siglo pasado! -afirmó el oriental, indignado con la
ignorancia del comentario-. Esto tiene más de cien años, y me ha costado una
fortuna.
Lo que María veía era una serie de válvulas, una manivela, circuitos
eléctricos, pequeños contactos de metal, pilas. Parecía el interior de un
antiguo aparato de radio del que salían dos hilos, en cuyos extremos había unos
pequeños bastoncillos de cristal, del tamaño de un dedo. Nada que pudiese
costar una fortuna. -¿Cómo funciona?
A Nyah no le gustó la pregunta de María. Aunque confiaba en la
brasileña, la gente cambia de un momento a otro, y podía estar echándole el ojo
a su cliente.
-Ya me lo ha explicado. Es la Varita Violeta.
Y volviéndose hacia el oriental, le sugirió que saliesen, porque había
decidido aceptar la invitación. Pero él parecía entusiasmado con el interés
que despertaba su jueguecito.
-Hacia el año 1900, cuando las primeras pilas empezaron a circular por
el mercado, la medicina tradicional comenzó a hacer experimentos con
electricidad, para ver si curaba enfermedades mentales o la histeria. También
se utilizó para combatir las espinillas, y para estimular la vitalidad de la
piel. ¿Ves estos dos extremos? Se ponían aquí -señaló sus sienes- y la batería
provocaba la misma descarga estática que cuando el aire está muy seco.
Aquello era algo que jamás sucedía en Brasil, pero en Suiza era muy
común, María lo descubrió un día cuando, al abrir la puerta de un taxi, oyó un
chasquido y recibió una descarga. Pensó que era un problema del coche, se
quejó, dijo que no iba a pagar el viaje, y el chofer casi la agredió,
llamándola ignorante. Él tenía razón; no era el coche, sino el aire seco.
Después de varias descargas, empezó a tener miedo de tocar cualquier cosa
metálica, hasta que descubrió en un supermercado una pulsera que descargaba
la electricidad acumulada en el cuerpo.
María se volvió hacia el oriental:
-¡Pero eso es extremadamente desagradable!
Nyah se impacientaba cada vez más con los comentarios de María. Para
evitar futuros conflictos con su única posible amiga, mantenía el brazo en
torno al hombro del hombre, de modo que no hubiese la menor duda de a quién
pertenecía.
-Depende de dónde lo apliques -el oriental rió alto.
Giró la pequeña manivela y los dos bastoncillos se pusieron de color
violeta. Con un movimiento rápido, él los apoyó sobre las dos mujeres; hubo un
chasquido, pero la descarga parecía más una especie de picor que de dolor.
Milan se acercó.
-Por favor, no use eso aquí.
El hombre volvió a colocar los bastoncillos en la caja. La filipina
aprovechó la oportunidad y sugirió que fuesen ya al hotel. El oriental pareció
un poco decepcionado, la recién llegada estaba mucho más interesada en la
Varita Violeta que la mujer que ahora lo invitaba a salir. Se puso el abrigo y
guardó la caja en un maletín de cuero, al tiempo que comentaba:
-Hoy en día se fabrican de nuevo, se ha puesto de moda entre las
personas que buscan placeres especiales. Pero éste que acabas de ver sólo se puede
encontrar en raras colecciones médicas, museos o anticuarios.
Milan y María se quedaron callados, sin saber qué decir. -¿Habías
visto eso antes?
-De este tipo, no. Debe de costar una fortuna, pero ese hombre es un
alto ejecutivo de una compañía petrolera. He visto otros, modernos.
-¿Y qué hacen?
-Lo ponen en el cuerpo... y le piden a ella que gire la manivela.
Reciben la descarga dentro.
-¿Y no pueden hacerlo solos?
-Cualquier cosa que tenga que ver con el sexo puedes hacerla solo.
Pero es mejor que sigan creyendo que tiene más gracia cuando están con otra
persona, o mi bar iría a la ruina y tú tendrías que trabajar en una tienda de
verduras. Hablando de eso, tu cliente especial ha dicho que vendrá esta noche;
por favor, rechaza cualquier invitación.
64
-La rechazaré. Incluso la suya. Porque sólo he venido a despedirme,
me marcho.
Milan pareció no acusar el golpe.
-¿Es por el pintor?
-No. Por el Copacabana. Hay un límite, y llegué a él esta mañana,
mientras miraba aquel reloj de flores cerca del lago.
-¿Cuál es el límite?
-El precio de una hacienda en el interior del Brasil. Sé que puedo
ganar más, trabajar un año más, qué más da, ¿no?
»Pues yo sé la diferencia: estaría para siempre en esta trampa, como
estás tú, y como están los clientes, los ejecutivos, los auxiliares de vuelo,
los cazatalentos, los ejecutivos de discográficas, los muchos hombres que he
conocido, a quienes vendí mi tiempo, que no me pueden revender. Si me quedo un
día más, me quedo un año más, y si me quedo un año más, no saldré nunca.
Milan hizo un discreto gesto afirmativo, como si entendiese y
estuviese de acuerdo con todo, aunque no pudiese decir nada, porque podía
contagiar a todas las chicas que trabajaban para él. Pero era un buen hombre,
y aunque no le hubiese dado su bendición, tampoco intentó convencer a la
brasileña de que estaba actuando equivocadamente.
Le dio las gracias, pidió algo, una copa de champán, no soportaba más
el cóctel de frutas. Ahora podía beber, no estaba de servicio. Milan le dijo
que lo llamase si necesitaba algo; que siempre sería bienvenida.
Quiso pagar la copa, él dijo que corría por cuenta de la casa. Ella
aceptó: le había dado a aquella casa mucho más que una copa.
Del diario de María, al volver a casa:
Ya no me acuerdo de cuándo fue,
pero uno de estos domingos decidí entrar en una iglesia para asistir a misa.
Después de mucho tiempo esperando, me di cuenta de que estaba en el lugar
equivocado: era un templo protestante.
Iba a salir, pero el pastor
comenzó el sermón, creí que no sería delicado levantarme, y eso fue una bendición,
porque aquel día habló de cosas que necesitaba mucho oír.
El pastor dijo algo como: «En
todas las lenguas del mundo hay un mismo dicho: ojos que no ven, corazón que
no siente. Pues yo afirmo que no hay nada más falso que eso; cuanto más lejos,
más cerca del corazón están los sentimientos que intentamos sofocary olvidar.
Si estamos en el exilio, queremos guardar cada pequeño recuerdo de nuestras
raíces, si estamos lejos de la persona amada, cada persona que pasa por la
calle nos hace recordarla.
»Los evangelios y todos los
textos sagrados de todas las religiones fueron escritos en el exilio, en busca
de la comprensión de Dios, de la fe que movía los pueblos adelante, de la
peregrinación de las almas errantes por la faz de la tierra. No lo sabían
nuestros antepasados, y tampoco nosotros sabemos lo que la Divinidad espera de
nuestras vidas, y es en ese momento cuando se escriben los libros, se pintan
los cuadros, porque no queremos y no podemos olvidar quiénes somos».
Al final del culto, fui hasta él
y le di las gracias: le
dije que era una extranjera en una tierra extranjera, y le agradecí que me
recordase que lo que los ojos no ven, el corazón lo siente. Y por haber sentido
tanto, hoy me voy.
§
Tomó las dos maletas y las puso encima de la cama; siempre habían
estado allí, esperando el día en que todo llegaría al final. Imaginaba que las
llenaría de regalos, vestidos nuevos, fotos en la nieve y en las grandes
capitales europeas, recuerdos de un tiempo feliz en el que había conocido el
país más seguro y generoso del mundo. Tenía algunos vestidos nuevos, era
verdad, y algunas fotos en la nieve que había caído un día en Géneve, pero
aparte de eso, nada más era como había imaginado.
Había llegado con el sueño de ganar mucho dinero, aprender sobre la
vida y sobre quién era, comprar una hacienda para sus padres, encontrar un
marido y traer a la familia a conocer el lugar en el que vivía. Volvía con el
dinero justo para realizar un sueño, sin haber visitado las montañas y, lo que
era peor, ahora era una extraña para sí misma. Pero estaba contenta, sabía que
había llegado el momento de terminar con todo aquello.
Poca gente en el mundo lo sabe.
Había vivido sólo cuatro aventuras: ser bailarina en un cabaret,
aprender francés, trabajar como prostituta y amar perdidamente a un hombre.
¿Cuánta gente puede vanagloriarse de tantas emociones en un año? Era feliz, a
pesar de la tristeza, y esa tristeza tenía un nombre, no se
llamaba prostitución, ni Suiza, ni dinero, sino Ralf Hart. Aunque jamás lo
hubiera reconocido, en el fondo de su corazón le gustaría haberse
casado con él, el hombre que ahora la esperaba en una iglesia, listo para llevarla a conocer a sus amigos, su pintura, su mundo.
65
casado con él, el hombre que ahora la esperaba en una iglesia, listo para llevarla a conocer a sus amigos, su pintura, su mundo.
Pensó en faltar a la cita y hospedarse en un hotel cerca del aeropuerto,
ya que el vuelo salía a la mañana siguiente; a partir de entonces, cada minuto
pasado a su lado sería un año de sufrimiento en el futuro, por todo aquello
que ella podría haber dicho y no diría, por los recuerdos de su mano, de su
voz, de su apoyo, de sus historias.
Abrió de nuevo la maleta, sacó el pequeño vagón eléctrico que él le
había regalado la primera noche en su casa. Lo contempló durante algunos
minutos y lo tiró a la basura; aquel tren no merecía conocer Brasil, había
sido inútil e injusto con el niño que siempre lo había deseado.
No, no iría a la iglesia; tal vez él le preguntase algo, y si contestaba
la verdad («me voy»), él le pediría que se quedase, se lo prometería todo para
no perderla en aquel momento, le declararía su amor ya demostrado en todo el
tiempo que habían pasado juntos. Pero habían aprendido a convivir en libertad,
y ninguna otra relación saldría bien, tal vez ése fuese el único motivo por el
cual se amaban, porque sabían que no se necesitaban el uno al otro. Los hombres
siempre se asustan cuando una mujer dice «quiero depender de ti», y a María le
gustaría llevarse consigo la imagen de un Ralf Hart apasionado, entregado,
dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.
Todavía tenía tiempo de decidir si iba o no a la cita; de momento
tenía que concentrarse en cosas más prácticas. Miró todo lo que había dejado
fuera de las maletas; no sabía dónde meterlo. Decidió que el dueño del
inmueble tomaría la decisión cuando entrase en el departamento y encontrase
los electrodomésticos en la cocina, los cuadros comprados en un mercado de segunda
mano, las toallas y la ropa de cama. No podría llevarse nada de eso a Brasil,
ni aunque sus padres lo necesitasen más que cualquier mendigo suizo; le
recordarían siempre todo en lo que se había aventurado.
Salió, fue hasta el banco y solicitó retirar todo el dinero que tenía
allí depositado. El director, que ya había frecuentado su cama, dijo que era
una mala idea, que aquellos francos podrían seguir rindiendo y que ella
recibiría los intereses en Brasil. Además, en caso de que le robasen, serían
muchos meses de trabajo perdido. María dudó por un momento, creyendo, como
siempre creía, que querían ayudarla de verdad. Pero, después de reflexionar un
poco, concluyó que el objetivo de aquel dinero no era convertirse en más
papel, sino en una hacienda, una casa para sus padres, algún ganado y mucho más
trabajo.
Retiró cada centavo, lo metió en una pequeña bolsa que había comprado
para la ocasión y se la ató a la cintura, por debajo de la ropa.
Fue hasta la agencia de viajes, rezando para tener el coraje de seguir
adelante; cuando quiso cambiar su pasaje, le dijeron que el vuelo del día
siguiente hacía escala en París, para hacer trasbordo. No tenía importancia,
lo que necesitaba era estar lejos de allí antes de que pudiese pensarlo dos
veces.
Fue hasta uno de los puentes, compró un helado, aunque ya empezaba a
hacer frío de nuevo, y miró Géneve. Entonces todo le pareció diferente, como si
hubiese acabado de llegar, y tuviese que ir a los museos, a los monumentos
históricos, a los bares y restaurantes de moda. Es gracioso, cuando se vive en
una ciudad, siempre se deja para después conocerla, y generalmente se termina
por no conocerla nunca.
Pensó en ponerse contenta porque volvía a su tierra, pero no lo
consiguió. Pensó en ponerse triste por dejar una ciudad que la había
tratado tan bien, y tampoco lo consiguió. Lo único que pudo hacer fue derramar
algunas lágrimas, con miedo de sí misma, una chica inteligente, que lo tenía
todo para tener éxito, pero que generalmente tomaba decisiones equivocadas.
Deseó estar haciendo lo correcto esta vez.
La iglesia estaba completamente vacía cuando ella entró, y pudo
contemplar en silencio los bonitos vitrales, iluminados por la luz del
exterior, la luz de un día lavado por la tempestad de la noche anterior. Ante
ella, un altar y una cruz vacía; no estaba ante un instrumento de tortura, con
un hombre ensangrentado al borde de la muerte, sino ante un símbolo de
resurrección, donde el instrumento de suplicio perdía todo su significado, su
terror, su importancia. Se acordó del látigo la noche de las tormentas, era la
misma cosa, «Dios mío, ¿en qué estoy pensando?».
También se puso contenta porque no vio ninguna imagen de santos sufriendo,
con marcas de sangre y heridas abiertas; aquél era simplemente un lugar donde
los hombres se reunían para adorar algo que no eran capaces de comprender.
Se detuvo delante del sagrario, donde se guardaba el cuerpo de un
Jesús en el que ella todavía creía, aunque hiciese mucho tiempo que no pensaba
en él. Se arrodilló y prometió a Dios, a la Virgen, a Jesús, y a todos los
santos, que pasase lo que pasase durante aquel día, jamás cambiaría de idea,
que se marcharía de cualquier manera. Hizo esta promesa porque conocía bien
las trampas del amor y cómo son capaces de transformar la voluntad de una
mujer.
Poco después, María sintió la mano que le tocaba el hombro e inclinó
su rostro para tocar la mano.
-¿Cómo estás?
-Bien -dijo, la voz sin ninguna angustia-. Muy bien. Vamos a tomar
nuestro café.
Salieron de la mano, como si fuesen dos enamorados que se encontraban
después de mucho tiempo. Se besaron en público, algunas personas los miraban
escandalizados, ambos sonreían por el malestar
que estaban causando y por los deseos que despertaban con el escándalo, porque sabían que, en realidad, ellos querían hacer lo mismo. El escándalo era sólo eso.
66
que estaban causando y por los deseos que despertaban con el escándalo, porque sabían que, en realidad, ellos querían hacer lo mismo. El escándalo era sólo eso.
Entraron en un café igual que todos los demás, pero que aquella tarde
era diferente, porque ellos dos estaban allí, y se amaban. Hablaron sobre
Géneve, las dificultades de la lengua francesa, los vitrales de la iglesia, los
males del tabaco, ya que ambos fumaban, y no tenían la menor intención de dejar
el vicio.
María quiso pagar el café, y él aceptó. Fueron a la exposición, ella
conoció su mundo, artistas, ricos que parecían aún más ricos, millonarios que
parecían pobres, gente que preguntaba cosas sobre las cuales jamás había oído
hablar. Les gustó a todos, elogiaron su manera de hablar francés, le hicieron
preguntas sobre el carnaval, el fútbol, la música de su país. Educados,
amables, simpáticos, encantadores.
Al salir, él le dijo que iría a la discoteca aquella noche, a verla.
Ella le pidió que no lo hiciese, que tenía la noche libre y que le gustaría
invitarlo a cenar.
Él aceptó, se despidieron, quedaron en verse en casa de él, para
cenar en un simpático restaurante en la pequeña plaza de Cologny, por donde
siempre pasaban en taxi, pero ella jamás le había pedido que se detuviesen
para conocer el sitio.
Entonces María se acordó de su única amiga, y decidió ir hasta la
biblioteca para decirle que no volvería más.
Estuvo atrapada en el tráfico durante un rato que parecía una
eternidad, hasta que los kurdos terminasen de manifestarse (¡otra vez!) y los
coches pudiesen volver a circular normalmente. Pero ahora era de nuevo dueña
de su tiempo, eso no tenía importancia.
Llegó cuando la biblioteca estaba a punto de cerrar.
-Puede que sea demasiado íntimo, pero no tengo ninguna amiga a quien
confiar ciertas cosas -dijo la bibliotecaria, en cuanto María entró.
¿Aquella mujer no tenía amigas? Después de vivir toda su vida en el
mismo lugar, estar con gente durante el día, ¡,acaso no tenía a nadie con
quien hablar? En fin, descubría a alguien como ella, o mejor dicho, a alguien
como todo el mundo.
-He estado pensando en lo que leí sobre el clítoris... ¡No! ¿Acaso no
podía pensar en otra cosa?
-Y vi que, aunque hubiese sentido siempre mucho placer durante las
relaciones con mi marido, me costaba mucho tener un orgasmo. ¡,Crees que eso es
normal?
-¿Cree usted que es normal que los kurdos se manifiesten todos los
días? ¿Que las mujeres enamoradas huyan de su príncipe encantado? ¿Que la gente
sueñe con haciendas en vez de pensar en el amor? ¿Hombres y mujeres que venden
su tiempo, sin poder volver a comprarlo? Y, sin embargo, todo eso sucede; así
que no importa lo que yo crea o deje de creer, es siempre normal. Todo aquello
que vaya contra la naturaleza, contra nuestros deseos más íntimos, todo eso es
normal a nuestros ojos, aunque parezca una aberración a los ojos de Dios.
Buscamos nuestro infierno, llevamos milenios construyéndolo, y después de
mucho esfuerzo, ahora podemos vivir de la peor manera posible.
Miró a la mujer y, por primera vez en todo aquel tiempo, le preguntó
su nombre (sólo conocía su nombre de casada). Se llamaba Heidi, estaba casada
hacía treinta años, y jamás, ¡jamás!, se había cuestionado si era normal no
tener un orgasmo durante la relación sexual con su marido.
-¡No sé si debería haber leído todo eso! Tal vez fuese mejor vivir en
la ignorancia, creyendo que un marido fiel, un departamento con vista al lago,
tres hijos y un empleo público era todo lo que una mujer podía soñar. Ahora,
desde que tú llegaste aquí, y desde que leí el primer libro, estoy muy
preocupada por aquello en lo que he convertido mi vida. ¡,Será todo el mundo
así?
-Le puedo garantizar que sí -y María se sintió una joven sabia ante
aquella mujer que le pedía consejos.
-¿Te gustaría que entrase en detalles? María asintió con la cabeza.
-Está claro que todavía eres muy joven para entender de estas cosas,
pero justamente por eso me gustaría compartir un poco mi vida, para que no
cometas los mismos errores que yo cometí.
»Pero el clítoris, ¡,por qué será que mi marido nunca le prestó
atención? Creía que el orgasmo tiene lugar en la vagina, y me costaba mucho,
pero mucho, fingir algo que él imaginaba que yo debía sentir. Claro, yo sentía
placer, pero un placer diferente. Sólo cuando la fricción era en la parte
superior... ¿entiendes?
-Sí.
-Y ahora he descubierto por qué. Está allí -señaló un libro en su
mesa, cuyo título María no conseguía ver-. Hay un grupo de nervios que van
desde el clítoris hasta el punto G, y que es predominante. Pero los hombres
piensan que no, que penetrar lo es todo. ¿Sabes qué es el punto G?
-Hablamos de eso el otro día -dijo María, esta vez como la Niña
Ingenua-. justo al entrar, primer piso, ventana del fondo. -¡Claro, claro! -los
ojos de la bibliotecaria se iluminaron-.
Comprueba por ti misma cuántos de tus amigos han oído hablar de eso:
¡ninguno! ¡Qué absurdo! ¡Pero así como el clítoris fue una invención de ese
italiano, el punto G es una conquista de nuestro siglo! ¡Muy pronto ocupará
todos los titulares, y ya nadie podrá ignorarlo! ¿Te imaginas qué momento
revolucionario estamos viviendo?
67
María miró su reloj, y Heidi se dio cuenta de que tenía que hablar de
prisa, enseñarle a aquella hermosa joven que las mujeres tenían todo el derecho
de ser felices, de realizarse, de modo que la siguiente generación pudiese
beneficiarse de todas esas extraordinarias conquistas científicas.
-El doctor Freud no estaba de acuerdo porque no era mujer, y como
tenía el orgasmo en su pene, creía que todas estábamos obligadas a sentir el
placer en la vagina. Tenemos que volver al origen, a aquello que siempre nos
ha dado placer: ¡el clítoris y el punto G! Muy pocas mujeres consiguen tener
una relación sexual satisfactoria, de modo que, si tienes dificultades para
conseguir la alegría que mereces, voy a sugerirte algo: invierte la posición.
Que se acueste tu pareja, y tú ponte siempre encima; tu clítoris golpeará con
más fuerza en su cuerpo, y tú, no él, conseguirás el estímulo que necesitas.
¡Mejor dicho, el estímulo que mereces!
María, sin embargo, sólo fingía no estar prestando atención a la
conversación. ¡Entonces no era sólo ella! ¡No tenía ningún problema sexual,
era todo una cuestión de anatomía! Sintió ganas de besar a aquella mujer,
mientras un peso inmenso, enorme, salía de su corazón. ¡Qué bien haberlo descubierto
siendo joven todavía! ¡Qué magnífico día estaba viviendo!
Heidi sonrió con un aire cómplice.
-¡Ellos no lo saben, pero nosotras también tenemos una erección! ¡El
clítoris se pone erecto!
«Ellos» debían de ser los hombres. María se armó de valor, ya que la
conversación estaba tan íntima.
-¿Ha tenido alguna aventura fuera del matrimonio?
La bibliotecaria se sorprendió. Sus ojos emitieron una especie de
fuego sagrado, su piel se puso roja, no sabía decir si de rabia o de vergüenza.
Después de un rato, la lucha entre contar o fingir terminó. Bastaba
con cambiar de asunto.
-Volvamos a nuestra erección: ¡el clítoris! Se pone rígido, ¿lo
sabías?
-Desde niña.
Heidi parecía desconcertada. Tal vez no hubiese prestado mucha
atención a aquello. Aun así, decidió continuar:
-Y al parecer, si mueves el dedo en círculos alrededor de él, incluso
sin tocar su punta, se puede sentir el placer de manera más intensa todavía.
¡Aprende! Los hombres que respetan el cuerpo de una mujer en seguida se ponen a
tocar la cima del clítoris, sin saber que eso a veces puede ser doloroso, ¿no
estás de acuerdo? Por eso, ya desde la primera o segunda cita, asume el control
de la situación: ponte encima, decide cómo y dónde aplicar la presión, aumenta
y disminuye el ritmo según tu criterio. Además de eso, una conversación franca
es siempre necesaria, según el libro que estoy leyendo.
-¿Ha tenido usted una conversación franca con su marido? Una vez más
Heidi huyó de la pregunta directa, diciendo que eran otros tiempos. Ahora
estaba más interesada en compartir sus experiencias intelectuales.
-Procura ver tu clítoris como la aguja de un reloj, y pídele a tu
compañero que lo mueva entre las once y la una, ¿comprendes? Sí, sabía de qué
hablaba la mujer y no estaba muy de acuerdo, aunque el libro tampoco estuviese
lejos de la verdad. Pero en cuanto dijo reloj, María miró el suyo, comentó que
había ido sólo a despedirse, pues su estancia allí había terminado. La mujer
pareció no escucharla.
-¿No quieres llevarte este libro sobre el clítoris? -No, gracias.
Tengo que pensar en otras cosas. -¿Y no te vas a llevar nada nuevo?
-No. Vuelvo a mi país, pero quería agradecerle el haberme tratado
siempre con respeto y comprensión. Hasta otro día.
Se dieron la mano y se desearon felicidad mutuamente.
§
Heidi esperó a que la chica saliese, antes de perder el control y dar
un puñetazo en la mesa. ¿Por qué no había aprovechado el momento para compartir
algo que, tal y como iban las cosas, terminaría muriendo con ella? Ya que la
chica había tenido el coraje de preguntar si algún día había traicionado a su
marido, ¿por qué no responder, ahora que estaba descubriendo un mundo nuevo,
en el que finalmente las mujeres aceptaban que era muy difícil tener un
orgasmo vaginal?
«Bueno, eso no es importante. El mundo no es sólo sexo.» No era lo más
importante del mundo, pero era importante, sí. Miró a su alrededor; gran parte
de aquellos miles de libros que la rodeaban contaba una historia de amor.
Siempre la misma historia, alguien se enamora, encuentra, pierde y vuelve a
encontrar otra vez. Almas que se comunican, lugares distantes, aventura, sufrimiento,
preocupaciones, y casi nunca alguien que decía «mira, querido, entiende mejor
el cuerpo de una mujer». ¿Por qué los libros no hablaban abiertamente de eso?
Tal vez nadie estuviese realmente interesado. Porque el hombre iba a
seguir buscando la novedad, todavía era el troglodita cazador, que seguía el
instinto reproductor de la raza humana. ¿Y la mujer? Por su experiencia
personal, las ganas de tener un buen orgasmo con su compañero sólo duraban los
primeros años; después la frecuencia disminuía, y ninguna mujer hablaba de
eso, porque creía que sólo le sucedía a ella. Y mentía, fingiendo que ya no
aguantaba el deseo irrefrenable de su marido. Y al mentir hacía que todas las
demás se preocupasen.
68
Luego se dedicaban a pensar en algo diferente: los hijos, la cocina,
los horarios, la limpieza de la casa, las cuentas que pagar, la tolerancia con
las escapadas del marido, viajes durante las vacaciones en los que se
preocupaban más por los hijos que por sí mismos, la complicidad, o incluso el
amor, pero nada de sexo. Debería haber sido más abierta con la joven brasileña,
que le parecía una chica inocente, con edad para ser su hija, y todavía incapaz
de comprender bien el mundo. Una emigrante viviendo lejos de su tierra, dándolo
todo en un trabajo sin gracia, esperando a un hombre con el que pudiese
casarse, fingir algunos orgasmos, encontrar la seguridad, reproducir esta
misteriosa raza humana, y después olvidar esas cosas llamadas orgasmos,
clítoris, punto G (¡recién descubierto en el siglo xx!). Ser una buena esposa,
una buena madre, cuidar que nada faltase en casa, masturbarse a escondidas de
vez en cuando, pensando en el hombre que se había cruzado con ella en la calle
y la había mirado con deseo. Mantener las apariencias, ¿por qué estará el mundo
tan preocupado por las apariencias?
Por eso no había respondido a la pregunta: «¿Ha tenido alguna
aventura fuera del matrimonio?».
Esas cosas mueren con uno, pensó. Su marido siempre había sido el
hombre de su vida, aunque el sexo fuese cosa del pasado remoto. Era un
excelente compañero, honesto, generoso, con buen humor, luchaba para sustentar
a la familia, y procuraba hacer felices a todos aquellos que estaban bajo su
responsabilidad. El hombre ideal, con el que todas las mujeres sueñan, y
justamente por eso se sentía tan mal al pensar que un día había deseado, y había
estado, con otro hombre.
Recordaba cómo lo había conocido. Volvía de la pequeña ciudad de Davos,
en las montañas, cuando una avalancha de nieve interrumpió durante algunas
horas la circulación de los trenes. Telefoneó, para que nadie se preocupase,
compró algunas revistas y se preparó para una larga espera en la estación.
Fue entonces cuando vio a un hombre a su lado, con una mochila y un
saco de dormir. Tenía el pelo gris, la piel quemada por el sol, era el único
que no parecía estar preocupado por el retraso; al contrario, sonreía y miraba
a su alrededor, buscando a alguien con quien charlar. Heidi abrió una de las
revistas pero, ¡ah, vida misteriosa!, sus ojos se cruzaron rápidamente con los
de él, y no consiguió desviarlos lo bastante rápido como para evitar que se
acercase.
Antes de que ella pudiese, educadamente, decir que realmente tenía
que terminar un artículo importante, él empezó a hablar. Dijo que era escritor,
que volvía de una reunión en la ciudad, y que el retraso de los trenes lo haría
perder el avión a su país. Al llegar a Géneve, ¿podría ayudarlo a encontrar un
hotel?
Heidi lo miraba: ¿cómo alguien podía estar de tan buen humor después
de perder un vuelo, y tener que esperar en una incómoda estación de tren hasta
que las cosas se resolviesen?
Pero el hombre empezó a hablar, como si fuesen viejos amigos. Habló
de sus viajes, del misterio de la creación literaria y, para su espanto y
horror, sobre todas las mujeres que había amado y encontrado a lo largo de su
vida. Heidi simplemente decía que sí con la cabeza, y él continuaba. Alguna que
otra vez, se disculpaba por hablar mucho, y le pedía que le hablase un poco de
sí misma, pero todo lo que se le ocurría decir era «soy una persona común, sin
nada de extraordinario».
De repente, ella se vio deseando que el tren no llegase nunca, aquella
conversación era muy interesante, estaba descubriendo cosas que sólo habían
entrado en su mundo a través de las novelas de ficción. Y como jamás volvería
a verlo, se armó de valor -más tarde no sabría explicar por qué- y comenzó a
hacerle preguntas sobre temas que le interesaban. Pasaba por una época difícil
en su matrimonio, su marido reclamaba mucho su presencia, y Heidi quiso saber
qué podía hacerlo feliz. Él le dio algunas explicaciones interesantes, le
contó una historia, pero no parecía muy contento al tener que hablar del
marido.
«Eres una mujer muy interesante», dijo, usando una frase que hacía
muchos años que ella no oía.
Heidi no supo cómo reaccionar, él notó su bochorno, y en seguida se
puso a hablar sobre desiertos, ciudades perdidas, mujeres cubiertas con un
velo o con la cintura desnuda, guerreros, piratas, sabios.
El tren llegó. Se sentaron uno al lado del otro, y ahora ella ya no
era la mujer casada, con una casa junto al lago, tres hijos que criar, sino una
aventurera que llegaba a Géneve por primera vez. Miraba las montañas, el río, y
se sentía contenta por estar con un hombre que quería llevársela a la cama
(porque los hombres sólo piensan en eso), que hacía lo posible para
impresionarla. Pensó en cuántos hombres habían sentido lo mismo, y jamás les
había dado ninguna oportunidad, pero aquella mañana el mundo había cambiado,
era una adolescente de treinta y ocho años que asistía deslumbrada a las
tentativas de seducirla; era lo mejor del mundo.
En el otoño prematuro de su vida, cuando pensaba que ya tenía todo lo
que podía desear, aparecía aquel hombre en la estación de tren y entraba sin
pedir permiso. Se apearon en Géneve, ella le indicó un hotel (modesto, había
insistido él, porque debía partir aquella mañana, y no estaba prevenido para un
día más en la carísima Suiza), le pidió que lo acompañase hasta la habitación con
él, para ver si todo estaba en orden. Heidi sabía lo que le esperaba pero, aun
así, aceptó la proposición. Cerraron la puerta, se besaron con violencia y
deseo, él le arrancó la ropa, y, ¡Dios mío!, conocía el cuerpo de una mujer,
porque había conocido el sufrimiento o la frustración de muchas.
Hicieron el amor toda la tarde, pero al llegar la noche el encanto se
disipó, y ella dijo la frase que no le gustaría haber pronunciado jamás:
«Tengo que volver, mi marido me espera».
Él encendió un cigarrillo, permanecieron en silencio algunos minutos,
y ninguno de los dos dijo «adiós». Heidi se levantó y salió sin mirar atrás,
sabiendo que, no importaba lo que dijesen, ninguna palabra o frase tendría
sentido.
69
Nunca más volvería a verlo, pero, en el otoño de su desesperanza,
durante algunas horas, había dejado de ser la esposa fiel, el ama de casa, la
madre amorosa, la funcionaria ejemplar, la amiga constante; y había vuelto a
ser simplemente mujer.
«Qué pena que no le conté esto a la chica -se dijo-. En cualquier
caso, ella no habría entendido nada, todavía vive en un mundo en el que la
gente es fiel y las promesas de amor son eternas.»
Del diario de María:
No sé qué pensó
cuando abrió la puerta, aquella noche, y me vio con dos maletas.
-No te asustes
-comenté en seguida-. No me estoy mudando aquí. Vamos a cenar.
Me ayudó, sin
ningún comentario, a meter mi equipaje dentro. En seguida, antes de decir «qué
es eso» o «qué alegría que hayas venido», simplemente me agarró, y comenzó a
besarme, a tocar mi cuerpo, mis senos, mi sexo, como si hubiese esperado mucho
tiempo, y ahora presintiese que tal vez el momento no iba a llegar nunca.
Me quitó el
abrigo, el vestido, me dejó desnuda, y fue allí en el recibidor de la entrada,
sin ningún ritual ni preparación, incluso sin tiempo para decir lo que estaría
bien o mal, con el viento frío entrando por la rendija de la puerta, dónde
hicimos el amor por primera vez. Pensé que tal vez fuese mejor decirle que
parase, que buscásemos un lugar más cómodo, que tuviésemos tiempo de explorar
el inmenso mundo de nuestra sensualidad, pero al mismo tiempo yo lo quería
dentro de mí, porque era el hombre que yo nunca había poseído, y que jamás
poseería. Por eso podía amarlo con toda mi energía, tener por lo menos, durante
una noche, aquello que jamás había tenido antes, y que posiblemente nunca,
tendría después.
Me acostó en el
suelo, entró dentro de mí antes de que yo estuviese completamente mojada, pero
no, el dolor no me molestó, al contrario, me gustó que fuese así porque debía
entender que yo era suya, y que no tenía que pedir permiso. No estaba allí para
enseñarle nada más, ni para mostrarle cómo mi sensibilidad era mejor o más
intensa que la de las demás mujeres, sino para decirle que sí, que era
bienvenido, que yo también lo estaba esperando, que me alegraba mucho su total
falta de respeto a las reglas que habíamos creado entre nosotros, y que ahora
exigía que sólo nuestros instintos, macho y hembra, nos guiasen. Estábamos en
la postura más convencional posible, yo debajo, con las piernas abiertas, y él
encima, entrando y saliendo, mientras yo lo miraba, sin ganas de fingir, ni
de gemir, ni de nada, simplemente queriendo mantener los ojos abiertos, y
procurar recordar cada segundo, ver su rostro transformándose, sus manos que
agarraban mi cabello, su boca que me mordía, me besaba. Nada de preliminares,
de caricias, de preparaciones, de sofisticaciones, simplemente él dentro de
mí, y yo en su alma.
Entraba y salía, aumentaba
y disminuía el ritmo, a veces paraba para mirarme también, pero no preguntaba
si me estaba gustando, porque sabía que ésa era la única manera de que nuestras
almas se comunicasen en aquel momento. El ritmo aumentó, y yo sabía que los
once minutos estaban llegando a su fin, quería que continuasen para siempre,
porque era tan bueno, ¡Oh, Dios mío, qué bueno era ser poseída y izo poseer!
Todo con los ojos muy abiertos, y yo noté, cuando ya no veíamos bien, que
parecía que nos íbamos a otra dimensión donde yo era la gran madre, el
universo, la mujer amada, la prostituta sagrada de los antiguos rituales de la
que él me había hablado con un vaso de vino y una chimenea encendida.
Sentí que su
orgasmo llegaba, y sus brazos sujetaron los míos con fuerza, los movimientos
aumentaron de intensidad, y ¡entonces él gritó, no gimió, no apretó los
dientes, sino que gritó! ¡Chilló! ¡Bramó como un animal! Por el fondo de mi
cabeza pasó rápidamente el pensamiento de que los vecinos tal vez llamasen a
la policía, pero eso no tenía importancia, y yo sentí un inmenso placer, porque
era así desde el inicio de los tiempos, cuando el primer hombre encontró a la
primera mujer e hicieron el amor por primera vez: gritaron.
Después su cuerpo
se derrumbó sobre mí, y no sé cuánto tiempo permanecimos abrazados el uno al
otro, yo acaricié su pelo como sólo lo había hecho la noche en que nos
encerramos en la oscuridad del hotel; noté cómo su corazón disparado volvía
poco a poco a la normalidad, sus manos comenzaron a pasear delicadamente por
mis brazos, y aquello hizo que todos los pelos de mi cuerpo se erizasen.
Debió de pensar en
algo práctico, como el peso de su cuerpo encima del mío, porque se echó hacia
un lado, agarró mis manos, y permanecimos mirando el techo y el lustre de
tres lámparas encendidas.
-Buenas noches -le
dije.
Él me empujó e
hizo que apoyase la cabeza en su pecho. Me acarició durante un buen rato, antes
de decir también «buenas noches».
-Seguro que los
vecinos lo han oído todo -comenté, sin saber cómo íbamos a continuar, porque
decir «te amo» en aquel momento no tenía mucho sentido, él ya lo sabía, y yo
también.
-Entra una
corriente de aire frío por debajo de la puerta -fue su respuesta, cuando podría haber dicho «¡qué maravilla!».
-Vayamos a la cocina.
Nos levantamos y
vi que él ni siquiera se había quitado el pantalón, estaba vestido como cuando
llegué, sólo que con el sexo afuera. Me puse el abrigo sobre mi cuerpo desnudo.
Fuimos a la cocina, él
preparó un café, fumó dos cigarrillos, yo fumé uno. Sentados a la mesa, él decía «gracias» con los ojos, yo respondía «también te quiero dar las gracias», pero nuestras bocas permanecían cerradas.
70
preparó un café, fumó dos cigarrillos, yo fumé uno. Sentados a la mesa, él decía «gracias» con los ojos, yo respondía «también te quiero dar las gracias», pero nuestras bocas permanecían cerradas.
Finalmente él se
armó de valor y preguntó por las maletas.
-Vuelvo a Brasil
mañana a mediodía.
Una mujer sabe
cuándo un hombre es importante para ella. ¿Son ellos capaces también de ese
tipo de comprensión? ¿O debería haberle dicho «te amo», «me gustaría seguir
aquí contigo», «pídeme que me quede»?
-No te vayas -sí,
él había comprendido que podía decírmelo.
-Me voy. He hecho
una promesa.
Porque, si no la
hubiese hecho, tal vez creyese que todo aquello era para siempre. Y no lo era,
era parte del sueño de una chica de pueblo de un país distante, que se va a la
gran ciudad (en realidad, no tan grande), pasa por mil dificultades, pero
conoce a un hombre que la ama. Éste era el final feliz para todos los momentos
difíciles que pasé, y siempre que yo recordase mi vida en Europa, terminaría
con la historia de un hombre enamorado de mí, que sería siempre mío, ya que yo
había visitado su alma.
Oh, Ralf, no sabes
cuánto te amo. Pienso que tal vez uno se enamora en el momento en el que ve al
hombre de sus sueños por primera vez, aunque la razón en ese momento diga que
estamos equivocados, y empecemos a luchar, sin deseo de ganar, contra ese
instinto. Hasta que llega el momento en que nos dejamos vencer por la emoción,
y eso sucedió aquella noche, cuando caminé descalza por el parque, sufriendo
dolor y frío, pero entendiendo cuánto me querías.
Sí, te amo mucho,
como nunca he amado a otro hombre, y justamente por eso me voy, porque si me
quedase el sueño se convertiría en realidad, deseo de poseer, de desear que tu
vida sea mía... en fin, de todas esas cosas que acaban convirtiendo el amor en
esclavitud. Mejor así: el sueño. Tenemos que ser cuidadosos con lo que nos
llevamos de un país, o de la vida.
-No has tenido un
orgasmo -dijo él, intentando cambiar de tema, ser cuidadoso, no forzar una situación.
Tenía miedo de perderme, y pensaba que todavía tenía toda la noche para
hacerme cambiar de opinión.
-No he tenido un
orgasmo, pero he sentido un inmenso placer.
-Pero sería mejor
si tuvieses un orgasmo. -Podría haber fingido, simplemente para contentarte,
pero no te lo mereces. Eres un hombre, Ralf Hart, con todo lo que esa palabra
pueda tener de hermoso y de intenso. Supiste ayudarme y apoyarme, aceptaste que
yo te apoyase y te ayudase, sin que eso significase humillación. Sí, me
gustaría haber tenido un orgasmo, pero no lo he tenido. Sin embargo, me encantó el suelo frío, tu
cuerpo caliente, la violencia consentida con la que entraste en mí.
»Hoy fui a
devolver los libros que todavía tenía, y la bibliotecaria me preguntó si
hablaba de sexo con mi pareja. Me dieron ganas de decirle: ¿qué pareja? ¿Qué
tipo de sexo? Pero ella no lo merecía, ha sido siempre un ángel conmigo.
»En realidad, sólo
he tenido dos parejas desde que llegué a Géneve: uno que despertó lo peor de mí
misma, porque yo se lo permití e incluso se lo imploré. El otro, tú, que me
has hecho sentir parte del mundo otra vez. Me gustaría poder enseñarte dónde
tocar en mi cuerpo, con qué intensidad, durante cuánto tiempo, y sé que no lo
tomarías como una recriminación, sino como una posibilidad de que nuestras
almas se comuniquen mejor. El arte del amor es como tu pintura, requiere
técnica, paciencia, y sobre todo práctica entre la pareja. Requiere osadía, es
preciso ir más allá de aquello que la gente convencionalmente llama "hacer
el amor".
Ya está. La
profesora había vuelto, y yo no quería aquello, pero Ralf supo manejar la
situación. En vez de aceptar lo que yo decía, encendió su tercer cigarrillo en
menos de media hora:
-En primer lugar,
hoy vas a pasar la noche aquí. No era una petición, era una orden.
-En segundo lugar,
haremos el amor otra vez, con menos ansiedad y más deseo.
»Finalmente, me
gustaría que tú también entendieses mejor a los hombres.
¿Entender mejor a
los hombres? Me pasaba todas las noches con ellos, blancos, negros, asiáticos,
judíos, musulmanes, budistas. ¿Acaso Ralf no lo sabía?
Me sentí más
aliviada; qué bien que la conversación caminaba hacia una discusión. Por un
momento había pensado en pedirle perdón a Dios y romper mi promesa.
Pero allí estaba
otra vez la realidad para decirme que no olvidase conservar mi sueño intacto, y
que no me dejase caer en las trampas del destino.
-Sí, entender
mejor a los hombres -repitió Ralf, al ver mi aire de ironía-. Hablas de
expresar tu sexualidad femenina, de ayudarme a navegar por tu cuerpo, a tener
paciencia, tiempo. Estoy de acuerdo, pero ¿ya se te ha ocurrido pensar que
nosotros somos diferentes, por lo menos en lo que a tiempo se refiere? ¿Por qué
no le pides explicaciones a Dios?
»Cuando nos
conocimos, te pedí que me enseñases sobre sexo, porque mi deseo había
desaparecido. ¿Sabes por qué? Porque después de ciertos años de vida, cualquier
relación sexual mía terminaba en tedio o en frustración, ya que creía que era
muy difícil darles a las mujeres que amé el mismo placer que ellas me daban a
mí.
A mí no me gustó
lo de «las mujeres que amé», pero fingí indiferencia y encendí un cigarrillo.
71
-No tenía valor
para pedirte: enséñame tu cuerpo. Pero cuando te encontré, vi tu luz y te amé
inmediatamente, pensé que a esas alturas de la vida, ya no tenía nada más que
perder si era honesto conmigo, y con la mujer que quería tener a mi lado.
El cigarrillo me
resultó delicioso, y me habría gustado que me hubiera ofrecido un poco de
vino, pero no quería dejar de hablar del tema.
-¿Por qué los
hombres, en vez de hacer lo que tú has hecho conmigo, descubrir cómo me siento,
sólo piensan en sexo?
-¿Quién ha dicho
que sólo pensamos en sexo? Al contrario: pasamos años de nuestra vida
intentando hacernos creer a nosotros mismos que el sexo es importante.
Aprendemos el amor con prostitutas o con vírgenes, contamos nuestras andanzas a
todos los que quieran escuchar, nos paseamos con amantes jóvenes cuando nos
hacemos mayores, todo para demostrarles a los demás que sí, que somos aquello
que las mujeres esperaban que fuésemos.
»Pero ¿sabes una
cosa? No es nada de eso. No entendemos nada. Creemos que sexo y eyaculación
son lo mismo, y como acabas de decir, no lo son. No aprendemos, porque no
tenemos valor para decirle a una mujer: enséñame tu cuerpo. No aprendemos
porque ella tampoco tiene el valor de decir: aprende cómo soy. Nos quedamos
en el primitivo instinto de supervivencia de la especie, y eso es todo. Por
más absurdo que parezca, ¿sabes qué es más importante para el hombre que el
sexo?
Y pensé que tal
vez fuese el dinero o el poder, pero no dije nada.
-El deporte. ¿Y
sabes por qué? Porque un hombre entiende el cuerpo de otro hombre. En el
deporte, vemos el diálogo de cuerpos que se entienden.
-Estás loco.
-Puede ser. Pero
tiene sentido. ¿Te has parado a pensar qué sentían los hombres con los que has
estado en la cama?
-Sí, lo he hecho:
todos se sentían inseguros. Tenían miedo.
-Peor que miedo.
Eran vulnerables. No entendían muy bien qué estaban haciendo, simplemente
sabían que la sociedad, los amigos, las propias mujeres decían que era
importante. «Sexo, sexo, sexo», ésa es la base de la vida, grita la publicidad,
la gente, las películas, los libros. Nadie sabe de qué habla. Saben, ya que el
instinto es más fuerte que todos nosotros, que hay que hacerlo. Y punto.
Basta. Yo había
intentado dar lecciones de sexo para protegerme, él hacía lo mismo, y por más
sabias que fuesen nuestras palabras, ya que uno siempre quería impresionar al
otro, ¡eso era estúpido, indigno de nuestra relación! Lo atraje hacia mí
porque, independientemente de lo que él tuviese que decir, o de lo que yo
pensase respecto a mí misma, la vida ya me había enseñado muchas cosas. Al
principio de los tiempos, todo era amor, entrega. Pero luego, la serpiente se
le aparece a Eva y le dice: lo que has entregado, lo vas a perder. Eso fue lo que
pasó conmigo, fui expulsada del Paraíso cuando todavía estaba en el colegio, y
desde entonces he buscado una manera de decirle a la serpiente que estaba
equivocada, que vivir era más importante que guardar. Pero la serpiente estaba
en lo cierto, y yo estaba equivocada.
Me arrodillé, le
quité poco a poco la ropa, y vi que su sexo estaba allí, durmiente, sin
reaccionar. A él parecía no importarle, y yo besé la parte interior de sus
piernas, empezando por los pies. Su sexo comenzó a reaccionar lentamente, y yo
lo toqué, después lo puse en mi boca, y, sin prisa, sin que él lo interpretase
como « ¡Vamos, prepárate!», lo besé con el cariño de quien no espera nada, y
justamente por eso, lo conseguí todo. Vi que se excitaba, y comenzó a tocar mis
pezones, girándolos como aquella noche de total oscuridad, haciéndome desear
tenerlo de nuevo entre mis piernas, o en mi boca, o como desease o quisiese
poseerme.
No me quitó el
abrigo; hizo que me inclinase de bruces sobre la mesa, con las piernas aún
apoyadas en el suelo. Me penetró lentamente, esta vez sin ansiedad, sin miedo a
perderme, porque en el fondo él también había entendido que aquello era un
sueño, y que permanecería para siempre como un sueño, jamás como realidad.
Al mismo tiempo
que sentía su sexo dentro de mí, sentía también su mano en los senos, las
nalgas, tocándome como sólo una mujer sabe hacerlo. Entonces entendí que
estábamos hechos el uno para el otro, porque él conseguía ser mujer como ahora,
y yo conseguía ser hombre como cuando conversamos o nos iniciamos en el
encuentro de las dos almas perdidas, de los dos fragmentos que faltaban para
completar el universo.
A medida que me
penetraba y me tocaba al mismo tiempo, sentí que no sólo me lo estaba haciendo
a mí, sino a todo el universo. Teníamos tiempo, ternura y conocimiento el uno
del otro. Sí, había sido estupendo llegar con dos maletas, el deseo de partir,
ser inmediatamente arrojada al suelo y penetrada con violencia y miedo; pero
también era bueno saber que la noche no acabaría nunca, y ahora allí, en la
mesa de la cocina, el orgasmo no era el fin en sí mismo, sino el inicio de ese
encuentro.
Su sexo se quedó
inmóvil dentro de mí, mientras sus dedos se movían rápidamente, y yo tuve el
primero, después el segundo, y el tercer orgasmo, seguidos. Tenía ganas de
empujarlo, el dolor del placer es tan grande que machaca, pero aguanté firme,
acepté que era así, que podía aguantar un orgasmo más, dos más, o...
... y de repente,
una especie de luz explotó dentro de mí. Ya no era yo misma, sino un ser
infinitamente superior a todo lo que yo conocía. Cuando su mano me llevó al
cuarto orgasmo, entré en un lugar en el que todo parecía en paz, y en mi
quinto orgasmo conocía Dios. Entonces sentí que él volvía a mover su sexo
dentro del mío, aunque su mano no hubiese parado, y dije: «Dios mío, ¿a qué me he entregado, el Infierno o el Paraíso?».
72
dentro del mío, aunque su mano no hubiese parado, y dije: «Dios mío, ¿a qué me he entregado, el Infierno o el Paraíso?».
Pero era el
Paraíso. Yo era la tierra, las montañas, los tigres, los ríos que corrían hasta
los lagos, los lagos que se transformaban en mar. Él se movía cada vez más de
prisa, y el dolor se mezclaba con el placer, yo podía decir «ya no puedo más»,
pero no sería justo, porque a esas alturas, él y yo éramos la misma persona.
Dejé que me
penetrase el tiempo que fuese necesario, sus uñas ahora estaban clavadas en mis
nalgas, y yo allí de bruces, en la mesa de la cocina, pensando que no existía
un lugar mejor en el mundo para hacer el amor. De nuevo el ruido de la mesa, la
respiración cada vez más rápida, las uñas arañándome, y mi sexo golpeando con
fuerza su sexo, carne con carne, hueso con hueso, yo iba a tener otro orgasmo,
él también, y nada de eso, ¡nada de eso era MENTIRA!
-¡Vamos!
Él sabía de qué
hablaba, y yo sabía que era el momento,
sentí que todo mi cuerpo se relajaba, que dejaba de ser yo misma, ya no oía,
ni veía, ni sabía el gusto de nada, simplemente sentía.
-¡Vamos!
Y me fui con él.
No fueron once minutos, sino una eternidad, era como si los dos hubiésemos
salido del cuerpo y caminásemos, en profunda alegría, comprensión y amistad,
por los jardines del Paraíso. Yo era mujer y hombre, él era hombre y mujer. No
sé cuánto tiempo duró, pero todo parecía estar en silencio, en oración, como si
el universo y la vida hubiesen dejado de existir, y se hubiesen transformado
en algo sagrado, sin nombre, sin tiempo.
Pero el tiempo
volvió, oí sus gritos y grité con él, las patas de la mesa golpeaban con fuerza
en el suelo, pero a ninguno de los dos se nos ocurrió preguntar ni pensar qué
pensaba el resto del mundo.
Y él salió de mí
sin ningún aviso, y reía, sentí mi . sexo contraerse, me volví hacia él y
también reí, nos abrazamos como si fuese la primera vez que hacíamos el amor en
nuestras vidas.
-Bendíceme -pidió.
Y lo bendije, sin
saber qué hacía. Le pedí que hiciese lo mismo, y él lo hizo, diciendo «bendita
sea esta mujer, que mucho amó». Sus palabras eran bonitas, volvimos a
abrazarnos y nos quedamos allí, sin entender cómo once minutos pueden llevar a
un hombre y a una mujer a todo eso.
Ninguno de los dos
estaba cansado. Fuimos hasta la sala, él puso un disco, e hizo exactamente lo
que yo esperaba: encendió la chimenea y me sirvió vino. Después abrió un libro
y leyó:
Tiempo de nacer,
tiempo de morir,
tiempo de plantar,
tiempo de arrancar la planta,
tiempo de matar,
tiempo de curar,
tiempo de
destruir, tiempo de construir,
tiempo de llorar,
tiempo de reír,
tiempo de gemir,
tiempo de bailar,
tiempo de tirar
piedras, tiempo de recoger piedras,
tiempo de abrazar,
tiempo de separar,
tiempo de buscar,
tiempo de perder,
tiempo de guardar,
tiempo de tirar,
tiempo de rasgar,
tiempo de coser,
tiempo de callar,
tiempo de hablar,
tiempo de amar,
tiempo de odiar,
tiempo de guerra,
tiempo de paz.
Aquello sonaba
como una despedida. Pero era la más bonita de todas las que podía vivir en mi
vida. Lo abracé, él me abrazó, nos acostamos en la alfombra al lado de la
chimenea. La sensación de plenitud todavía seguía, como si yo siempre hubiese
sido una mujer sabia, feliz, realizada en la vida.
-¿Cómo puedes
enamorarte de una prostituta? -Al principio, no lo entendía. Pero hoy, pensando
un poco, creo que al saber que tu cuerpo jamás sería sólo mío, podía
concentrarme en conquistar tu alma.
-¿Y los celos?
-No se le puede
decir a la primavera: «Ojalá que llegue pronto, y que dure bastante». Sólo se
puede decir: «Ven, bendíceme con tu esperanza, y quédate todo el tiempo que
puedas».
Palabras sueltas
al viento. Pero yo necesitaba escucharlas, y él necesitaba decirlas. No sé
exactamente cuándo me dormí. Soñé, no con una situación ni con una persona,
sino con un perfume, que lo inundaba todo.
§
Cuando María abrió los ojos, algunos rayos de sol empezaban a entrar
por las persianas abiertas.
73
«He hecho el amor dos veces con él -pensó, mirando al hombre dormido
a su lado-. Y, sin embargo, parece que siempre hemos estado juntos, y que él
siempre ha conocido mi vida, mi alma, mi cuerpo, mi luz, mi dolor.»
Se levantó para ir a la cocina y hacer un café. Fue entonces cuando
vio las dos maletas en el pasillo y se acordó de todo: de la promesa, de la
oración en la iglesia, de su vida, del sueño que insiste en convertirse en
realidad y perder su encanto, del hombre perfecto, del amor en el que cuerpo y
alma eran lo mismo, y placer y orgasmo eran cosas diferentes.
Podría quedarse; no tenía nada más que perder en la vida, sólo una
ilusión. Se acordó del poema: «Tiempo de llorar, tiempo de reír».
Pero había otra frase: «Tiempo de abrazar, tiempo de separar».
Preparó el café, cerró la puerta de la cocina, telefoneó y pidió un taxi.
Reunió toda su fuerza de voluntad, que la había llevado tan lejos, la fuente
de energía de su «luz», que le había dicho el momento exacto de partir, que la
protegía, que la haría guardar para siempre el recuerdo de
aquella noche. Se vistió, tomó sus maletas y salió, deseando que él se
despertase antes y le pidiese que se quedara.
Pero él no se despertó. Mientras esperaba el taxi en la calle, pasó
una gitana, con un ramo de flores.
-¿Quiere una?
María la compró, era la señal de que el otoño había llegado, el verano
quedaba atrás. Géneve ya no tendría, durante mucho tiempo, las mesas en las
aceras ni los parques llenos de gente paseando y tomando el sol. No hacía mal;
se iba porque ésa era su elección, y no había de qué lamentarse.
Llegó al aeropuerto, tomó otro café, esperó durante cuatro horas el
vuelo de París, siempre pensando que él entraría en cualquier momento, ya que,
en algún momento antes de dormirse, le había dicho la hora de su salida. Así
era en las películas: en el momento final, cuando la mujer está casi entrando
en el avión, el hombre aparece desesperado, la agarra, le da un beso, y la
lleva de vuelta a su mundo, bajo la mirada risueña y complaciente de los
funcionarios de la compañía aérea. Aparece la palabra «Fin», y todos los espectadores
saben que, a partir de ahí, vivirán felices para siempre.
«Las películas nunca dicen qué sucede después», se decía María,
intentando consolarse. Matrimonio, cocina, hijos, sexo cada vez más
inconstante, el descubrimiento de la primera nota de la amante, decidir, armar
un escándalo, escuchar promesas de que eso no se volverá a repetir, la segunda
nota de otra amante, otro escándalo y la amenaza de separarse, esta vez el
hombre no reacciona con tanta seguridad, simplemente le dice que la ama. La
tercera nota, de la tercera amante, y entonces escoger el silencio, fingiendo
que no lo sabe, porque puede ser que él diga que ya no la ama, que es libre
para marcharse.
No. Las películas no lo cuentan. Se acaban antes de que el verdadero
mundo empiece. Mejor no pensar en eso.
Leyó una, dos, tres revistas. Finalmente anunciaron su vuelo, después
de casi una eternidad en aquella sala de aeropuerto, y embarcó. Todavía se
imaginó la famosa escena en la que, en cuanto se pone el cinto, siente una mano
en su hombro, mira hacia atrás, y allí está él, sonriendo.
Pero nada de eso sucedió.
Durmió durante el escaso tiempo que separaba Géneve de París. No tuvo
tiempo de pensar qué diría en casa, qué historia contaría, pero con toda
seguridad sus padres se pondrían contentos, sabiendo que tenían a su hija de vuelta,
una hacienda y una vejez agradable.
Se despertó con la sacudida del aterrizaje. El avión anduvo por la
pista durante mucho tiempo; la azafata fue a decirle que tenía que cambiar de
terminal, ya que el vuelo para Brasil salía de la terminal F y ella estaba en
la C. Pero que no se preocupase, que no había retrasos, todavía tenía mucho
tiempo, y que si tenía alguna duda, el personal de tierra podría ayudarla a
encontrar el camino.
Mientras el aparato se acercaba al lugar del desembarque, se preguntó
si valía la pena pasar un día en aquella ciudad, sólo para sacar unas fotos y
contarles a los demás que había conocido París. Necesitaba tiempo para pensar,
estar a solas consigo misma, esconder muy profundamente los recuerdos de la
noche anterior, de modo que pudiese usarlos siempre que necesitase sentirse viva.
Sí, París era una excelente idea; le preguntó a la azafata cuándo saldría el
siguiente vuelo para Brasil, si decidía no embarcar aquel día.
La azafata le pidió su billete, lo lamentó mucho, pero era una tarifa
que no permitía esa serie de escalas. María se consoló, pensando que ver una
ciudad tan hermosa sola la deprimiría. Estaba consiguiendo mantener su sangre
fría, su fuerza de voluntad, no lo iba a estropear todo con
un bello paisaje y la nostalgia de alguien.
Desembarcó, pasó por los controles de la policía, su equipaje iría
directamente al otro avión, no había de qué preocuparse. Las puertas se
abrieron, los pasajeros salían y se abrazaban con alguien que los esperaba, la
mujer, la madre, los hijos. María fingió que nada de aquello era para ella, al
mismo tiempo que pensaba de nuevo en su soledad; aunque esta vez tenía un
secreto, un sueño, no era tan amarga, y la vida sería más fácil.
-Siempre nos quedará París.
No era un guía turístico. No era el chofer de un taxi. Sus piernas
temblaron cuando oyó la voz.
-¿Siempre nos quedará París?
-Es la frase de una película que me encanta. ¿Te gustaría ver la torre
Eiffel?
74
-Sí, muchísimo. Ralf llevaba un ramo de rosas, y los ojos llenos de
luz, la luz que ella había visto el primer día, cuando la pintaba mientras el
viento frío la hacía sentirse incómoda por estar allí.
-¿Cómo has llegado antes que yo? -preguntó para disimular la
sorpresa, la respuesta no tenía el menor interés, pero necesitaba algún tiempo
para respirar.
-Te vi leyendo una revista. Podría haberme acercado, pero soy
romántico, incurablemente romántico, y creí que sería mejor tomar el primer
puente aéreo para París, pasear un poco por el aeropuerto, esperar tres horas,
consultar un sinfín de veces los horarios de los vuelos, comprar tus flores,
decir la frase que Rick le dice a su amada en Casablanca, e imaginar tu cara de sorpresa.
Y tener la certeza de que eso era lo que tú querías, que me esperabas, que
toda la determinación y la voluntad del mundo no bastan para impedir que el
amor cambie las reglas de un momento a otro. No cuesta nada ser romántico como
en las películas, ¿no crees?
No sabía si costaba o no, pero el precio ahora era lo que menos le
importaba, a pesar de saber que acababa de conocer a aquel hombre, que habían
hecho el amor por primera vez hacía pocas horas, que había sido presentada a
sus amigos la víspera, que él ya había frecuentado la discoteca en la que
trabajaba y que se había casado dos veces. No eran credenciales impecables. Por
otro lado, ella tenía dinero para comprar una hacienda, la juventud por
delante, una gran experiencia de la vida, una gran independencia de alma. Aun
así, como siempre era el destino el que escogía por ella, pensó que una vez más
podía correr el riesgo.
Le dio un beso, sin ninguna curiosidad por saber qué pasa después de
que sale el «Fin» en la pantalla del cine. Simplemente, si algún día alguien
decidía contar su historia, le pediría que la empezase como los cuentos de
hadas, que dicen:
Érase una vez...
Nota final
Como a
todo el mundo, y en este caso no tengo el menor reparo en generalizar, me
costó descubrir el sentido sagrado del sexo. Mi juventud coincidió con una
época de extrema libertad, con descubrimientos importantes y muchos excesos,
seguida de un período conservador, represivo, el precio que había que pagar
por los abusos que realmente dejaron secuelas un poco duras.
En la
década de los excesos (hablamos de los años setenta), el escritor Irving
Wallace escribió un libro sobre la censura norteamericana, utilizando para
ello las maniobras jurídicas que pretendían impedir la publicación de un texto
sobre sexo: Los siete minutos.
En la
novela de Wallace, el libro que es motivo de la discusión sobre la censura
apenas se menciona, y el tema de la sexualidad raramente aparece. Intenté
imaginar qué diría ese libro prohibido; ¿quién sabe?, podría intentar
escribirlo.
Sucede
que, en su novela, Wallace da muchas referencias sobre ese libro inexistente,
y eso acabó limitando, e imposibilitando, la tarea que yo había imaginado. Sólo
ha quedado el recuerdo del título (donde creo que Wallace fue muy conservador
con relación al tiempo, y decidí ampliarlo) y la idea de que era importante
aboddar la sexualidad de una manera seria, lo
cual, por cierto, ya han hecho muchos escritores.
En 1997, después de terminar una conferencia en Mantua (Italia),
recibí en el hotel en el que estaba hospedado un manuscrito que habían dejado
en recepción. No leo manuscritos, pero leí aquél, la historia real de una
prostituta brasileña, sus matrimonios, sus dificultades con la ley, sus
aventuras. En el año 2000, al pasar por Zurich, me puse en contacto con esa
prostituta, cuyo nombre de guerra es Sonia, y le dije que me había gustado su
texto. Le recomendé que lo enviase a mi editora brasileña, quien finalmente
decidió no publicarlo. Sonia, que para entonces había fijado su residencia en
Italia, tomó un tren y fue a verme a Zurich. Nos invitó, a mí, a un amigo y a
una periodista del periódico Blick, que
acababa de entrevistarme, a ir a Langstrasse, la zona de prostitución local.
Yo no sabía que Sonia ya había avisado a sus colegas de nuestra visita y, para
mi sorpresa, acabé firmando varios autógrafos en libros míos, en diferentes
lenguas.
Entonces yo ya estaba decidido a escribir sobre sexo, pero aún no
tenía ni el argumento, ni el personaje principal; pensaba en algo mucho más
dirigido a la búsqueda convencional de lo sagrado, pero aquella visita a
Langstrasse me enseñó: para escribir sobre el lado sagrado, era necesario
entender por qué había sido tan profanado.
Conversando con un periodista de la revista L'Ilustrée (Suiza), le conté la historia de la improvisada noche de
autógrafos en Langstrasse, y él publicó un gran reportaje al respecto. El resultado
fue que, durante una tarde de autógrafos en Géneve, varias prostitutas
aparecieron con sus libros. Una de ellas me llamó especialmente la atención,
salimos, con mi agente y amiga Mónica Antunes, a tomar un café, que se
convirtió en cena, y que se convirtió en otros encuentros en los días
siguientes. Allí nació el hilo conductor de Once
minutos.
Quiero expresar mi agradecimiento a Anna von Planta, mi editora
suiza, que me ayudó con datos importantes sobre la situación legal de las
prostitutas en su país. A las siguientes mujeres en Zurich (nombres de
guerra): Sonia, con la que me vi por primera vez en Mantua (¡quién sabe, quizás
alguien se
interese algún día por su libro!), Martha, Antenora, Isabella. En Géneve (también nombres de guerra): Amy, Lucia, Andrei, Vanessa, Patrick, Therése, Anna Christina.
75
interese algún día por su libro!), Martha, Antenora, Isabella. En Géneve (también nombres de guerra): Amy, Lucia, Andrei, Vanessa, Patrick, Therése, Anna Christina.
Le agradezco también a Antonella Zara que me permitiese usar pasajes
de su libro La ciencia de la pasión para
ilustrar algunas partes del diario de María.
Finalmente, le agradezco a María (nombre de guerra), que hoy reside en
Lausana, está casada y tiene dos hermosas hijas, que en nuestros varios
encuentros haya compartido conmigo y con Mónica su historia, en la que está
basado este libro.
PAULO
COELHO
FIN
* * *
Este libro fue
digitalizado para distribución libre y gratuita a través de la red
utilizando el
software (O.C.R.) “OmniPage Pro Versión 11” y un scanner “Acer S2W”
Digitalización, Revisión y Edición Electrónica
de Hernán.
Rosario - Argentina
14 de Agosto 2003 –
22:58
[1] En Brasil, según la creencia
popular, es la concubina de cura que, transformada en mula sin cabeza después
de su muerte, sale a galopar ciertas noches, asustando a los supersticiosos.
(N. de la T.)
[2] Según el candombe ortodoxo,
divinidad de las aguas saladas, reina del mar. (N. de la T.)
